Lolo tenía las
manos llenas de grietas. El salitre del mar y tantos años faenando
le habían dejado sus manos con el tacto de la lija que usaba para
quitar las astillas de la cubierta de su maltrecha barca de pesca. Le
gustaba sentarse en la arena y coser redes para salir por la tarde a
faenar. Ya solo pescaba por el placer de pescar, pero hubo un tiempo
donde o lo hacía o su familia no comía.
Vivía en una
pequeña casita a pie de playa. Le gustaba pasear por la mañana
cuando la marea estaba baja. Un sombrero de paja y una camisa abierta
que flotaba al viento, debajo una camiseta blanca de tirantes, su
cruz de caravaca al cuello y los pantalones remangados a la altura de
la rodilla. Le gustaba sentir el frescor de las primeras olas del día
acariciando sus tobillos hinchados. No existía mejor danza que su
cojera al caminar1. Lolo, el viejo lobo de mar
necesitaba ya poco para ser feliz.
Atrás había
quedado toda una vida en la mar, faenando cada noche en mitad del
Estrecho, Lolo no faltó más que un día en toda su vida al trabajo.
El día que su segundo padre había muerto. Al primero, el verdadero
ni lo conoció, ni tuvo ganas de conocerlo. Había abandonado a su
madre, a la que por cierto, maltrataba y Lolo se tuvo que criar con
su tío cuando ésta murió, a él sí que lo consideraba su
verdadero padre. Cada tarde a las siete embarcado sin falta, a pescar
hasta por la mañana. Y así todos los días, solo la noche del
sábado libre. Así, hasta que su corazón le dio un aviso y tuvo que desembarcar para siempre y mal vivir con una pensión ridícula.
La mar era toda su
vida, para él fue siempre la mar, jamás le oí decir el mar. El mar
es para los finolis decía con una mueca burlona.
– La mar tiene
forma de mujer, es bravía, astuta, indescifrable, ingobernable,
…libre como el viento que la agita, la mar es
esquiva, y sobretodo…libre. Luego están los pijos que
vienen en verano y quieren que los lleves a pescar para luego
presumir en Madrid con alguna foto que otra que le dicen a la
mar, el mar, …niño no se te olvide esto que te acabo
de contar. Ahora acércame esa tranza
– decía a Mateo, su nieto más pequeño, mientras daba una calada
al cigarro que acababa de liar a escondidas de María, la Portuguesa
y terminaba de preparar el aparejo para ir a pescar.
En su casa siempre
le esperaba María, la portuguesa, que nunca estuvo en Portugal, su
amor de toda la vida. Su ángel de la guarda. Hija de otro pescador,
el gran Joao Castelao, de Faro, afincado en el sur del sur al querer
de una gaditana que le había robado el corazón para no regresar
jamás a playas lusas. La gaditana y el portugués, el portugués y
la gaditana, tuvieron cuatro hijos y una hija de ojos esmeraldas
llamada María, una hija que creció en la pequeña casita de adobe
que construyeron a pie de playa en ese paraíso en la tierra llamado
Zahara de los Atunes. Ese paraíso que solo saben apreciar los
verdaderos amantes de la vida. Bajo la parra del patio de aquella
casita, María aprendió de su madre a preparar el mejor caldo de
puchero que jamás se ha hecho y las mejores papas con choco del
planeta. Una ramita de hierbabuena, un poquito de pringá, y a fregar
a mano y con agua en dos lebrillos porque no había agua corriente.
El choco recién pescado, su poquita de salsa de almendra, sardinitas
en moruna, el pollo a la portuguesa, ..toda una religión la cocina
en aquel hogar. También aprendió pronto a acarrear agua y a
castigar su espalda maltrecha y sus manos.
Y un día, María se
enamoró de Lolo nada más verlo subir al barco de su padre, aquel
moreno de ojos marrones y vida difícil, criado por su tío, aquel
chico de andar sereno y mirada cálida. Alto y fuerte con el pelo
revuelto por el viento…ella lo supo, fue como llegar a casa, como
magia.
María y Lolo, Lolo
y María la portuguesa, que nunca estuvo en Portugal, tendrían luego
cuatro hijos y siete nietos y se marcharían de Zahara para varar su
barca en las playas de Tarifa, al portugués nunca le gustó el Lolo,
quería para su hija al niño de un señorito de Medina Sidonia que
la pretendía pero María ya había elegido. Dos hembras y dos
varones tuvieron como le gustaba decir a ella. Al “chico del tó”,
a Dieguito, los libros nunca le gustaron y sin darse ni cuenta, cayó
en las malas compañías y una noche de luna llena y de infortunio lo
“trincaron” con varios fardos. Decía que trabajaba de lo que
salía, siempre para don Carlos, uno de esos señoritos que nunca se
manchan, dueño de varios restaurantes y embarcaciones de lujo. De
esos que gastan el dinero en los clubs de Marbella y Sotogrande y
mandan a sus hijos a estudiar a Londres o Nueva York, uno de tantos
que dan lecciones cada vez que hablan pero de los que el fango nunca
les alcanza. Así que ahora, Dieguito “el chico del tó”, por las
“malas junteras” como dice María, cumple condena en El Puerto
para desgracia de su madre y de Lolo el viejo lobo de mar, que tuvo
una vida difícil pero que siempre fue honrado.
Algunas veces en el
mercado han tenido que aguantar a los que con inquina los miran con
arrogancia y cuchichean a sus espaldas. Y eso que a muchos de esos
maledicentes, María y Lolo les han quitado el hambre siempre,
porque la casa de María y de Lolo siempre ha sido un refugio para
todo el que pasara por allí. Nadie que cruzara por delante de su
puerta y oliera el puchero de María se quedaba sin tomarse una
tapita de boquerones en vinagre, una cerveza fresquita o una ensalada
de papas de Sanlúcar “aliñá”, algunos incluso se apuntaban
siempre a comer, así que María siempre echaba un platito de más en
la olla, ya fueran lentejas, puchero, atún encebollado o una
fritaita de tomates,…pero la gente ya se sabe cómo es…así que
alguna vez que otra Lolo se arma de valor y les devuelve una mirada
llena de hielo con la que les recuerda que la vida es como dijo John
Lennon “…eso que te pasa mientras haces planes…” y
que no se puede escupir para arriba porque te acaba alcanzando.
Por eso al
Lolo, la gente no le gusta
demasiado, dice que hay más
tontos que botellines de cerveza y
lleva razón, pero
los pocos que consiguen hacer sonreír al viejo lobo de mar saben que
pertenecen a una especie de círculo cerrado maravilloso donde
el Lolo los acoge para
siempre.
No
hace mucho que paseaba por los bares del puerto para repartir pescado
y sacarse un dinero que
juntar a la escasa pensión que le había quedado. Se echaba alguna
que otra partida de mus en el Bar del Toño, con
Paco el de la Tomasa, Luis el “Cardico” y José “el de los
caballos”, un viejo capataz que cuidaba las
cuadras en la finca de otro
señorito. Le gustaba beberse
una copita de vino
dulce de
Málaga
antes de comer, a veces eran
más de una, y comerse una
tapita de boquerones rellenos
escuchando al Niño las
Huertas, un medio albañil
que quiso ser cantaor pero que no tuvo
suerte en la vida, y que
después de tres tintos y
alguna moneda te cantaba “La
Niña de Fuego” por Manolo
Caracol que quitaba el
“sentío”. Después del
bar, llegaba a casa,
a veces con un kilito de
sardinas y a
veces con algún vinito
de más
y las ponía al espeto o le pedía a María que le hiciera una moruna
cuando ella ya había hecho
puchero. Ella
nunca se quejó.
–
Eran otros tiempos –
dice ahora, mirando atrás con nostalgia a
la vez que recoge la ropa del
tendedero con gesto cansado.
Una
tarde de Septiembre, de esas
en las que la playa se queda
sola con los que viven allí o todavía
algún turista
rezagado, mientras se tomaba
el té de las cinco con su ramita de hierbabuena y su poquita de
leche condensada, dándole
una calada a escondidas a su cigarro, el
corazón del Lolo dijo basta
y se paró para siempre, a
la vez que el viento de Levante acariciaba su rostro.
María
la portuguesa, la que nunca estuvo en Portugal, a
pesar de sus cuatro hijos y sus siete nietos, se
había quedado sola en el mundo, sin su Lolo, el amor de su vida, el
único hombre que había
conocido, la única vida que había conocido. Las
manos del Lolo fueron las únicas que acariciaron su cuerpo, los
labios del Lolo los únicos que rozaron su boca, los ojos del Lolo
los únicos que la habían
mirado con ese inmenso
amor que siempre le tuvo y
que nunca supo explicarle
con palabras…
¹ Fragmento de la canción «Ese que me dio la vida» de Alejandro Sanz
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