Dos hombres se juntaron a tomar y a conversar en un bar que se ubicaba en plena ciudad. Las voces y los ruidos de los autos no entorpecían la conversación. Diego de vez en cuando miraba por el escaparate, observaba a las personas pasar; algunas pareciesen que iban apurados, otros iban con calma, Diego anhelaba tener esa tranquilidad. Cuando le respondía a Josué desviaba la mirada del cristal y volvía a centrarse en los ojos de su amigo.
—Como te venía diciendo, me tocó un buen escritor. Parece ser simple, no me hace pasar por tantos malos ratos, me tiene con una buena mujer, dos hijos preciosos, un buen trabajo, la verdad es que no me quejo. Espero que todo se mantenga así. —Finalizó con un sorbo de cerveza que la camarera había traído mientras hablaba—.
—Yo sigo igual. —Esta vez la mirada de Diego se perdía en una pareja que iba entrando al bar. Observó cómo se acomodaba cada uno en su silla, y retomó la conversación— Estoy pensando que quien escribe es un maldito psicópata.
—No creo que sea tan terrible. —Interrumpió Josué.
—Créeme que lo es. Tú me puedes ver relajado, tranquilo frente a ti, pero he pasado por lo que nunca te podrías imaginar. Un día puede levantarse con las ganas de escribir como me follo a dos mujeres, y al siguiente me mata, haciéndome sufrir de la manera más despiadada posible. Un día puedo tener todo, pero al siguiente me lo arrebata. Tampoco es como que yo simplemente amanezca y lo he perdido todo, si no que me hace perderlo de una forma traumática. Mi escritor es como una balanza, no le gusta el equilibrio como al tuyo. ¿Y qué tal tu pega?
Josué volvió a dar un sorbo a su cerveza. Suspiró y apoyó el respaldo en la silla.
—Harta pega. Le agradezco que me tenga en un alto cargo en una de las empresas mineras más importantes de la región, pero es agotador.
Diego dejó de mirar a Josué, pero esta vez su mirada no se enfocó en lo que podía observar. Se enfocó en sus pensamientos, como si mirara todo y nada a la vez. “Ojalá yo tuviera un trabajo así, o al menos estable”, Pensó.
Diego siempre era el más callado en las conversaciones. Se acostumbraba a hacer preguntas, a asentir y observar. Y con Josué no fue la excepción; le decía lo maravilloso y afortunada que era su vida; que le comenzaba a agarrar cariño a su escritor; que tenía muchas ansias en un futuro hasta donde podría llegar, a menos que claro, el escritor no cambiara de planes. Diego no podía ocultar su envidia, deseaba con ansias la libertad. Libertad, que palabra más compleja para él, era una sensación que jamás iba a poder sentir, y que nadie sentirá. ¿Qué es la libertad en un mundo creado por escritores? Ciertamente le daban una probadita de lo que podía llegar a ser, como por ejemplo esta pequeña reunión que tuvo con su amigo, pero, lo más trascendental, las decisiones que verdaderamente podría redirigir su vida, estaba totalmente negado para él.
Con un apretón de manos los dos amigos se despidieron. Afuera del bar, el cielo comenzó a cerrarse, pronto caerían las primeras gotas. Josué se había ofrecido a llevar a Diego hasta su departamento que quedaba un par de cuadras, pero este se negó, diciendo que le gustaba caminar y que ayuda para la digestión. Mientras caminaba hacía su hogar, pensaba en su nuevo trabajo; Delivery de comida. Era primera vez que debía hacer algo similar, y que parecía sencillo en comparación de sus antiguos trabajos. Incluso pensó que era aburrido en comparación con la vez que fue detective, forense, policía o sicario, si es que esto último se podía considerar un trabajo digno.
Ya en su departamento esperó a que se oscureciera. Ese sería el momento en que recibiría la orden para comenzar a trabajar. Para Diego era muy complicado explicar cómo se ejercía la voluntad del escritor sobre su propio ser; no es como que perdiera el control de sus extremidades, ni que perdiera el conocimiento y se despertara haciendo lo pedido, sino más bien, eran unas ganas viscerales que lo impulsaban a mover su cuerpo sin quitarle la autonomía. La oscuridad había inundado la habitación, solo la luz de una lampara caía sobre la cara y un libro de Diego. Las gotas de la violenta lluvia se estrellaban sobre la ventana. Diego se acercó a ella. Con su libro en mano comenzó a observar la noche. Ninguna persona andaba a pie, unos cuantos autos pasaban salpicando agua a las aceras. Solo la luz de los postes penetraba en la masa oscura de la noche. El vidrio rápidamente se empañó. Quitó el vahó impregnando y observó a un vagabundo que había aparecido mágicamente. No era una persona sin hogar, era un protagonista sin escritor que deambula perdido por las calles. Quizás su escritor se haya aburrido de él y lo dejó en ese estado. Bien lo pudo haber dejado en una buena situación, pero sin el sentido de su vida. Por eso se había convertido en un errante de la ciudad. ¿Qué hace un protagonista sin escritor, de donde nacerán esos deseos del fondo del alma que nos mueven para seguir? Simple y llanamente no existen, y eso hace que caigamos en las profundidades de un abismo que nos va mermando la cordura, hasta dejarnos como el vagabundo. En ese momento Diego tuvo un granito de cariño por su escritor, que a pesar de todo no se había olvidado de él.
Se amarró el casco, encendió la moto y se dirigió a “Los almendros 1243”. Esa era la dirección de doña Clotilde, una anciana bastante simpática que daba buena propina a los deliverys, al menos eso lo dijeron a Diego. Con constancia tenía que ir secando el visor del casco. Su Chaqueta impermeable estaba cumpliendo bien su función, deslizando el agua hasta sus piernas, las cuales quedaron todas empapadas. Sus pies pareciesen que estuviesen nadando en sus zapatillas. Se estacionó, volvió a mirar de nuevo la placa que contenía el número de la casa. Tocó el timbre y una voz que provenía dentro de la casa lo recibió.
—Pasé mijito, está abierto. No ve que se está mojando.
Con timidez empujó la puerta de la reja, la cual después, a sus espaldas se cerró. La casa era grande, de dos pisos. Las cortinas estaban cerradas. Se abrió con fuerza la puerta principal.
—Mi niño, no encuentro las moneas, apúrese, entre, me espera aquí en el living.
La casa estaba decorada por decenas de jarrones, tazas y figuras de porcelana. Las fotos estaban en cada rincón; sobre la mesa central y muebles. Había una vitrina llena de delicadas copas. Debajo de esta había un baúl con un candado. Las cortinas eran gruesas y grises. Los sillones eran rojos y esponjosos. Desde donde él estaba había un largo pasillo que terminaba en una puerta. Estaba cerrada, pero parecía ser la pieza de Clotilde, ya que el umbral delataba una luz, y unas sombras ajetreadas buscando algo. Pasaron más de cinco minutos y Diego comenzó a pensar en que era mejor idea dejar su pedido e irse; tenía más cosas que entregar. Agarró las llaves de la moto y caminó esta la puerta principal. Cuando tocó el pomo, la voz chillona de Clotilde lo detuvo.
—Mi niño, venga, ayúdeme, que esto está muy alto.
Diego cruzó el pasillo. Iba a girar el pomo de la puerta, pero esta vez lo detuvo la completa oscuridad; hubo un apagón en la casa. Seguido del apagón escuchó un golpe seco al otro lado de la puerta. Al final entró. Sintió que su zapatilla pisó algo líquido y resbaloso, avanzó un poco más y sus pies chocaron con algo duro e inerte. Se agacho para poder reconocer con su mano lo que con sus pies se habían topado. Volvió a sentir el líquido resbaloso, pero ahora era más espeso y estaba sobre una superficie tibia y dura. Con sus dedos comenzó a explorar en la oscuridad. Su meñique se enredó en algo, como si hubiera metido el dedo entre telarañas. Su anular se deslizó por algo frágil, como la yema de un huevo cocido, y su índice se posó sobre algo que expulsaba un aire tibio y lento. Al volver la luz, se dio cuenta que su mano estaba sobre la cabeza de Clotilde. Diego no tuvo reacción alguna, el escritor lo acostumbró a estas situaciones. La respiración de la anciana cada vez se hacía más lenta y dificultosa. La sangre no paraba de brotar de su cabeza y la boca. Las exhalaciones eran burbujeantes. Clotilde respiró por última vez. Por un momento pensó en su amigo Josué, que era probable que a estas horas estuviera durmiendo plácidamente, abrigado por los brazos de su tierna familia. Besado con suavidad por su esposa y sus hijos antes de acostarse. Se comparaba con él; comparaba a los dos escritores. Él estaba cansado de su vida dispareja, un día bueno, y el siguiente mejor, un día malo, y el otro peor. Recorrió la casa en búsqueda de una soga. La decisión estaba tomada; se iba a ahorcar. Nunca había tenido el valor de enfrentarse más que en sus pensamientos ante el escritor, pero esta noche fue diferente. Por más que hurgueteara por todos lados no encontraba con que colgarse, hasta que la voluntad del escritor se hizo presente y lo llevó a destrozar el baúl que estaba debajo de la vitrina. Arrastró una silla desde el comedor hasta la pieza de Clotilde. Comenzó a clavar varios clavos juntos en una viga para que pudieran soportar su peso. Se anudó la soga al cuello y pateó la silla. Mientras luchaba por zafarse de la muerte, todo volvió a sumergirse en la oscuridad…
—A sí que pretendes la libertad. —Le dije mientras hacía que la luz volviera— No te escaparás de mí, Diego, por mucho que lo intentes. Tu emancipación no se dará con la muerte, es cosa de que escriba y estarás con eterna vida si quiero. No te das cuenta, pero estás atrapado en el mundo que he creado. No existen más escritores. Tus experiencias, los horrores, los placeres, las personas, Josué, el vagabundo son creador por mí. No hay forma de escapar, aquí no existe libertad.
Todo volvió sumirse en la oscuridad y Diego lo entendió. Ahora miraba el rostro iluminado en una ventana. La lluvia caía.
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