Ambulante nocturno

Ambulante nocturno

Víctor Moraz

25/07/2024

—somos lo que hay, pequeña idiota—los ojos violáceos  del la cosa centellaban, mientras que una plácida y maquiavélica sonrisa le hacía perder toda la belleza que la había embelesado—asesinos milenarios, que existimos para cazar—bramó rabioso, clavándole un par de afiladas uñas en el cuello.

La boca de la criatura se abrió, dejando ver una dentadura puntiaguda y amarillenta que salivaba, la cual se cerró sobre su herida.

—aaah—saboreó Orlando, dejando caer el cuerpo de la mujer al suelo.

Su inmortalidad había tenido años aciagos, pero por fin comenzaban a pintar mejor. Su época dorada había quedado atrás, los días de cacería abundante eran parte del pasado, la austeridad había imperado en el siglo pasado. Sin embargo, últimamente las cosas comenzaban a tomar un mejor rumbo. Y todo gracias a una mentira, una difamación que había enfadado a muchos de los suyos, pero de la que Orlando aprendió a sacar provecho.

—tú porque puedes. Yo me convertí muy viejo—se quejaba Miguel, cuya edad se había quedado para siempre (cuando menos en apariencia) en los treinta y siete años.

—solo tienes que saberlas enredar. Háblales de una gran pena, de una horrible soledad de la que quieres escapar. Diles que esto se siente más como una maldición que como un don, que matar para vivir no es nada placentero. Convéncelas de que en los cientos de años que has vivido no has conocido a nadie a como a ellas, que nunca habías tenido tanto deseo de devorar a alguien, pero que a la vez un tienes un terrible miedo de lastimarla… No es tan difícil, hermano, ya están predispuestas. Esa pinche historia pendeja nos pavimento un camino, lo único que tenemos que hacer es usarlo. Sacar provecho de la infamia.

La verdad era que Infamia resultaba una palabra demasiado exagerada en opinión de Orlando, quien más que molestarse al ver en lo que se había vuelto su mito lo tomó como un divertido chiste, que dejaba más que claro lo estúpidas que eran las personas. Si querían creer que ellos eran unos seres atormentados y bondadosos, que odiaban vivir de la sangre, unos románticos empedernidos que añoraban el amor de su vida, o en este caso de la eternidad, que lo hicieran. A las personas, o los homosapiens (como los llamaban la mayoría de sus congéneres) les encantaba autoengañarse, vivir en la mentira, hablábamos de las criaturas que habían inventado la religión. Los idiotas se creían que por una vida de rezos y buenas acciones se ganarían un lugar en un supuesto paraíso que les tenía preparado un ser todo poderos que los ignoraba durante todas sus vidas mortales. Claro que él había sido parte de ellos, aunque hacía tantísimo tiempo que, apenas si lo recordaba. Su vida finita era un mal sueño del que apenas conservaba difusos retazos, que cada vez resultaban menos claros. Cosa que estaban bien, odiaba aquellas memorias, detestaba recordar lo que era su pensar y sentir en su vida como mortal. Días en los que era parte del ganado sin saberlo, en los que creía que, si en vida no era recompensado, no importaba, el gran premio vendría después, en la otra vida,… “la que contaba”. Días en los que los seres celestiales, como los ángeles eran algo real, los guardianes que había mandado dios para cuidarnos, mientras que las criaturas como ellos era un mito, una leyenda inventada por personas apócrifas que renegaban del señor. La mayoría de la gente prefería creer en el bien, incluso cuando actuaban mal se convencían diciéndose que lo que hacían era por un bien mayor. Se contaban mentiras para seguir adelante, inventaban historias para sentirse mejor, para buscar la esperanza en las peores circunstancias. Algo triste, pero también condenadamente divertido, pues los cuentos que se decían resultaban tan absurdos que lo mínimo que uno podía hacer era carcajearse de ellos. Un claro ejemplo de ello era la forma en que habían transformado su imagen de sanguinarios y fríos hijos de la noche a lastimeras criaturas afligidas, las cuales en vez de vivir para cazar renegaban de semejante atrocidad, que en lugar de morir con los rayos del sol brillaban a la luz del día.

—ja, ja, ja—escapó una ahogada y burlesca risa de Orlando, que miraba el cuerpo de la mujer (Andrea, si no recordaba mal) a sus pies con unos ojos negros carentes del brillo de la vida. Nada tenía que ver su más reciente platillo con su carcajada, era el recuerdo de “brillar con el sol” lo que lo hacía reír, de todas las cosas absurdas en esos libros, esa era la que más le divertía.

Hubiera sido increíble que lo del brillo fuera cierto, el mundo sería suyo si lo único que les pasase al exponerse al sol fuera que brillaran, pero desgraciadamente el astro era su rival, el único que era capaz de acabar con ellos, además de otro de su misma especie, aunque eso no era solamente algo impensable, sino imperdonable. Matar a uno de ellos era firmar su propia sentencia de muerte, o cuando es lo que se decía, pues Orlando nunca había conocido siquiera a alguien que hubiese presenciado semejante cosa. Aquella era prácticamente era su única regla, además de no exponerse al sol, por supuesto. De ahí en adelante, eran libres de hacer lo que les viniera en gana, marcando cada uno sus propios límites, sobre todo a la hora de elegir sus presas, ya que muchos se negaban a alimentarse de niños o enfermos, los segundos porque su sangre no solía darles la misma energía, y los primeros por simple culpa. Había algo en arrebatarle la vida a un infante que a muchos incomodaba. Orlando no pertenecía a ninguno de estos grupos, a él le importaba una chingada si su comida estaba infestada de cáncer o era un bebé de pecho. Comida era comida, claro que tenía sus platillos favoritos, como las morenas de cabello rizado igual a la que acaba de merendar.

Orlando ascendió al cielo dando un pequeño salto, dispuesto a buscar un nuevo un nuevo platillo. La noche tenía aún unas horas por delante, y sus sentidos comenzaban a desperezarse tras aquella exquisita merienda. Las luces de la ciudad brillaban a la distancia, incluso después de tantos años, aquella imagen continuaba resultándole increíble en ocasiones, aunque también bastante patética. Los sentidos de los humanos eran tan inútiles que les hacía falta ayuda para ver de noche, necesitaban de luces artificiales para sentirse seguros, como si lo malo sólo pudiera estar en la oscuridad. Sin embargo, no podía negar que muchos de ellos poseían unos prodigiosos cerebros. En las centurias que llevaba en el mundo los había visto inventar cosas extraordinarias, inventos para facilitar sus vidas, y compensar sus deficiencias físicas, incluso habían logrado aumentar su expectativa de vida, aunque a una cifra risible comparada con la inmortalidad de ellos ¿serían capaces algún día de conseguirla? Orlando lo creía posible, había visto películas donde convertían a un hombre en un robot o trasplantaban su conciencia a una máquina, claro que aquello era ficción, un cuento para entretener a la gente, pero había visto cientos de cosas comenzar de la misma manera. Claro que el hecho de que alguna vez fueran capaces de conseguir algo semejante como la inmortalidad para él y los suyos no significaría la gran cosa, eso no cambiaría el hecho de que continuarían siendo sus presas.

Orlando planeó mirando desdeñosamente abajo hasta dejar la ciudad atrás. Tenía ganas de algo más exclusivo. La urbe tenía su encanto, era un bravo océano repleto de peces esperando a ser atrapados, si uno no mordía, rápidamente aparecía otro a rondar por el anzuelo. Los pueblos en cambio, se asemejaban más a un lago, sus aguas eran mucho más tranquilas, y la pesca no era tan abundante, además de que perder una presa podía significar que salieran corriendo el resto, pero por eso mismo era que le resultaba tan divertido. Hasta cierto punto era más fácil, la gente de los pueblos solía ser mucho más confiada que la de la ciudad, resultaba más fácil engañarlos, pero también era más fácil que resaltara un extraño, y cuando lo detectaban no le quitan los ojos de encima, lo vigilaban ¿temía que pudieran hacer algo? Desde luego que no, pero le gustaba hacerse notar, dejar una huella tras su visita que cuando menos los lugareños pudieran recordar, ser el tema de conversación luego de que aparecieran los cuerpos sin sangre, plantar una semilla que esperaba con el tiempo diera frutos. Existieron días en que su figura era sinónimo de terror, incluso las personas protegían sus casas con ajo y cruces (como si sirvieran de algo) contra una amenaza de la que, si bien muchos dudaban, de cualquier manera, preferían tomar sus precauciones. Aquellos fueron los años de gloria, pero poco a poco el mundo se fue moviendo, volviéndose más cínico, y haciéndolos a un lado. Cada vez más y más personas los fueron viendo como un simple cuento, una invención de gente ignorante, de tiempos ignorantes, historias que más que asustarlos los divertían. Terror, drama, comedia, romance, su figura era un simple entretenimiento, un escape de la realidad, pero Orlando quería hacerles saber lo equivocados que estaban, resucitar ese temor reverencial que les tenían, y estaba convencido de que los pueblos era el mejor lugar para hacerlo. Cuando los muertos comenzaban a aparecer en un pueblo, la gente se ponía alerta rápidamente, buscaban al culpable sin perder el tiempo, siendo siempre los sospechosos los foráneos. Las personas de la ciudad en cambio solían ser más distendidas en cuanto a los muertos en sus calles, no es que no les importara, pero parecían creer que al vivir en un lugar tan grande uno que otro asesinato de vez en cuando era algo razonable, además de que la mayoría de las veces ni siquiera tenían idea de quien era el muerto. Todo lo contrario de los pueblos en donde solían saber hasta el nombre de los parientes difuntos del asesinado, por lo que inevitablemente sentían más personal lo acontecido. Temían que ellos (o alguien más cercano) pudieran ser los próximos. Y, claro que lo eran, todo el mundo podía ser el próximo.

Orlando descendió cerca de una pequeña escuela (aspirando el olor a tierra mojada, el único gusto de humano que todavía conservaba) la cual estaba a las afueras del pueblo frente a una ladrillera, y al lado a una pequeña casa, que debía de medir unos cinco metros de frente y otro tanto igual de profundidad. Estas eran las únicas tres construcciones en los primeros doscientos metros del pueblo, luego sólo había campos de maíz a la derecha, y un terreno cercado con alambre a la izquierda con un inmenso cartel que anunciaba su venta. Tras el maizal y el terreno en venta había un pequeño puente de piedra, en el que únicamente debían de poder transitar dos vehículos a la vez.

Recorrió el camino con paso tranquilo, cruzando el puente por la mitad, encontrándose finalmente con viviendas a ambos lados, las cuales continuaban ininterrumpidamente, salvo en las intercepciones de las calles. Había de todos los tipos, viejas, modernas, grandes, pequeñas, pero en la mayoría parecían dormir, no había un absoluto silencio, pero comparado con los sonidos de la ciudad, aquello era un murmullo.

Caminó flotando un par de centímetros sobre el empedrado, dando unos bufonescos pasos en al aire como espectáculo para cualquier curioso que pudiera estar husmeando. Solo hasta que vio una camioneta salir de una de las calles a su izquierda un par de cuadras más adelante volvió andar sobre sus pies, subiendo a la banqueta a su siniestra. El vehículo era una de esas camionetas con una gran caja atrás, y una pequeña cabina adelante en la que venían apretujados cuatro jóvenes que debían rondar los veinte años bebiendo cerveza (incluido el conductor) con la música a todo volumen.

—es todo, mi greñas—gritó burlonamente uno de los apretujados ocupantes, sacando su cerveza para brindar.

Una placentera sonrisa ilumino el rostro de Orlando, apenas había recorrido unos cuantos metros, y la gente comenzaba a notarlo, definitivamente era bastante sencillo resaltar en aquellos lares. “Aprovecha, entonces. Haz que de verdad se acuerden de ti”. Motivado, los tiempos en verdad parecían mejorar, la criatura volvió a ascender a los aires, yendo tras la camioneta. Tardo más decidirse en andar tras el cuarteto que en darles alcance. Discreto, aterrizó grácilmente en la caja sobre la que debía de haber una veintena de latas de cervezas vacías, sin captar la atención de los pasajeros, quienes habían comenzado a cantar a pulmón abierto.

¡Toc Toc! golpeó el cristal que estaba entre la parte delantera y trasera vehículo, sin embargo, ninguno de los ocupantes se giró, continuaron entonando junto a José Alfredo Jiménez. Era ridículo que aquellas distraídas criaturas, siempre tan ajenas a lo que pasaba a su alrededor gobernasen el mundo. ¡TOC TOC! Insistió Orlando con más fuerza, logrando atraer la atención de uno de ellos, el que estaba junto a quien le había gritado, que giró la cabeza lentamente. La expresión de espanto y confusión en el rostro del enclenque joven de nariz aguileña complació de sobremanera a Orlando, quien le guiñó el ojo derecho mientras simulaba rajarse la garganta con las afiladas uñas de sus dedos índice y medio izquierdos. El tipo grito desesperado, urgiendo a sus acompañantes que se girasen a mirar, cosa que hicieron al instante.

¡Chiiir! Chilló la camioneta, cuando el conductor frenó en seco al mirar al despreocupado e inesperado ocupante, que los saludaba, agitando la mano derecha con una afable sonrisa. El cuarteto de viajeros en la cabina se meció por la intempestiva parada, derramando parte de sus cervezas, estampándose incluso uno de ellos (el que iba junto al conductor) contra el tablero de la camioneta.

—hijo de tu perra madre—masculló el chofer bajando de la camioneta con su rala barba escurriendo cerveza. Seguido al instante por sus acompañantes, quienes también soltaban insultos, y que de igual manera que el piloto, parecían listos para darle una buena a Orlando.

El chofer la lanzó una lata a penas se bajó, la cual el vampiro esquivó con un ligero movimiento a derecha, evitando seguidamente una segunda que venía del otro lado, aunque pudo escuchar como esta zumbaba en su oído izquierdo. Los humanos eran tan lentos. Puede que se debería en parte al alcohol, pues evidentemente se encontraban ebrios, pero hasta cuando estaban sobrios sus movimientos resultaban torpes y flemáticos.

—¡bájate, cabrón!—aulló el conductor, brincando a la caja.

Los otros tres también se lanzaron contra él. Orlando era capaz de mirar a los cuatro sin ningún problema, tenía dos a cada lado. Estaban lejos de resultar una amenaza, sus brincos eran prolongados, se dilataban en el tiempo, como si lucharan contra alguna especie de fuerza que intentaba impedirles que llegara a él. Se alzó sobre las puntas de sus botas descoloridas, pegando un delicado salto para dejar a los cuatro bajo sus pies. Sólo el conductor alcanzó a subir antes de que volviera a ascender, los otros se habían quedado a medio camino. “Bien por él”, pensó burlonamente Orlando, contemplando la estúpida cara de confusión y temor que se dibujaba en los rostros del cuarteto de borrachos.

—hora de perder sus cabezas—murmuró divertido, abalanzándose contra el chofer, quien no se dio cuenta de lo que pasaba hasta que lo tuvo entre sus manos.

Su segundo platillo de la noche comenzó a patalear, y a gritar de histérica. Soltando insultos y súplicas, los primeros dirigidos a Orlando, las segundas a sus amigos, y a dios.

—ja, ja, ja—se carcajeó Orlando ¿qué carajo esperaba aquel idiota que hicieran los tres pendejos de ahí abajo, y su amigo imaginario de allá arriba?

El trío gritaba despavorido, pedían por ayuda, y lanzaban amenazas vacuas contra Orlando. Unas pocas luces comenzaron a encenderse en las casas más cercanas, aunque ellos se encontraban ya a al filo del maizal y el terreno baldío. El piloto luchaba con sus piernas y manos por librarse, se asió con todas sus fuerzas del brazo de Orlando cuya mano apretaba su cuello, pero su lucha por liberarse era tan inútil que ni siquiera se molestaba en pelear de regreso.

—aaah—suspiró Orlando afanoso, guiñando el ojo a los acompañantes de su presa antes de rasgar finamente la garganta del chofer de abajo hacia arriba.

—arhggg—bufó el chafirete, un agónico sonido que Orlando amaba escuchar, especialmente cuando él era la causa.

El rocío de la caza veraniega, se regocijo Orlando cuando la sangre salpicó su cara. Saboreó su segundo platillo de aquella noche, alejándose al sembradío para dejar caer su cena mientras los amigos de ésta seguían soltando sus inútiles amenazas, que se transformaron en gritos aterrados al ver que su amigo caía desde las alturas. El trío corrió al campo de maíz, gritando el nombre del cadáver, pero Orlando a penas si les prestaba atención. Complacido, miró como media docena vecinos curiosos aparecían para aumentar el número de testigos, para acrecentar su leyenda. Hasta los más somnolientos terminaron por despabilarse cuando lo vieron flotando más de veinte metros sobre el maizal. Gritos de espanto, rezos, santiguadas, fueron las reacciones de los recién llegados, a quienes Orlando solo les permitió un breve vistazo, antes de desaparecer volando rumbo a las estrellas, orgulloso de la carta de presentación que acaba de dejar.

Ascendió hasta que el pueblo no fue más que un punto lejano, a pesar de su excepcional vista. Definitivamente había sido una buena forma de presentarse, no es que lo hubiera planeado realmente, pero cuando la inspiración llegaba lo mejor era dejar fluir. Hacia demasiados años que vivían ocultándose, que habían optado por hacer de su existencia un mito, y no solo por las tonterías que habían inventado sobre ellos. Si bien los humanos solían ser esencialmente estúpidos, también podían ser peligrosos, sobre todo cuando se sentía amenazados. Habían acabado con muchos de ellos en sus mejores tiempos, siempre por supuesto bajo la protección del sol, su infalible talón de Aquiles, el precio a pagar por la inmortalidad, junto con otras cosillas más.

Los cazadores de vampiros también tuvieron sus días de abundancia, su época de gloria, en la que ellos mismos, los amos de la noche, temían al cerrar los ojos no volver a ver las estrellas. Las cosas tuvieron que cambiar entonces, muchos optaron ir por sus perseguidores, acabar con todos los cazadores, y si les era posible con sus familias, para enseñarles con quien se había metido. Otros, por el contrario, como Orlando y los suyos, eligieron volverse más discretos, dejar el fanfarroneo, y de alimentarse a la vista pública. Si no los miraban, no existían, y si no existían, no podían cazarlo. Era un trago amargo el caer en cuenta de lo frágiles que podían ser, pero el ir tras sus perseguidores estaba lejos de parecerle una buena idea; matabas a uno, y salían otros dos o tres, era como luchar contra la Hidra de lerna, nunca podrían acabar con ellos… No, mientras los creyeran reales. ¿Lo habían conseguido? Después de más de cien años ¿habían dejado de existir los cazadores de vampiros? Orlando creía que sí. De vez en cuando se sabía de uno de los suyos que había muerto por la mano de un humano, pero se trataba de muertes meramente incidentales, conseguidas por ignotos afortunados, cuyas historias siempre eran escuchadas, aunque nunca tomadas como ciertas. Los cazadores eran parte del pasado, al igual que ellos, se habían vuelto un mito, una vergonzosa parte de la historia de la humanidad en la que la gente era más ignorante, o cuando menos esa era la opinión de la mayoría de las personas en los tiempos modernos. Sin embargo, Orlando estaba decidido a mostrarles a los habitantes del siglo XXI que ellos eran los ignaros, que sus creencias eran una falacia, y que su supuesto dominio sobre el mundo, su superioridad sobre el resto de las criaturas en la tierra, eran una mera ilusión, una pomposa pretensión que ellos, los verdaderos amos del mundo les habían permitido ostentar, pero había llegado el momento de ponerle fin.

Orlando anduvo dando vueltas por el pueblo, cuyo nombre desconocía, descendiendo un poco para poder verlo con mayor claridad. Buscaba un tercer platillo, aunque la verdad era que estaba satisfecho con los dos anteriores, pero el que aparecieran dos cadáveres en el pueblo, uno de ellos con testigos del temible asesino, eran sin duda alguna una mejor carta de presentación que un solo muerto. Decidido, pues, bajó de nueva cuenta al pueblo tras un par de minutos cerca de una cantina en la que la música resonaba junto a las voces, casi gritos, de los empedernidos bebedores, quienes al igual que él y los suyos parecían funcionar mejor durante la noche.

La concurrencia se tornó a mirarlo apenas entró. Eran trece los presentes, contando al cantinero y dos meseras. Había siete mesas, pero únicamente dos estaban ocupadas. En la más cercana a la barra se encontraban cuatro hombres cuya discusión se vio interrumpida con su entrada, al igual que la algarabía de los de los seis de la mesa del rincón derecho, quienes le dedicaron unas hoscas miradas.

—¡no mames! Es el pinche Buki—exclamó un hombre regordete de unos treinta y tantos (casi cuarenta) arrastrando las palabras, con su moreno rostro completamente enrojecido—si no te hubieras ido…—entonó burlescamente—échale, pinche Buki—pidió divertido.

—no le haga caso, compa—intervino uno de los acompañantes del bromista. Otro hombre que rozaba los cuarenta, pero que era prácticamente la antítesis de su amigo. Delgado, con un afro alborotado como cabellera, y un rostro libre de cualquier bello facial, lo único que compartían era el tono de piel de aquellos quienes están acostumbrados a trabar bajo el sol—así es de piche enfadoso, mi compa Alonso—aseguró el hombre del percudido afro.

—Todo chido—musitó Orlando con una despreocupada sonrisa—siempre me confunden. Soy Fer de maná—replicó risueño.

La verdad era que estaba lejos de parecerse a ninguno de los dos, pero aquella era una respuesta la cual Federico había afirmado, le había servido en más de una ocasión para romper el hielo con sus presas.

—Tú, nada más diles que eres otro bato famoso de pelo largo del que te dijeron, y te aseguro que cuando menos los pendejos se van a cagar de risa. Ya de ahí depende de ti sacarle provecho—si aquello era cierto o falso (aunque no tenía motivos para dudar de Federico) estaba por averiguarlo.

Unas cuantas risas escaparon de los presentes, junto con una burlona disculpa del tal Alonso por haberlo “confundido”.

—una disculpa, señor maná—se mofó Alonso—échate la del “el muelle de san Blas”, pues—pidió encendiendo un cigarrillo.

—no, no, no—protestó un tercer sujeto, quien lucía varios años más joven que Alonso y el otro. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, y una obscura barba abundante, aunque solo en la barbilla—mejor la de, rayando el sol—canturreo con voz pastosa el pálido joven.

Orlando los complació cantando un par de estrofas, las que recodaba, gracias a que llevaba años escuchándola en los bares. La mesa de Alonso celebró su breve y deplorable interpretación con un brindis, aunque sin ser convidado a él. Satisfecho, pues al parecer Federico había acertado, se acercó a la barra entre las socarronas aclamaciones, pidiendo una cerveza al cantinero. El lugar volvió a ser el mismo antes de que él entrara, las dos mesas volvieron a sus conversaciones, haciendo caso omiso de su presencia hasta que comenzaba con su segunda cerveza.

—maná—escuchó que le gritaba Alonso a sus espaldas—¡he, maná!—insistió el hocicón.

Una plácida sonrisa adornó el rostro de Orlando.

— a chela la canción—dijo, volviéndose para hacer un brindis con la mesa de Alonso.

—no mames, cabrón. Si tú eres el de los pinches billetes, tú deberías de invitar la peda—objetó—no, cabrón. Aquí, mi compa, Arturo que dice que me pase un poquito de verga contigo—señaló al que se había disculpado—pero, yo le digo que no hay bronca, que es puro pinche cotorreo ¿verdad, que no te agüitas?—dijo para sorpresa de Orlando, pues, aunque no era una disculpa como tal, sin duda alguna era lo más cercano que podía obtener de un tipo como el que parecía ser aquel.

—Todo chido, compa—replicó Orlando con una cordial sonrisa.

—¿ya ves, cabrón? El pinche maná, sabe que pedo—reclamó Alonso a su amigo con fingida indignación—cáele, pinche maná—espetó, indicándole con la mano derecha que se aproximara

Orlando demoró un par de segundos en hacer caso Alonso, pero solo porque era la mejor manera de actuar. En situaciones como aquella era mejor proceder con calma para no arriesgarse a que la presa viera algo extraño en él. Pidió una tercera cerveza, tomando asiento en la silla que se encontraba entre el tal Arturo y el tipo que seguía sin dedicarle palabra alguna.

—¿usted, no es de aquí, o sí, compa?—le preguntó Alonso tras intercambiar un breve saludo—digo, porque no me acuerdo de haberlo visto nunca por el pinche el pueblo.

—no. Ando de paso, nomás, pero está muy bonito, eh—dijo con sinceridad Orlando, pues la vista de las alturas le había resultado realmente bella—me encantó su río.

—el río de los duendes—musitó el joven que había entonado “Rayando el sol”.

—¿de los duendes? Ah cabrón, ¿cómo está esos? ¿así se llama?—preguntó Orlando tratando de mostrarse más interesado de lo que estaba realmente.

—Ne, que chingados. Así le dice la gente, que disque porque se aparecen duendes—aclaró Arturo.

—¿cómo que disque? Si yo los he visto, chingada madre—protestó el pálido joven—y más de una vez —afirmó con un absurdo orgullo.

—No le hagas caso, maná. Pinche, Gus, está loco el cabrón—afirmó despreocupado Alonso.

—Están refeos, los cabrones—continuó Gus, haciendo caso omiso de las palabras de Alonso—y las duendas, todavía peor, están horribles… Hasta se me bajó la pinche calentura cuando miré a una—declaró el joven, contando seguidamente como una noche había ido con una amiga al río, y cuando estaba a nada de concretar unos ruidos los distrajeron, y al girar la cabeza (esperando encontrarse con algún fisgón) se topó con las pequeñas, y horripilantes criaturas que sonreían maliciosamente—les juro que hasta se me desinflo la chingadera—admitió Gus entre las risas de sus acompañantes.

—pero, entonces ¿también lo vio tu amiga?—Orlando no dudaba de la historia de Iván, de hecho, hasta comenzaba a interesarse por lo que tenía que decir. La sangre de los duendes tenía un horrible sabor, y ciertamente no eran nada sencillos de cazar, pero los beneficios eran increíbles.

—no. Cuando volteó a ver, ya se habían ido—explicó Gus un tanto inseguro, casi disculpándose ante lo que seguramente era un detalle que siempre debía jugar en su contra cuando contaba aquella historia—pero ¡ahí estaban!—afirmó tozudamente, pasando a dar una descripción cuasi perfecta de las asquerosas criaturas.

—y ¿traían también su olla de oro, o qué?—inquirió sarcásticamente Alonso, provocando la carcajada de sus acompañantes, incluido la de el mismo Gus quien debía de estar más que acostumbrado a aquel tipo comentarios.

Hasta Orlando se permitió soltar una discreta risa, lo suficientemente alta para no desencajar, pero no tanto como para que alguno de los cuatro desconocidos creyese que se estaba burlando de uno de ellos.

—vamos ahorita si no me creen—desafió Gus a la mesa.

—otra vez con la misma. No chingues, Gus, ya hemos ido al pinche río un chingo de veces, hasta no la hemos amanecido, y nunca hemos visto ni madres—replicó Arturo, que lejos de sonar molesto usaba un tono fraternal, rayando casi en lo paterno.

—chance, y ahora sí—aventuró Gus.

—chance, y chingas tu madre, bato. Siempre dices eso, cabrón, y ya cuando al final no vemos ni madres, dices; a lo mejor es porque veníamos esta morra y yo solos. No chingues, bato, ni que fueras el único que se ha llevado una nalguita en la noche para allá, todos aquí lo hemos hecho. Menos, el pinche maná—bramó Alonso

—mañana mismo me llevo una—terció Orlando con una desfachatada altanería.

—ja, ja, ja—volvió a carcajearse Alonso—¡Ahuevo! Pinche maná. ¡Salud, cabrón!—brindó, inclinando su cerveza casi vacía en dirección a Orlando con un nuevo cigarro colgado de sus labios.

—salud—respondió el vampiro, imitando con su botella el gesto de Alonso.

-yo sí, le creo—comentó una de las meseras, tomando asiento a la izquierda de Alonso—no he visto nada—aclaró tras tener la atención de todos—pero, mi abuelo decía que desde que él estaba chiquito la gente ya hablaba de que se aparecían duendes, y una vez una de mis tías miró uno… Aunque, según ella fue durante el día.

—día, noche. Yo he ido a todas horas, y nunca he visto ni madres—argumentó Alonso—y estos cabrones, tampoco—apunto a Arturo y al otro tipo de quien Orlando seguía desconociendo el nombre—o ¿me equivoco? ¿Arturo? ¿cuñado? ¿han visto algún pinche duende en el pueblo?

—nomás, al Juan Carlos—contestó arrastrando las palabras el cuñado de Alonso.

El chiste, que era completamente ajeno para Orlando, debió de ser muy bueno, pues todos, salvo la mesera, estallaron en una estridente carcajada, que se prolongó por un par de segundos.

—te chingaron, compa—bromeó Arturo.

—y, bien chingado—reconoció Alonso—es un pinche enanito que anda por pueblo—aclaró a Orlando al notar seguramente su desconcierto—una chingaderita, que ni ha de estar más alto que la pinche mesa—le informó, poniendo su mano con la palma extendida a la altura del cuadrado fabricado con plástico.

—pinche pulgarcito—espetó el cuñado de Alonso con lo que a Orlando le sonó un claro desprecio, aunque disimulado como un jocoso comentario.

—se parece un chingo al Nelson Ned—comentó Gus como cosa de nada, centrando incluso su atención en la mujer sentada junto a Alonso a quien hizo señas para que trajera más cervezas.

—¿y ese quién chingados es?—quiso saber Alonso.

—el enanito que canta la de… déjenme si estoy llorando—canturreo Arturo, encendiendo un cigarrillo.

—aaah, ¡simón!—el rostro de Alonso se iluminó ante la compresión, acompañado de una burlesca sonrisa—ja, ja, ja—se carcajeó por enésima vez el hombre—está igualito, el cabrón.

La mujer regresó con una cubeta llena de cervezas dejándola sobre la mesa, retirando la anterior junto con las botellas vacías. Gus tomó una botella, abriéndola sin perder el tiempo para pasársela a Alonso, repitiendo esta acción cuatro veces para dar a cada uno de los ocupantes de la mesa su botella, incluida a la mesera que les había traído los tragos, quien a su regresó ya tenía su bebida esperándola. Por último, y antes de tomar la suya, Gus ofreció una cerveza a Orlando.

—ahí, le va, compa—le dijo tendiéndole la cerveza—nomás que apúrele a la otra, porque ya se le está haciendo caldo—bromeó Gus, recibiendo la aprobación de sus amigos, quienes también criticaron la lentitud de Orlando para beber.

—¿qué pues, pinche maná? ¿no que los rockeros son bien pedotes, y bien locotes?—lo cuestionó divertido Alonso.

—apenas voy agarrando a carrera—fue la respuesta que dio a aquellos ebrios, acabando con el resto de su cerveza de un trago, dejando la botella sobre la mesa con un sonoro golpe, aceptando la que Gus le ofrecía, bajándole de un trago poco más de la mitad de su contenido.

—¡eaaah! Perro—celebró Alonso—¡salud, chingada madre!—brindo una vez más.

La plática comenzó a girar en torno a Orlando ¿qué hacía ahí? ¿tenía familia en el pueblo? ¿cuál era su nombre? Y demás cosas con la que el cuarteto de parranda buscaba saciar su curiosidad por aquel extraño que había aparecido cerca las dos de la mañana en “los tres becerros”. El vampiro les dijo su nombre, confesando que hasta donde él sabía no tenía familia en aquel lugar, y que si se encontraba ahí era por mera por mera casualidad, puesto que su vehículo se había averiado.

—pero como ya era muy pinche tarde, no encontré ningún mecánico, y ahora me tengo que esperar hasta mañana—explicó, fingiendo pesadez—por eso cuando menos busque un lugar para echar unos tragos mientras amanece. ¿cómo a qué hora creen que encuentre un algún taller abierto mañana?— preguntó con falso hastío.

—A ninguna—sentenció Arturo—es domingo, compa. Hasta el lunes va a encontrar un taller abierto aquí.

Orlando recibió la noticia como si tratase de una verdadera contrariedad que jugaba en su contra. Asintió en silencio, con la mirada baja, contemplando la cerveza que le habían invitado sus presas. El reloj marcaba casi las cuatro de la mañana, y el tiempo apremiaba, tenía que hacer algo para sacar cuando menos a un par de allí. A menos claro, que quisiera un dar un espectáculo incluso más memorable que el primero.

—¿hasta el lunes?—preguntó finalmente desilusionado.

—¿tiene mucha prisa, o qué, compa?—lo cuestionó Arturo con sincero interés.

—pues más o menos, la verdad. Pero, si dicen que no voy a encontrar a nadie que me ayude hasta el lunes, pues… voy me voy a tener que esperar—aceptó de mala gana—¿hay un hotel dónde pueda quedarme?

—¿hotel aquí? Que chingados—espetó Alonso risueño.

—Empezaron a hacer uno, pero les falta un chigo para terminarlo—aclaró el cuñado de Alonso, clavando una ebria mirada escrutadora en Orlando—somos un pinche pueblo rascuache.

—rascuache tu jefa, cabrón. Pinche san Jacinto es ex…clu…si…vo—clamó Alonso, dividiendo la última palabra en cuatro marcadas silbas, aunque resultaba claro por su sarcástico tono que no creía demasiado en lo que acaba de decir.

—¿tú qué dices, maná, rascuache o exclusivo?—inquirió el cuñado con voz pastosa y altanera, con esa mirada somnolienta, pero a la vez desafiante, tan característica de los trasnochados borrachos que buscaban pelea.

—ya vas a empezar, cabrón—protestó Arturo antes de que Orlando pudiera responder a aquel inútil intento de provocarlo—deja al bato en paz, Migue.

—nomás le estaba haciendo una pregunta, cabrón ¿qué tiene de malo?—se defendió Migue desairado—O ¿te agüitas porque te hago preguntas, maná?

—sin bronca—se apresuró en responder Orlando, alzando su palma derecha para hacer un movimiento despreocupado con esta, dejando claro la poco que le importaba todo el asunto—tú, no te agüitas si no te respondo ¿verdad?

Los presentes junto a él volvieron a reír. Los ebrios tendían a reír a la menor provocación, hasta Migue se permitió mostrar una tibia sonrisa, aunque su mirada no cambió en lo más mínimo. Persistía la llama desafiante.

—pinche, maná. Me caíste a toda madre, cabrón—proclamó Alonso con la magnanimidad de los lideres oficiales (o no) de cualquier grupo—no le hagas caso a este bato—a punto con cerveza en mano a su cuñado—le gusta chingar poquito a veces. Como a mí…—admitió con desfachatez—namás que el bato se pone un poquillo terco cuando ya anda con unos tragos encima. Es medio mala copa, pues—concluyó, dedicando una risueña expresión al aludido.

—no mames, mira ¿quién habla? No chingues, cuñado. Si, tú eres el que se ha agarrado a chingadazos con medio pueblo

—la neta, compa—corroboró Arturo.

—la pinche gente broncuda, que no aguantan la carreta. Ellos son los que empiezan siempre. Yo namás, no me dejo—pretextó presuntuosamente Alonso.

—yo también—secundó Migue—estoy cotorreando al maná. Él sabe que es pura guasa ¿sí o no, compa?

—todo chido—aseguró Orlando, simulando un largo bostezo de cansancio.

—¡eah! Ya le está ganando el sueño al maná, ¿tan temprano, compa? No chingue, si de aquí nos vamos a ir a los pajaretes—dijo el Alonso, cuya borrachera, contrario a la de sus amigos parecía haberse quedado estancada desde su llegada.

—yo paso. Maneje un chingo de horas, y me hace falta echar una buena dormida—anunció estirando sus piernas y brazos.

Orlando se puso de pie, hurgando en el bolsillo derecho de su chamarra de cuero del que sacó un billete de doscientos, parte de motín que se había llevado de su primer comida de la noche.

—para la siguiente ronda— —dijo dejando el dinero sobre la mesa.

—neta ¿ya?—espetó incrédulo Alonso—no chingues, maná, no le hagas caso a mi cuñado ¿a dónde vas a ir? No tienes a donde, cabrón. Ya te tocaba agarrar una buena peda con nosotros—sugirió con esa extraña fraternidad espontanea que tiende surgir entre los extraños al calor de las copas.

—no estaría mal la verdad—admitió tras unos falsos segundos de vacilación—pero, la verdad ando bien pinche cansado. A parte ya no cargo más efectivo.

—y ¿quién te está pidiendo feria, cabrón?—reclamó ligeramente desairado Alonso——ya sacaste lo que traías—señaló descuidadamente con la mano izquierda al billete sobre la mesa—y con eso estamos a toda madre. Aunque, no trajeras nada feria. Con nosotros, la feria vale madres, o ¿no, cabrones? Que no se diga que los de San jacinto somos pinches marros.

Al igual que millares de sitios más, el dinero parecía tener nulo valor para las personas cuando se trataba de emborracharse.

—simona. Quédese, compa, que al cabo ¿qué tanto falta para que amanezca?—reafirmó Arturo la invitación de Alonso—hasta podemos ir al rato con el Zeferino a Santa Catrina, ese bato a veces abre los domingos.

—ahuevo. Lo mismo estaba pensado—afirmó Gus—la neta, no es seguro, pero aquí en corto es el único que a la mera puedes encontrar chambeando al rato—explicó a Orlando.

El ambulante nocturno volvió a simular que sopesaba la propuesta de aquellos desconocidos. El reloj marcaba ya las 4:20, y todavía tenía que encontrar un lugar en el que refugiarse, pues no creía que le alcanzara el tiempo para llegar a con los suyos, así que decidió hacer la apuesta definitiva de una buena vez.

—es que la verdad no me siento a gusto andando de gorrón—manifestó con hipócrita vergüenza—pero, si me esperan, nada más voy por dinero al carro, y regreso.

—¡no mames, que dejaste tu lana en el coche!—exclamó incrédulo Gus.

—es en serio ¿compa?—lo cuestionó con igual escepticismo Arturo.

—pinche, maná—terció Alonso, moviendo lentamente la cabeza de un lado otro.

—¿qué?—respondió a los comentarios con supuesta inocencia y desconcierto—se me hizo más seguro, ¿hice mal, o qué?

—pues, bien no hizo, compa—opinó Alonso, mostrando cierta solemnidad.

—la banda se podría pasar verga—agregó con pesadez Iván—hay mucho pinche rata en el pueblo.

—en todos lados hay pinches ratas. A parte, ni que haya dejado el dinero afuera del carro. Digo, ya si lo pueden abrir, no creo que les cueste mucho llevárselo.

—no, si no funciona, compa—atinó a decir Alonso.

Orlando golpeó su frente con la palma de su mano derecha, un movimiento involuntario tras caer en cuenta del error que acababa de cometer. ¡¿cómo se le había pasado por alto aquel detalle!? No es que importara demasiado, seguramente ninguno de los presentes le daría importancia, pero no dejaba de ser una grosera equivocación de principiante.

—¿quién sabe, eh? La banda es capaz de hasta llevárselo empujando—sugirió con una burlona sonrisa el cuñado de Alonso.

—chinga tu madre, Migue, no seas verbo, tampoco es para tanto—protestó Alonso

—tengo que ir—expresó el vampiro afligido.

—¿Qué tan lejos dejó su coche, compa?—fue Arturo quien finalmente lanzó la esperada pregunta por Orlando. No había mordido el anzuelo enteramente, pero estaba demasiado cerca, lo olisqueando.

—…unos veinte minutos a pie. Cerca del río, de hecho—vaticinó la distancia.

—¿hasta allá? No, pues sí está colgado, compa. Casi hasta el otro lado del pueblo—Arturo encendió un cigarro, rumiando sus siguientes palabras—igual le podemos dar un aventón. Digo, para que cuando menos vaya a echar una mirada.

Una triunfante sonrisa quiso plantarse en su rostro, pero Orlando supo contenerla, había tomado tiempo (demasiado) pero finalmente tenía resultados.

—Chinga tu madre, yo no voy a ir a ningún lado. Que se vaya caminando el cabrón, con poquitos huevos que le ponga llega en quince minutos, hasta menos—protestó Migue.

—Pues, quédate—se encogió en hombros Arturo—yo no tengo pedos en darle un raite ¿cuánto nos podemos tardar en ir y volver? ¿unos diez minutos?… vamos de una vez, compa—dijo su cena (o más bien desayuno) poniéndose de pie.

—No mames, cabrón ¿neta, lo vas a llevar?—refunfuñó indignado el cuñado de Alonso.

—Hay que hacerle el paro a la banda, cabrón… Capaz de que luego nos invita a uno de sus conciertos—bromeó Arturo—o cuando menos se picha los pajaretes al rato.

—hasta el desayuno—afirmó Orlando—si es que mi carro sigue ahí.

—Órale, pues—ordenó Arturo, colocando un cigarro entre sus labios, poniéndose de pie—¿nos aguantan, o qué?

—yo, sí—manifestó Miguel presuroso. Tomando el billete sobre la mesa, pidiendo más cervezas a la mesera

—también—secundó Alonso—al cabo nomás van y vuelven, que ¿no? Aquí los aguantamos echando chelita.

—vamos—se les unió Gus, terminándose poco más de media cerveza de un trago.

Orlando esperó a que sus presas se movieran, a que abandonaran la mesa, para hacer lo propio. Arturo aseguró al par de cuñados que no tardarían, y que más le valía no terminarse las cervezas que acababan de dejar en la mesa antes de su regreso. Sin embargo, lo pensó mejor, y se afianzó con tres botellas, asegurándole al cantinero, que solo iba a darles una vuelta.

—ahorita las regresamos, Gonzo. Vamos a ver si ya le robaron el carro al maná—explicó Arturo despreocupado.

—neee, ¡que chingados! Tráelas para que te las sirva en un vaso—fue la respuesta de el cantinero, indicando con la mano que se acercara.

—pinche, bato—se quejó Arturo, sacudiendo la cabeza negativamente, aunque caminando hacia la barra con una alegre sonrisa de ebrio.

El cantinero vació las cervezas con la premura y agilidad de una persona de su profesión. Tardó más Arturo en llegar a con él, que lo que demoró el hombre en verter el líquido ámbar en los vasos de plástico transparentes sin derramar ninguna gota.

—hora sí, a chingar a su madre—si bien las palabras del hombre flaco y narizón sonaban un tanto rudas, el afable sonido de su voz dejaba claro que no había ninguna verdadera intención de insulto en ellas

—Sus chelas, cabrones—los llamó Arturo desde la barra.

—¡salud!—brindo Orlando con sus presas al momento de tomar su cerveza.

El vehículo de Arturo se encontraba frente a la cantina. Se trataba de un bocho un bicolor, con sus puertas negras, mientras que las salpicaderas y cofre estaban pintadas de un rojo, tirando a tinto. Gus fue el primero en subir luego de que Arturo quitara el seguro desde dentro de la puerta del copiloto, ocupando el asiento trasero, seguido por Orlando.

—¿te acuerdas más o menos por qué lado del río dejaste el carro?—le preguntó Arturo luego de poner en marcha el carro.

—aaah—balbuceó Orlando, tratando recordar cualquier cosa distintiva que hubiese visto cerca del río de los duendes.

—no hay pedo. Ahorita lo buscamos. Igual estando ahí, ya te ubicas mejor—sugirió el conductor, dando un trago a su cerveza, la cual sostenía con los dos de su mano izquierda a la par de que manipulaba el volante.

—¿pasaste por otro pueblo poquito antes de aquí?—fue el turno de Gus de preguntar, quien se había acercado hasta quedar con la cabeza en medio de los dos.

—no—dijo llanamente Orlando. Una de las pocas verdades que habían salido de su boca aquella noche.

—entonces debiste de venir por el otro lado. Por la carretera a la ciudad—afirmó Gus—hay menos chance de que se hayan pasado de verga.

—¿crees?—preguntó Orlando, simulando interés por las esperanzas que trataba de brindarle su presa.

—puede ser—se encogió en hombre el más joven de sus platillos—según yo, roban más del otro lado porque también les queda cerca a los ratas de Santa Catrina, pero si entraste por la carretera, hay menos chance de que pase gente que se pueda pasar de verga.

—es lo mismo. Como dijo el maná, en todos lados hay pinches ratas—intervino Arturo— y Por cierto, ¿de dónde es usted, compa? No nos ha dicho, o ¿sí? La neta estuve intentando adivinar por su acento, pero nomás, no lo ubico.

.-ja, ja ,ja—río Orlando. Sorprendido por aquella observación de Arturo—es acento de af…uera— respondió burlonamente Orlando.

—buena esa—dijo Gus tras soltar una risotada—tengo que acordármela para la próxima vez que salga de viaje.

—no mames, cabrón. La última vez que te fuiste de viaje fue cuando tus jefes te llevaron a la playa, y tenías como unos nueve años—se mofó Arturo.

—no chingues, tenía trece—corrigió Gus—aparte hace como unos tres años, me fui a la playa en año nuevo con varia banda. Hasta tu carnal andaba.

—No mames, nomás se estuvieron un día, y se regresaron—arguyó el chafirete mientras tomaba una curva, vislumbrando finalmente el río a la distancia—eso no cuenta

—tu pinche carnal, que quería regresar con su morra. Yo les decía que nos quedáramos cuando menos otro día.

—pinche, Beto—sacudió negativamente la cabeza con una voz iracunda—Por menos le sirvió para que la cachara con aquel hijo de la chingada—musitó Arturo arrojando la colilla de su cigarro por la ventana—ya estamos cerca—anunció el chofer disminuyendo la velocidad, mutando su hosca voz por un tono mucho más relajado, aunque aún era posible distinguir su coraje—¿no te acuerdas por dónde lo dejaste?

—por un guamúchil—hasta donde sus ojos alcanzaban, lo cual era muchísimo más que lo veían sus presas, incluso podía ver ya más allá del río, debía de haber por lo menos media docena de aquellos árboles antes de llegar a las aguas, por lo que le pareció una respuesta más que adecuada.

—no mames, hay un chingo de pinches guamúchiles—dijo Gus divertido.

—no hay pedo, ahorita lo encontramos—aseveró Arturo mucho más sereno.

Anduvieron en silencio hasta llegar a los linderos del río, a unos veinte metros donde fluía el caudal, punto donde Arturo detuvo el bocho, buscando alrededor de ellos el inexistente carro de Orlando al igual que Gus, incluso el cazador aparento con una angustiada expresión buscar su vehículo.

—no mames—masculló el chofer con una mezcolanza de decepción y coraje—¿estás seguro de que era por este rumbo?

—no—respondió Orlando, girando la cabeza a con Arturo, mostrando una amplia y desdeñosa sonrisa, dejando al descubierto su afilada dentadura.

La expresión de frustración y coraje en el rostro del conductor mutó en ese último instante de su vida. Obviamente, no es que se diera cuenta de lo que realmente pasaba, de lo que estaba por suceder, pero percató de que algo no iba bien. Miró a Orlando confundido, con la sombra del temor asomando en sus ojos, pero no tuvo oportunidad para mucho más. El cazador hizo un veloz movimiento con su mano izquierda, rajando la garganta del chofer de lado a lado, fue un movimiento tan rápido que ni siquiera Iván se dio cuenta en primera instancia, solo hasta que sintió la cálides en el lado izquierdo de su cara se giró para ver a su amigo, quien se había llevado la mano a la herida para impedir que el caudal carmesí siguiera fluyendo de él.

—¿Arturo?—habló Gus atónito, mirando como la mano de su amigo se teñida de rojo. Tocó su mejilla salpicada por la sangre, contemplando sus dedos teñidos por el líquido vital de la vida sin entender qué es lo que estaba pasando.

Un sofocado y agónico sonido brotó de Arturo, que señaló con su temblorosa mano a libre a Orlando. El cazador miró con una burlesca sonrisa a su próxima presa, lamiendo de sus dedos la sangre que había alcanzado a humedecerlos. La faz de Gus mutó de la confusión al temor para finalmente dar lugar a la furia en apenas tres segundos.

Orlando disfrutaba de aquellos momentos, había quienes simplemente se limitaban a llegar y a comer, pero él prefería jugar un poco con lo comida o un mucho si la situación se lo permitía, como lo había hecho con su primer platillo de aquella noche. Incluso con aquellos dos se había tomado un tiempo que a mucho de los suyos (si no es que la mayoría) les habría parecido excesivo. Sin embargo, a él le encantaba jugar con la comida, engañarla, ganar su confianza para después romperla, y ver la sorpresa, la decepción, el temor en sus rostros al darse cuenta de lo que estaba por pasar, o cuando menos que todo era una mentira, puesto que la mayoría de las ocasiones su compresión de lo ocurrido se limitaba a pensar que se trataba de un simple asesinato, y nada más. Luchaban (si es que les daba la oportunidad hacerlo) aunque llamarle lucha al intento de defenderse de los humanos era una palabra en exceso condescendiente, simplemente era una extensión más de su juego. Brindarles un resquicio de esperanza antes rebanarles el cuello, hacia más placentera su cena, dándole un exquisito sabor a la sangre. El miedo y la desilusión eran condimentos inmejorables, además de  brindar tremenda energía. El coraje no estaba mal tampoco, estaba lejos de ser un buen condimento, pero la energía que brindaba era jodidamente vasta.

Sin darle la oportunidad de atacarlo o tratar de ayudar a su amigo Orlando aferró su mano izquierda al cuello a Iván, llevándose el dedo índice de su diestra a los labios. Gus hizo un intento fútil intento por liberarse, soltando unos firmes puñetazos contra el rostro de Orlando mientras su amigo se desangraba.

Orlando se carcajeó exultante al sentir como el miedo comenzaba a imperar en su comida. Había desperdiciado un platillo, pero este definitivamente lo iba a disfrutar

—debiste de haberte quedado—sentenció, aflojando la presión en la garganta para hacerle una pequeña rasgadura en medio de la tráquea con la uña de su pulgar, comenzando a beber afanosamente.

Tenía que darse prisa, el sol no tardaría en salir, y tenía que encontrar un lugar para descansar, para esperar por la noche, para poder continuar con su naciente plan. Estaban en los albores de un nuevo siglo, de un nuevo milenio, de una nueva y renovada era para ellos.

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