CAPITULO I

CONFESIÓN

—¿No le preguntaste a dónde iba? —inquirió Sabino, mientras se frotaba la frente con la mano izquierda. Su voz era apenas un susurro, temeroso de revelar más de lo que quería mostrar.

Pepe, de pie bajo el umbral de la puerta del departamento de Germán, lo miró con una mezcla de indiferencia y curiosidad.

—Solo dijo que tenía cosas que hacer. No dio explicaciones; simplemente tomó su mochila y se fue —respondió Pepe, encogiéndose de hombros.

Sabino se aferró con fuerza al respaldo de la silla de cedro, sus nudillos blanqueando por la presión. La habitación, cubierta de polvo, era un testimonio mudo del abandono que se había apoderado del lugar. Hacía más de tres semanas que no veía a Germán, y su ausencia lo consumía por dentro.

—¿Y… ningún mensaje? ¿Ni siquiera a Hernán? —preguntó Sabino con voz débil, mientras sus ojos recorrían la estancia. Cada objeto, cada rincón, guardaba un recuerdo de ellos. La mesa del comedor, donde tantas veces habían compartido comidas y sueños, ahora parecía un altar a una memoria que se desvanecía. Sabino se preguntaba cuántas veces Germán se habría sentado allí, imaginando un futuro juntos, lejos de las miradas juzgadoras.

—Nada. Nadie sabe nada —respondió Pepe desde la cocina, con un tono cargado de ironía—. Más bien pensamos que tú sí sabías dónde estaba mi hermano.

El rostro de Sabino se tensó al escuchar el comentario. Sus cejas se elevaron ligeramente, y sus ojos se abrieron un poco más de lo habitual, reflejando su nerviosismo. Por un instante, su boca se entreabrió en un intento de responder, pero rápidamente la cerró, y una sutil rigidez se adueñó de sus labios. Una leve palidez cubrió sus mejillas, pero casi de inmediato, Sabino, acostumbrado a ocultar sus emociones, recuperó la calma. Sus ojos se suavizaron, y las arrugas en su frente se alisaron mientras esbozaba una sonrisa controlada, casi desafiante, como si retara a Pepe a continuar con su insinuación. Ignoró la gota de sudor que comenzaba a formarse en su sien, y su rostro recuperó una apariencia de tranquilidad. Con pasos firmes, avanzó hacia la sala, decidido a no dejarse intimidar, aunque su corazón latía con fuerza. Sabino había vuelto a tomar control de sus emociones, demostrando una vez más su habilidad para navegar en un mundo lleno de prejuicios y secretos. Se detuvo frente a la mesa de centro, sus ojos recorriendo los cuadros cusqueños que adornaban las paredes blancas. Las vívidas imágenes de la vida cusqueña contrastaban con la tristeza que sentía en su interior.

—Al contrario, últimamente se ha estado alejando de todos —replicó Sabino con firmeza.

Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. El cielo gris amenazaba lluvia, reflejando su estado emocional. ¿Dónde estaría Germán en este momento? ¿Estaría bien? ¿Se arrepentiría de haberlo dejado? Sabino cerró los ojos con fuerza, intentando ahogar el nudo que se formaba en su garganta. La soledad era insoportable, y la culpa una compañera constante. El departamento, antes lleno de risas y confidencias, ahora era un sepulcro silencioso. Cada objeto, desde la taza rajada que compartían hasta el libro sobre la mesa de centro, sobre la alfombra con diseños andinos, parecía susurrar el nombre de Germán. Sabino vagaba por las habitaciones como un alma en pena, buscando un eco de su voz, una sombra de su presencia. El aroma a canela y manzana, tan familiar y reconfortante, ahora solo acentuaba el vacío que lo consumía. Era como si el aire mismo estuviera impregnado de la ausencia de su amigo.

—¿No habrá ido a buscar a Diana otra vez? —gruñó Pepe, rascándose la cabeza.

—¿Tú crees?

El nombre de Diana resonó en la mente de Sabino como un eco doloroso. La relación entre ellos había sido un laberinto de emociones, marcada por la aceptación, la desconfianza y la imposibilidad de olvidar. Diana, una mujer marcada por el sufrimiento, había intentado construir un futuro con Germán, a pesar de todo. Sin embargo, las heridas del pasado y la dificultad de aceptar lo inevitable habían llevado a una dolorosa separación. Sabino recordaba la última conversación con Germán, una mezcla de esperanza y resignación, como si estuviera atrapado en un limbo emocional. Sabino sabía que, si Germán estaba ahora con Diana, era solo por despecho, por decepción.

—No te preocupes tanto por ese huevón. Va a volver uno de estos días y seguirá sumergido en su mundo, como siempre —respondió Pepe con desdén—. ¡Siempre está tratando de llamar la atención de las personas con sus tonterías!

Sabino se quedó inmóvil, bajo la viga que marcaba el límite entre la sala y el comedor. Las palabras de Pepe lo hirieron profundamente, aunque ocultó su dolor con maestría. La indiferencia, y peor aún, el desprecio que Pepe mostraba hacia Germán, lo enfurecían. Sin embargo, Sabino decidió no responder. Sabía que sería inútil intentar que Pepe comprendiera la intensidad de los sentimientos de su hermano. Cerró los ojos y se concentró en ofrecer una respuesta que ocultara sus verdaderos sentimientos e intenciones.

—Creo que tienes razón, Pepe —dijo Sabino, con una serenidad que parecía haber disipado su angustia.

Pepe, ahora husmeando en el bar de la cocina, continuó:

—No sé qué le pasa a mi hermano. Solo tuvo una mujer, y desde que se separaron no volvió a intentarlo. A su edad debería buscar una mujer y embarazarla para que por lo menos tenga un hijo que lo cuide de viejo. ¡No sé en qué piensa mi hermano!

Las palabras de Pepe golpearon a Sabino como una bofetada. Recordó cada conversación con Germán, cada promesa incumplida, cada palabra hiriente que había escapado de sus labios. Sabino siempre le decía a Germán que la mejor forma de seguir con su relación era que ambos tuvieran sus propias familias y así poder esconder su amor.

—Ya volverá —dijo Sabino, con la voz apagada.

Se dirigió a la ventana por última vez y miró hacia afuera, como si esperara ver a Germán caminando por la calle. No había rastro de él. Con un gesto decidido, se dirigió a la puerta. Se despidió de Pepe y salió hacia su auto. Dentro del auto, posó los codos sobre el volante, tomó su rostro con ambas manos y se sumergió en ellas, como queriendo ahogar su frustración y desesperación.

—¿En qué maldito momento hicimos ese paseo? —pensó Sabino, mientras la angustia lo envolvía por completo. Abatido por el peso de sus propios errores, se encontraba sumido en una profunda reflexión mientras conducía hacia casa. En cada curva del camino, sus pensamientos se retorcían como el asfalto bajo sus neumáticos, arrastrándolo hacia la tormentosa realidad de su comportamiento. Recordaba cómo había minimizado los sentimientos de Germán, considerándolos una carga incómoda y ofreciendo soluciones que nunca encajaron con la realidad de su amor. Había intentado convencer a Germán de que su amor sería aceptable si permanecía oculto, como si vivir una mentira pudiera salvarlos de la condena de la sociedad. Sin embargo, al mirar hacia atrás, Sabino se daba cuenta de la crueldad de sus palabras y acciones. Su intento de protegerse y proteger su imagen a costa de los sentimientos de Germán solo había dejado cicatrices más profundas de lo que había imaginado. Cada recuerdo de esas discusiones se sentía como un golpe en el estómago, una cruel ironía de la tristeza que ahora lo envolvía. Sabino entendió que había desperdiciado su oportunidad de ser sincero y valiente, optando por un camino de evasión y autocomplacencia que ahora se le revelaba como una trampa de desesperación y arrepentimiento. Con cada sollozo que escapaba de su garganta, lamentaba no haber sido capaz de enfrentar sus miedos y de haber dejado que el amor verdadero se desmoronara bajo el peso de sus propios temores y dudas.

Sabino emergió del letargo como de un mar embravecido, la culpa oprimiéndole el pecho. Sus manos fuertes se aferraban al volante con una fuerza desesperada. Los recuerdos, como fantasmas voraces, lo arrastraban a un abismo sin fondo. Detuvo el auto en la oscuridad, cerca de un basural en el camino, y el mundo se redujo a la luz parpadeante de los faros. Sus ojos, antes llenos de vida, ahora eran dos pozos de melancolía. Las lágrimas, como gotas de lluvia en un cristal sucio, empañaban su visión. La carretera, la basura, todo se desdibujaba. Sintió un nudo en la garganta que lo asfixiaba, y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas, calientes y saladas. Su cuerpo, antes lleno de energía, se sentía pesado y cansado, como si llevara el peso del mundo sobre sus hombros. Deslizó las manos por el volante, sintiendo el caucho contra su piel, y las dejó caer pesadamente sobre sus rodillas. El llanto se convirtió en un sollozo convulso, sacudiendo su cuerpo entero. Se sentía perdido, solo y completamente derrotado.

—¿Por qué, Señor? ¿Por qué me tienen que pasar estas cosas a mí? ¿Cuál fue mi pecado para pagar tanto? Otra vez estoy solo, otra vez me abandonaron —lloró, recordando los motivos que lo alejaron de Natalia. La muerte de Esteban finalmente dinamitó su relación; no pudieron con el dolor. Este es el castigo que Dios me ha impuesto por ser como soy, pensó.

Sabino se llevó las manos al rostro, sus dedos presionando fuertemente sus párpados como si quisiera borrar los recuerdos que lo atormentaban. Su respiración se aceleró, y un nudo se formó en su garganta. Sentía una necesidad desesperada de encontrar consuelo y comprensión. En esos momentos de devastación, la única persona en quien confiaba plenamente era su prima Elena. Desde su niñez, Elena había sido su confidente y apoyo incondicional, la única familia a la que realmente consideraba cercana. Ella siempre había estado a su lado, tanto en los momentos más difíciles como en los más alegres, y su cariño inquebrantable era una fuente de fortaleza para él. Elena, con su carácter noble, tranquilo y pragmático, tenía el don de ofrecer el consuelo que Sabino necesitaba desesperadamente. Aunque solía visitar su casa todas las noches para compartir con ella y sus sobrinos, en esta ocasión, la idea de ir a verla en su estado actual le parecía desalentadora. Recordó cómo Elena había sido una de las pocas personas que estuvo a su lado cuando se encontraba al borde de la muerte en el hospital. Sabino temía que su presencia en ese momento pudiera revivir esos recuerdos dolorosos. Finalmente, decidió que era mejor regresar a casa y enfrentar su sufrimiento en soledad, aunque el anhelo de la compañía de Elena y el consuelo que ella podría brindarle permanecían en su mente.

Al llegar a su casa, puso música a todo volumen y encendió la televisión. Necesitaba ruido, cualquier cosa que ahogara el silencio opresivo que lo rodeaba. La soledad lo estaba matando, y la pérdida de Germán lo hacía sentir aún más miserable.

Se dejó caer en el sofá y cerró los ojos, intentando bloquear los pensamientos que lo atormentaban. Recordó la última vez que vio a Germán. Sus ojos reflejaban un dolor profundo, una desilusión interminable. «Si tan solo hubiera intentado entender sus sentimientos», pensó.

Se levantó y fue a la cocina a servirse un trago. El alcohol quemó su garganta, pero no hizo nada para apaciguar su dolor. Miró el vaso vacío, sintiendo un vacío aún mayor en su pecho.

Sacó nuevamente su celular y vio el estado de Germán; la última vez que se había conectado fue a las 08:15 pm. Vio su foto de perfil, aún mantenía la foto que Sabino le tomó en su paseo por Quillabamba, en ese pequeño parque con la fuente de agua a su espalda y el marco de ramas invadiendo las calles peatonales. Sin pensarlo mucho, empezó a escribir un mensaje a Germán. Las palabras fluyeron sin esfuerzo:

«Germán, no sé dónde estás ni qué estás haciendo, pero necesito que sepas que lamento todo lo que pasó. Nunca quise que las cosas terminaran así. Por favor, si puedes, vuelve. Hablemos.»

Dudó antes de enviar el mensaje, pero finalmente lo hizo. Se quedó mirando la pantalla, esperando una respuesta que sabía que probablemente nunca llegaría.

Sabino guardó el celular en el bolsillo interior de su casaca y volvió al sofá. La música seguía sonando, pero ya no la escuchaba. Sus pensamientos estaban con Germán, esperando que, de alguna manera, sus palabras llegaran a él y lo trajeran de vuelta.

Sabino abrió los ojos con pesadez, como si alguien hubiera colocado una losa sobre su pecho. La habitación, sumida en una penumbra tenue, parecía reflejar la oscuridad que habitaba en su interior. La noche había sido una pesadilla sin fin, una sucesión de recuerdos dolorosos y reproches internos. Cada rincón, cada sombra, le recordaba a Germán y la herida que había dejado en su corazón. Intentó incorporarse, pero su cuerpo se negó a obedecer. Cada músculo le dolía, como si lo hubieran golpeado. Apoyó un brazo en el colchón y empujó con todas sus fuerzas, pero su cuerpo se hundió nuevamente. Respiraciones cortas y entrecortadas escapaban de sus labios. Finalmente, con un esfuerzo sobrehumano, logró sentarse en el borde de la cama. Su teléfono vibró insistentemente en la mesita de noche, interrumpiendo sus pensamientos. Una llamada entrante renovó brevemente sus esperanzas, pero al ver que era solo uno de sus amigos, decidió no contestar. No tenía ganas de hablar con nadie. La ilusión de que fuera Germán se desvaneció tan rápido como había aparecido, dejando tras de sí un vacío aún mayor.

Lentamente, se levantó de la cama y se preparó para ir a trabajar. El ritual matutino, que solía realizar con rapidez y eficiencia, se convirtió en un proceso lento y pesado. Sus ojos estaban nublados y llenos de legañas, reflejo de la noche inquieta que había pasado. Cada movimiento le costaba un esfuerzo sobrehumano. Se dirigió al baño, encendió la luz y se miró en el espejo. Su reflejo lo devolvía una imagen pálida y desaliñada, con ojeras profundas que delataban su insomnio. Abrió el grifo y se lavó la cara con agua fría, esperando que el impacto lo revitalizara. Se cepilló los dientes con movimientos mecánicos, sintiendo cómo la pasta dental irritaba sus encías. Al salir del baño, se dirigió a la cocina y preparó un café. Lo bebió lentamente, tratando de encontrar algo de consuelo en la amargura de la bebida. Sin embargo, el café no lograba calmar la tormenta que se agitaba en su interior. La ausencia de Germán era un vacío insondable que lo consumía por dentro.

Sabino bajó al primer nivel de su casa y se subió a su auto. Encendió el motor y salió a la calle. Mientras conducía, su mente seguía atrapada en una espiral de pensamientos sobre Germán. Intentó concentrarse en la rutina diaria, en las tareas que lo esperaban en el trabajo, pero el vacío y la tristeza eran demasiado abrumadores. El camino que solía recorrer con tanta familiaridad ahora le parecía interminable. Cada calle, cada edificio, le recordaba momentos compartidos con Germán.

Al llegar a su trabajo, Sabino estacionó el auto en el mismo lugar de siempre. Observó el edificio, imponente y frío, como si fuera la primera vez que lo veía. Se preguntó cómo sería su vida si Germán estuviera a su lado. Sacudió la cabeza para despejar esos pensamientos. Tenía que ser fuerte, tenía que seguir adelante. Respiró profundamente y se obligó a salir del auto.

Entró al edificio, la cabeza gacha, evitando el contacto visual con cualquiera. La recepcionista, una mujer de mirada fría y acerada, lo saludó con una indiferencia que le heló la sangre. Sabino apenas respondió, su voz era un susurro apenas audible. La mujer, siempre dispuesta a hacerle la vida más difícil, le devolvió la mirada con una sonrisa burlona que le heló la sangre.

Sabino se arrastró hacia su oficina, sintiendo cada paso como una pesada losa. Deseaba con todas sus fuerzas aislarse, sumergirse en su propio mundo y dejar de fingir. La última cosa que quería era encontrarse con alguien, especialmente con Pedro.

A pesar de sus deseos, la voz inconfundible de su amigo lo sacó de sus pensamientos. —Huayquicha, ¿cómo estás? —la voz de Pedro resonó con fuerza, interrumpiendo sus cavilaciones.

Sabino se giró, forzando una sonrisa. —¿Bien cholito, y tú? —respondió, intentando ocultar la tristeza que lo consumía.

Pedro le dio una palmada en la espalda, tan fuerte que lo hizo estremecer. —¿Seguro que estás bien? Pareces perdido en tus pensamientos.

La alegría y el optimismo de Pedro contrastaban con la oscuridad que él sentía en su interior. Sabía que debía agradecerle su compañía, pero en ese momento, lo único que deseaba era estar solo. Durante años, Sabino había construido una coraza impenetrable. Una fachada de felicidad y éxito que le permitía encajar en el molde que la sociedad esperaba de él. Cada sonrisa falsa, cada broma, cada gesto de camaradería era una pieza más de esa armadura.

—¡Claro, cumpa, como no voy a estar bien! —respondió Sabino con voz impostada, dibujando una sonrisa falsa en su rostro. Sus ojos intentaban esconder la tormenta interna mientras se enfrentaba al más machista de sus amigos. Pedro, siempre alegre y lleno de bromas, era una persona buena que ayudaba a sus amigos en todo momento, pero con una mente cerrada al homosexualismo. Al menos, eso creía Sabino por los comentarios que Pedro hacía sobre las actitudes que los varones no debían tener o decir. Cada encuentro con Pedro era un acto de teatro, una representación cuidadosamente elaborada para mantener su secreto a salvo.

Para Sabino, mantener una fachada era una cuestión de supervivencia. Cada sonrisa falsa, cada comentario cuidadosamente elaborado y cada esfuerzo por encajar en el molde tradicional eran actos de defensa contra una comunidad que no toleraba las diferencias. Durante años, había logrado engañar a todos, incluidos sus amigos más cercanos y su familia. Pero ahora, con la desaparición de Germán, esa fachada se estaba desmoronando, y Sabino se encontraba al borde del abismo. Finalmente, se encerró en su oficina. Las paredes parecían cerrarse sobre él mientras intentaba concentrarse en sus tareas. Pero era imposible. Su mente seguía volviendo a Germán una y otra vez, y el peso de la máscara que llevaba puesta ante el mundo se hacía insoportable. Trató de enfocarse en los documentos que debía organizar, pero no lograba encontrarlos. Su cabeza era un torbellino de pensamientos y emociones, y cada intento de organizarse parecía empeorar las cosas.

Los papeles estaban desordenados por todo el escritorio, y Sabino sentía que el caos externo reflejaba perfectamente su estado interno. Los archivos se mezclaban, las hojas se caían, y él se hundía cada vez más en una desesperación silenciosa. Al principio, no sabía por dónde empezar. Había mucho trabajo por hacer, pero su estado emocional nublaba su juicio. La frustración se transformaba en histeria mientras buscaba frenéticamente, tirando documentos, revisando cajones, y sintiendo que cada esfuerzo era inútil.

Las lágrimas empezaron a acumularse en sus ojos, pero se negó a dejarlas salir. No podía permitirse el lujo de romperse, no aquí, no ahora. Pero cada minuto que pasaba, la presión aumentaba, y su mente volvía a Germán una y otra vez. La desaparición de su amante había destrozado el precario equilibrio que mantenía, y ahora todo se sentía como si estuviera colapsando a su alrededor.

La desesperación de Sabino aumentó hasta que María, o Mary como la llamaban en el trabajo, entró a la oficina para consultar sobre unos temas. Al ver a Sabino en ese estado de histeria, le propuso su ayuda. Sabino asintió con la cabeza sin decir una sola palabra, incapaz de articular su agradecimiento. Mary empezó a poner orden al caos, organizando los documentos y tranquilizando a Sabino con su presencia. Juntos, comenzaron a restaurar un poco de orden en medio del desorden, ofreciendo a Sabino un respiro temporal en medio de su tormenta interna.

En el trabajo, las horas parecían arrastrarse lentamente, y los compañeros de Sabino no podían evitar notar su creciente distanciamiento. Pedro, su amigo más cercano y confidente, fue el primero en percatarse de la tristeza que se escondía tras su fachada. Con un tono preocupado, se acercó a él.

—Sabino, te veo realmente mal. ¿Qué te pasa compadre? —dijo Pedro, su expresión reflejando una mezcla de preocupación genuina y desconcierto. Pedro observó cómo Sabino evitaba el contacto visual y mantenía una postura encorvada.

Sabino esquivó la mirada y forzó una sonrisa que no llegaba a sus ojos. —Nada, solo estoy cansado —dijo con una voz que intentaba sonar convincente, pero que temblaba ligeramente. Cada palabra le costaba un esfuerzo monumental.

Pero Pedro no se dejó engañar. Su instinto le decía que había algo más profundo afectando a su amigo. Decidió no presionarlo en ese momento, respetando su espacio, pero estaba decidido a estar allí para él cuando estuviera listo para hablar.

Al final del día, Sabino se dirigió a la casa de su prima Elena, arrastrando los pies como un niño perdido. Se desplomó en el sofá, su cuerpo temblando como hojas secas en otoño. La tristeza que lo había consumido durante días se derramó en un mar de lágrimas. La imagen de Germán, su sonrisa, sus ojos llenos de ternura, se proyectaba en su mente, atormentándolo.

—Elena, no puedo más —susurró, su voz apenas un hilo de voz. La carga que llevaba era insoportable, como una piedra atada a sus pies.

Elena, sorprendida por la intensidad de su dolor, se acercó y lo envolvió en un abrazo cálido y protector. Su corazón se partía al ver a su primo tan frágil. Pero también sintió un escalofrío de miedo. Sabía que lo que estaba a punto de escuchar podría cambiar todo.

—¿Qué sucede, Sabino? —preguntó con voz suave, acariciando su cabello. Sus ojos, llenos de preocupación, buscaban en los de él una respuesta.

Sabino levantó la mirada, sus ojos enrojecidos y llenos de una tristeza infinita. —Hay algo que te tengo que decir, Elena. Algo que he guardado en mi interior por mucho tiempo y que me ha hecho sufrir en silencio.

Elena se quedó quieta, esperando. Sabía que lo que iba a escuchar sería importante.

—Soy… soy gay —confesó Sabino, su voz apenas audible. Las palabras salieron de su boca como un suspiro, llevando consigo todo el peso de su secreto.

Un silencio sepulcral llenó la habitación. Elena sintió un nudo en la garganta. Sabía que este era un momento crucial, un momento en el que sus palabras podrían marcar la diferencia en la vida de su primo. Pero también sabía que, en Cusco, ser diferente era como llevar una cruz a cuestas.

—Sabino… —empezó a decir, buscando las palabras adecuadas—. Sabía que algo te oprimía, pero nunca imaginé que fuera esto. Escucha, te quiero mucho, más de lo que puedes imaginar. Y te acepto tal como eres. Pero… —su voz se quebró—. Pero me duele pensar en todo lo que vas a tener que enfrentar. En Cusco, ser diferente es sinónimo de sufrimiento.

Elena tomó sus manos y las apretó con fuerza. —Sé que esto te asusta, y tienes todo el derecho de sentirte así. Y sé que tienes miedo de lo que dirán los demás, de cómo te juzgarán. Mi fe me enseña a amar a todos por igual, pero sé que no todos comparten esa misma fe. Y sabes cómo es mi marido, aunque es un buen hombre, sus ideas son muy tradicionales.

Sabino sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía que Elena tenía razón. Su familia era muy conservadora y cualquier desviación de la norma era vista como una amenaza.

—Lo sé, Elena. Por eso he tardado tanto en decírtelo. Tenía miedo de perderte, de perder a mi familia.

Elena lo miró con tristeza. —No quiero que pierdas nada, Sabino. Pero debemos ser realistas. Este es un camino difícil. Necesitamos pensar muy bien qué vamos a hacer. Yo te apoyaré en todo lo que pueda, pero también necesito proteger a mi familia. Mi esposo es un buen hombre, pero no sé cómo reaccionaría si se enterara.

Sabino asintió, sintiendo una mezcla de alivio y desesperación. Sabía que tendría que tomar decisiones difíciles, pero también sabía que no podía seguir viviendo una mentira. Y aunque la aceptación de Elena era un bálsamo para su alma, la sombra de la sociedad conservadora seguía presente, amenazando con ensombrecer su futuro.

En ese momento, ambos se quedaron en silencio, abrazados, encontrando consuelo en la compañía del otro. Sabían que este era solo el principio de un nuevo capítulo en sus vidas, un capítulo lleno de desafíos, pero también de esperanza y amor.

Esa noche, Sabino regresó a casa con una sensación de ligereza inesperada, como si una carga invisible hubiera sido aliviada, aunque el camino que se extendía ante él permanecía envuelto en incertidumbre. A pesar de los miedos y dudas que aún lo acechaban, sentía que, por primera vez en semanas, no estaba completamente solo en su batalla interna.

Al día siguiente, Sabino hizo un esfuerzo por mantener una rutina normal en el trabajo, aunque su mente estaba inmersa en un torbellino de recuerdos sobre Germán y la conversación reveladora con Elena. La mañana avanzó sin incidentes notables, pero cuando llegó la hora del almuerzo, un vuelco de sorpresa y aprensión recorrió su corazón al ver a Natalia esperándolo frente a su oficina, su presencia inminente interrumpiendo sus pensamientos.

Sabino cruzó la calle con una mezcla de curiosidad y aprehensión, su mente tambaleándose entre el deseo de claridad y el temor al enfrentamiento. Natalia lo recibió con una sonrisa tenue, su mirada cargada de un afecto que competía con la tristeza. Su presencia evocaba recuerdos nostálgicos en Sabino. Natalia, con su estilo sencillo pero elegante, vestía unas zapatillas blancas, jeans celestes y una chompa roja, cuya armonía en colores y formas reflejaba su naturaleza discreta. Su apariencia parecía un contraste conmovedor con la tormenta emocional que Sabino llevaba dentro.

Se dirigieron a un pequeño café cercano, un refugio acogedor con mesas junto a la ventana que permitían observar la vida pasar en las calles. El aroma del café y el murmullo bajo de conversaciones creaban un ambiente de intimidad. La conversación entre ellos comenzó con intercambios casuales sobre el trabajo y la vida diaria, pero pronto Natalia, con una seriedad renovada, comenzó a explorar temas más profundos. —Sabino, he pensado mucho en nosotros —comenzó Natalia, con voz suave—. La vida ha sido muy difícil sin ti, especialmente después de que Sebastián muriera. No he podido rehacer mi vida porque siento que aún estoy enamorada de ti.

Sabino la escuchaba en silencio, cada palabra de Natalia resonando en su mente como un eco doloroso. Sentía una mezcla abrumadora de culpa y confusión, como si cada revelación de Natalia profundizara su propio conflicto interno. A pesar de la tormenta emocional que lo envolvía, sabía que debía escucharla con atención, pues su sinceridad requería una respuesta igual de honesta. —Entiendo lo que dices, Natalia —respondió finalmente—. Las cosas no han sido fáciles para ninguno de los dos. Pero hay algo que necesito que sepas.

Antes de que pudiera continuar, Natalia lo interrumpió con una urgencia suave. —Sabino, entiendo que tienes tus razones y no espero que tomes una decisión inmediata. Solo quiero que sepas que estoy aquí para ti, que aún te quiero y que estoy dispuesta a intentar comenzar de nuevo, sin presiones. Mi amor por ti sigue intacto, y estoy dispuesta a enfrentar cualquier desafío que venga.

Sabino asintió lentamente, sintiendo el peso de sus propias emociones. La posibilidad de una relación con Natalia le ofrecía una salida a la presión social, pero su amor por Germán era profundo y complicado.

—Natalia, no sé qué decir. Aprecio tus sentimientos y me duele saber que has pasado por todo esto. Pero también estoy lidiando con muchas cosas en mi vida —dijo, intentando ser honesto sin revelar demasiado.

Natalia asintió, su rostro reflejando una mezcla de esperanza y resignación.

—Solo piensa en ello, Sabino. No tienes que decidir ahora. Pero me gustaría que supieras que estoy dispuesta a estar a tu lado, pase lo que pase.

Sabino permaneció en silencio, abrumado por el peso de la decisión que debía tomar, una que no solo definiría su propio destino, sino que también impactaría profundamente en la vida de Germán y Natalia. Mientras terminaban su almuerzo en el café, sus pensamientos se enredaban en una maraña de posibilidades y consecuencias, cada una de ellas cargada de incertidumbre y miedo. La preocupación por cómo su elección afectaría a quienes amaba lo atormentaba, sumergiéndolo en un torbellino de dudas.

Esa tarde, Sabino regresó al trabajo con la mente saturada de pensamientos inquietantes. Cada tarea y conversación le parecía un eco distante frente a la batalla interna que libraba. Sabía que debía enfrentar a Germán, abrir su corazón y aclarar sus sentimientos antes de comprometerse con cualquier decisión respecto a Natalia. El dilema entre conformarse con una vida ‘normal’ junto a Natalia o seguir sus auténticos sentimientos por Germán lo desgarraba, convirtiéndose en una carga pesada que lo acompañaba en cada momento del día.

Al llegar a casa, Sabino se dirigió instintivamente a su celular, con la esperanza de encontrar una respuesta que aliviara su angustia. Sin embargo, al revisar los mensajes, se encontró con un silencio inquietante de parte de Germán. Con un suspiro profundo, Sabino decidió enviarle otro mensaje, sintiendo la desesperación de su situación: “Germán, por favor, necesitamos hablar. Hay tantas cosas que no he podido decirte. Te extraño.” Cada palabra escrita parecía un intento de puente hacia la claridad que tanto deseaba.

Después de enviar el mensaje, Sabino se dejó caer en el sofá, exhausto, como si el peso de sus decisiones hubiera sido demasiado para soportar. La música que llenaba la habitación parecía un ruido de fondo indiferente, y la televisión proyectaba imágenes sin sentido que solo acentuaban su sensación de aislamiento. Sumido en sus pensamientos, Sabino se debatía entre las sombras de su angustia y la necesidad de encontrar una solución que pudiera reconciliar su identidad con sus deseos.

Las semanas siguientes se deslizaban en una especie de neblina emocional para Sabino. En el trabajo, se esforzaba por concentrarse en sus tareas, y por las tardes, trataba de encontrar un respiro en las visitas a Elena. Aunque intentaba mantener una fachada de normalidad, su interior estaba en constante agitación. Cada día, la espera de una respuesta de Germán lo mantenía en vilo, mientras el silencio persistente de su celular acentuaba su creciente desesperanza y el peso de sus decisiones.

Una tarde, después de una jornada particularmente agotadora, Sabino tomó una decisión resolutiva: ir a la casa de Germán para enfrentar la verdad. El cansancio físico parecía eclipsado por una urgencia emocional que no podía ignorar más. Al llegar a la puerta de Germán, tocó con firmeza, su corazón palpitando con una mezcla de esperanza y ansiedad, esperando que su visita fuera recibida con la claridad que tanto necesitaba.

Para su sorpresa, la puerta se abrió lentamente y Germán apareció en el umbral, su rostro reflejando una combinación de sorpresa y cansancio. Sus ojos, habitualmente vivaces, ahora mostraban una fatiga que indicaba la carga emocional que también él había llevado. —Sabino… ¿qué haces aquí? —preguntó Germán, su voz temblando ligeramente, como si el simple acto de abrir la puerta hubiera desencadenado una ola de emociones reprimidas.

Sabino sintió un torrente de emociones arremolinándose dentro de él, cada una empujando con fuerza para salir. —Germán, necesitaba verte. No puedo seguir así —dijo con urgencia, sus palabras saliendo atropelladamente—. Necesitamos hablar, aclarar las cosas entre nosotros. Cada frase que pronunciaba parecía un intento desesperado de ordenar el caos interno y encontrar algún tipo de resolución.

Germán asintió lentamente y se hizo a un lado para que Sabino entrara, un gesto cargado de resignación y apertura. Mientras la puerta se cerraba detrás de él, Sabino sintió que la oportunidad de enfrentar sus sentimientos estaba al alcance de la mano, como si cada paso que daba dentro de la casa de Germán lo acercara a una posible solución a su tormentoso dilema. El ambiente se cargó de una expectación silenciosa, esperando que las palabras pudieran finalmente despejar la niebla que los rodeaba.

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