El hilo en el carretel

Les hablaré hoy de Lidia, mi abuela, para contarles una experiencia que viví con ella hace décadas. Vale mencionar que lo más importante no son los hechos particulares que de algún modo u otro nos suceden a todos. Sino que la base de este relato se centra en analizar cómo es que influyen ciertas palabras y experiencias en nuestras vidas. Dicho de otro modo, resulta ser más significativa la interpretación de los hechos que los sucesos en sí. Voy a hablarles de mi abuela en un día muy especial, o de mí en aquel día, o de los dos. Después de tantos años, todavía no comprendo si fue ella o fui yo.

Transcurría el mes de enero en la ciudad de Lobería, recuerdo un verano caluroso como pocos. Apenas eran las nueve de la mañana y uno ya sentía el calor penetrar la ropa y la piel. Los cuerpos acalorados recorrían la mañana al son de las campanas de la iglesia, era sábado. Caminaba de la mano con mi abuela por la vereda, ella vestía de color negro por el reciente luto de su esposo. Había sido la primera noche que me quedaba a dormir en su casa desde la ausencia del abuelo. El silencio allí era mucho más profundo que antes, ya no sonaba la radio de Atilio con milongas y tangos. En aquel entonces Lidia conservaba un buen estado físico: era capaz de cumplir con las tareas del hogar, con su rol de madre, abuela y amiga. Era una señora querida por los vecinos y se manifestaba muy devota.

Recuerdo que ella iba caminando con una estampita de Santo Tomás de Aquino para festejar su celebridad. Había preparado durante la noche anterior su ofrenda y llevaba el paquete en una bolsa de tela. Por curiosidad he mirado el calendario en mi móvil y descubrí que aquel día fue el veintiocho de enero del año 1984. Yo tenía nueve porque nací el veinte de agosto del setenta y cuatro.

El cielo estaba despejado y las aves revoloteaban en el cielo. Cada tanto pasábamos por debajo de los árboles para refrescarnos con las sombras. Llegamos a la iglesia temprano, casi siempre estábamos entre los primeros. La temperatura descendió intensamente al ingresar en aquel salón frío de techo alto. El sol no penetraba tan fuerte porque era bloqueado por los vidrios esmerilados y pintados con las imágenes de los santos. «Aquel de allí es Santo Tomás de Aquino», dijo la abuela, y caminamos hasta la canasta de mimbre para dejar la ofrenda.

No sé por qué razón las misas siempre me aburrieron, no recuerdo nada de aquella ceremonia, excepto el rostro de mi abuela. Primero serio, formal, silencioso, cuando las personas venían a saludarla para darle el pésame. Luego triste, solitaria, conteniendo sus lágrimas con un pañuelo. Siempre me produjeron sensaciones extrañas las iglesias, uno no sabe si aquellas estructuras están diseñadas para otorgar salvación o si forman parte de un sistema complejo de culpas. Pero allí estaba la abuela orando y repitiendo frases de pie, sentada, parada, arrodillada, sentada, parada, sentada de nuevo y otra vez parada.

En medio de aquella rutina de varias posiciones, la abuela cubrió su boca con la mano, se agachó y me dijo en un susurro: «No creo que la muerte sea tan mala como la pintan, tu abuelo no parecía triste en sus últimas horas, pero cuando sea mi hora lo comprobaré». Nunca supe por qué razón aquellas palabras me quedaron tan grabadas. Todavía las recuerdo como si fueran de hoy.

Salimos de la Iglesia al mediodía, el calor era tan intenso que la mayoría de las personas evitaban estar al sol. Los pocos espacios con sombras agrupaban a desconocidos obligándolos a hablar de asuntos que en verdad no les interesaban. Mientras esperábamos en la vereda de la iglesia, bajo la sombra de un alero, un hombre canoso se acercó para hablarnos maravillas del abuelo. Lidia lo escuchaba, pero no le seguía la corriente. Mi padre llegó a buscarnos en su camioneta, nos despedimos del señor y nos fuimos al campo.

Almorzamos y pasamos el día en familia como todos los sábados, por primera vez la silla del abuelo estaba vacía. Relacioné las palabras de Lidia con las de Atilio; «La vida es esto —había dicho una vez el abuelo, mientras desataba el hilo de un carretel—, todos tenemos un poco más o menos, pero tarde o temprano se termina». Recuerdo que me acerqué a Lidia y le conté lo que me había dicho Atilio tiempo atrás. No sabía por qué razón me agradaba la idea de pensar que tal vez, el abuelo podría haber sabido de antemano lo que iba a sucederle. «Es muy probable que sí», dijo la abuela poniendo su mano sobre mi cabeza, luego continuó haciendo sus labores.

Después del almuerzo pasamos la tarde en el estanque de agua junto al molino, los chapuzones resultaban agradables para cortar el calor. Mientras los adultos dormían la siesta, los chicos quedábamos a cargo de los primos mayores. Pero aquella tarde Lidia se quedó bañándose con nosotros, quizás presa de la añoranza de Atilio, pero también inmutable ante la existencia de la muerte.

Como ya dije, no creo que la anécdota sea tan importante en los sucesos como en la percepción de los hechos. La pérdida de seres queridos es algo natural con lo que convivimos. Pero estos asuntos no terminan aquí ya que la abuela vivió muchos años más, hasta los noventa y dos. Durante el resto de los años Lidia repitió la misma frase cada vez que tuvo oportunidad: «No creo que la muerte sea tan mala como la pintan, pero cuando sea mi turno lo comprobaré». Luego no decía nada más al respecto.

Me acuerdo mucho de la abuela, de aquel día, de sus palabras, acciones, o quizás de mis interpretaciones. También tengo presentes las palabras del abuelo, aunque con los años sus recuerdos se me han desdibujado. El aroma penetrante a hospital está concentrado en mi habitación, la número ciento quince, al fondo del pasillo. Los médicos llevan varios días reunidos, hablan entre ellos, extienden unas miradas lánguidas y me dicen: «Vamos a esperar, vamos a ver cómo evoluciona todo». Algunos familiares vienen a saludarme con expresiones desdibujadas. Varios amigos andan preocupados, otros son optimistas.

Resulta interesante observar cómo es que las personas reaccionan de manera tan diversa ante una posible ausencia. Yo, por mi parte, coincido con las palabras de mis abuelos y en estos momentos me acuerdo mucho de ellos, de Lidia y de Atilio. Sobre todo, de Atilio y el hilo en el carretel.

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