Era una mañana soleada de un Miércoles Santo. En mi país de origen, la Semana Santa es un evento importante, sobre todo hace algunos años. Recuerdo que de pequeña no me gustaba porque había que ir a la iglesia y todos los comercios estaban cerrados, todo parecía muy deprimente y creo que la idea era precisamente esa.
Por aquella época estaba en la universidad, por ser semana santa no había clases y teníamos esa semana libre. Como la mañana era muy agradable le dije a mi hermana menor que fuéramos a correr a una colina, no muy lejos de nuestra casa. En ese entonces hacíamos mucho ejercicio y yo hacia parte de un par de equipos deportivos en la universidad, así que era la oportunidad perfecta para entrenarnos un poco y pasar, al menos una parte del día haciendo algo que nos gustaba.
Mi hermana estuvo de acuerdo y empezamos a organizarnos para salir, pero cuando mi madre se enteró de que íbamos a salir a hacer ejercicio no se puso muy contenta.
Para el contexto debo explicar que mi mamá siempre fue una persona muy creyente, y no le hizo para nada gracia que, en lugar de ir a la iglesia a confesarnos, nos fuéramos a correr a la colina y a pasar, según ella, un buen rato cuando deberíamos estar en absoluto “recogimiento” espiritual.
Otra cosa que no me gustaba de la semana santa era que me obligaban a ir a la iglesia a confesarme y a todos los ritos que tenían lugar en la iglesia y fuera de ella. Yo encontraba todo esto muy aburrido y la verdad es que no le encontraba mucho sentido.
Nosotras ya habíamos tomado nuestra decisión y al momento de salir, mi madre algo enojada nos dijo: – “ustedes no hacen caso, ojalá no se arrepientan y Dios les pida cuantas”. Desafortunadamente, mi madre siempre pensó que la mejor forma de hacernos “buenas cristianas” era a través del miedo y la amenaza, pero su sistema estuvo condenado al fracaso desde el principio.
Mi hermana y yo salimos y llegamos al pie de la colina, empezamos a subir corriendo y seguimos danto algunas vueltas en la cima. Todo iba muy bien, el clima seguía siendo soleado y agradable y nosotras estábamos en muy buena forma por lo que continuamos dando vueltas.
De un momento a otro, como sucede mucho en el trópico, el clima empezó a cambiar, el cielo azul empezó a cubrirse de oscuras y espesas nubes. Una tormenta estaba preparándose para caer sobre la ciudad.
Al notar el cambio en el clima mi hermana me dijo que tal vez era tiempo de descender de la colina y volver a casa antes de que la lluvia nos cayera encima, yo estuve de acuerdo y antes de que termináramos de dar la última vuelta antes de empezar a bajar, unas enormes goteras empezaron a caer y mi hermana y yo nos dijimos que bueno, lo peor que podía pasar era mojarnos y volver a casa emparamadas.
De pronto un fuerte relámpago nos asustó, parecía como si hubiera caído muy cerca de donde nosotras nos encontrábamos. En la colina de aquel cerro hay unas antenas de comunicación y es bastante conocido que éstas atraen una gran cantidad de rayos cuando hay tormentas en la ciudad.
Las primeras grandes goteras se convirtieron en un enorme aguacero y mi hermana y yo decidimos resguardarnos bajo el techo de una de las casitas de madera que servían de comercios, donde se vendían jugos y agua a los deportistas y caminantes que subían diariamente la colina, pero como era semana santa todo estaba cerrado y no había nadie. El techo de las cabañas apenas si sobrepasaba un poco, pero ante las circunstancias ese era un buen abrigo, mejor que nada.
El aguacero se convirtió en tormenta diluviana, los rayos empezaron a caer sobre las antenas y a los alrededores, sentíamos que era cuestión de tiempo que un rayo nos cayera encima. Cada que veíamos la luz, mi hermana gritaba y yo me reía, lo único que se me ocurrió hacer fue ponerme frente de ella en un intento por protegerla, aunque esto no tuviera mucho sentido en aquellas circunstancias. En un momento dado mi hermana dijo: – “le debimos haber hecho caso a mi mamá, ella tenía razón”. Yo, a pesar de estar muy asustada y estar pensando lo mismo, le dije que no fuera tonta, que eso era otro aguacero, una más de tantos que había de vez en cuando en esta región.
Después de un largo (muy largo) rato, la lluvia se calmó, los rayos pararon y el sol volvió a brillar en el cielo, el ambiente volvió a recobrar su aspecto de la mañana, cielo azul, sol resplandeciente y una leve sensación de humedad. Mi hermana y yo empezamos a bajar de la colina sin decir una sola palabra. Cuando llegamos al pie del cerro nos dimos cuenta de que la tormenta había sido bastante fuerte, no solamente arriba sino por todos lados. Las calles estaban completamente inundadas, los carros de bomberos con las sirenas encendidas trataban de abrirse paso entre los torrentes de agua que fluían por lo que hasta hacia un rato habían sido carreteras y que parecían ríos en aquel momento.
Nosotras estábamos bloqueadas, sin poder pasar la calle y tuvimos que esperar durante casi dos horas para que una camioneta se decidiera a cruzar y ayudarnos a atravesar la calle y salir definitivamente de la colina. El señor de la camioneta nos dijo que la situación en toda la ciudad era desastrosa, las quebradas se habían salido de su cauce inundando casas y carreteras. En una parte muy montañosa de la ciudad un trozo de tierra se había desprendido y había arrastrado algunas casas, muchos árboles se habían caído y habían provocado graves accidentes, al final las palabras del señor fueron: – “eso parecía la tormenta del juicio final”.
El amable caballero nos dejó en un lugar seco y seguro desde el cual mi hermana y yo volvimos caminando a casa. Llegamos con las ropas emparamadas y caras de que algo había pasado, mi mamá estaba sentada en la sala y no sin un poco de satisfacción en su cara nos preguntó: – “¿y cómo les fue?”, a lo que yo de una manera un poco sarcástica le respondí: – “pues no tan mal porque al parecer sobrevivimos a la tormenta del juicio final”
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