TEMPRANAS MEDITACIONES DE GALILEO GALILEI

Las impresiones inmediatas eran de infranqueabilidad. Solo ahondando en la materia se podía establecer una diferenciación entre aquel organismo y el principal, es decir, yo. Pero no se debe pensar que llegué a estas hipótesis de forma apresurada y sin hondas cavilaciones. Para que mi exposición sea clara, es preciso remontarse a la génesis de mis teorías, los primeros esbozos que, si bien ya fueron descartados, no dejan de echar una luz sobre el conjunto. Yo dije en su momento: «El universo soy yo. Pero ¿qué soy yo? Esto es, ¿qué es el universo?». La respuesta que surgía de inmediato era: «Yo soy todo lo que es, materia, esencia y sustrato, en un estado de satisfacción absoluta». Este estado de satisfacción que impera en el universo no es arbitrario. Si todo se mueve de acuerdo a un motivo y un sentido, es lógica esta condición. También dije: «Es un orden eterno. No tuvo principio ni tendrá modificaciones o fin». Ya no sostengo esta teoría (las latencias sísmicas son irrefutables) pero fue de algún modo acertada en su momento.

Estas latencias parecen ser de un orden externo. Se presentan como factores extraños que afectan a la materia. Inician sin aviso y cesan del mismo modo, súbitamente. Me he detenido en esta singularidad y solo puedo proponer lo que constituye mi teoría más arriesgada: la existencia de otros universos. Claro que esto puede sonar absurdo, todos sabemos que el universo soy yo. Pero la diferencia entre un hombre de ciencia y un lelo está en el alcance de su horizonte.

De los muchos elementos que pueblan el cosmos, ninguno tan singular como el apéndice primario. Este objeto estuvo desde un principio poblando el espacio intermedio y no hay visos de que el todo pueda sostenerse sin él. Pero ¿cuál es el fin del apéndice primario? O, mejor aún, ¿qué es lo que comunica este ente? La teoría de un universo paralelo no es apresurada y se sustenta en más de una evidencia.

Cuando los elementos se iniciaron hubo, en el principio, dos fuerzas inamovibles. El apéndice primario y el espacio intermedio. De la conjunción de estas unidades surgió el esencial, que soy yo. Pero yo no estaba en un comienzo. Era solo una posibilidad dentro de otra entidad, otro universo. Si no, no se explica el incremento de la masa fuente. Desde que comencé mis investigaciones he comprobado que la masa está en expansión y no tiene visos de detenerse. Es como un cuerpo que crece dentro de otro.

Comprendo que para el profano hay cuestiones de la materia que se le hacen enojosas. ¿Por qué detenerse a hacer especulaciones sobre estos temas? Pero la lógica es así de ardua y trabajosa, y el investigador debe dedicarle su atención a asuntos que, de otro modo, se establecerían como escollos en su camino. La cuestión del tiempo es uno de estos problemas. He dedicado infinidad de medidas tiempo a investigar este elemento. En el principio, el trabajo fue demasiado complejo pero, a partir del surgimiento de las latencias sísmicas, el terreno se allanó y he podido establecer una teoría.

El universo, esto es, mi ser, marcha hacia alguna parte, acaso el encuentro con los otros universos. Y es todo cuestión de tiempo. En qué devendrá no me es posible decirlo. Pero sí puedo decir cuándo. Si los ecos se siguen incrementando, la ineludibilidad del desenlace es inminente. Todo se ha desarrollado y completado en aproximadamente dieciocho mil medidas tiempo, esto es, en nueve meses. Espero que de un momento a otro ocurra algo extraordinario.

AMOR PLUTÓNICO

¿Es cierto que me has enviado un cohete? En el sombrío amanecer de Plutón, el Sol es una estrella más de los fríos destellos indiferentes que escalonan el cosmos. No hay contraste entre el alba y el ocaso, no se distingue si es lunes o sábado; uno solo puede guiarse por el tambor de sus latidos. «Ahora me siento bien, ahora me siento mal», así se mide el tiempo de la espera en esta noche eterna. Los astronautas de Plutón somos unos niños, creemos que cada cohete que viene es la satisfacción de nuestros deseos. Pero unos niños ensombrecidos, nunca llegan los cohetes de nuestra expectativa.

Pero ¿me has enviado un cohete? Tu casa en la Tierra estará de primavera y tú no tendrás tiempo para evocaciones distantes. Seguramente el sistema interplanetario ha fallado una vez más. O, quizás, estés de vacaciones en la Luna y quisiste enviarle un recado a tu madre, algún descuido, y todos sabemos que en la Luna extravían las cosas. Dice el proverbio: «Más despistado que un selenita». A mí no me importa que se equivoquen conmigo, todo lo que hagan será insuficiente, pero ¿no tendrías que avisarle a tu madre?

Si te interesa saberlo, yo estoy en Incógnita, el puerto más pequeño del planeta. Como esta órbita está desquiciada, yo nunca sé si debo quedarme o puedo zarpar. Paso los días haciendo mis cálculos que a ti tanto te desasosegaban. A veces surca el cielo un cometa y pienso en la soledad del que todo lo observa de lejos. Tan bello es su fulgor, tan nulo e inoperante. Y a veces viene cohete y todos se amontonan en la plataforma. Yo soy uno de ellos. Y preguntan ilusionados al piloto que no encuentra el modo de abrirse paso: «¿Para quién es este cohete?», «Para ti» o «para ti, tú no».

Pero yo hace tiempo que no iba a la pista. Tu despedida fue terminante y solo esperaba que las auroras boreales fueran tóxicas, como se dice, para que un baño radiante evaporase mi intrascendencia. Entonces vinieron a decirme que había nave para mí.

Llegué a la vasta plataforma de concreto excavada en la llanura y le pregunté al atareado piloto quién enviaba la misión. Me respondió, sin titubear: «Este cohete es de Mireya». «Pero ¿a quién va dirigido?». «A Plutón», me dijo.

Y ya ves mi incertidumbre. ¿Deberé abandonar la seguridad de mi exilio y sumirme en un desplazamiento interestelar desde lo recóndito del cosmos hasta el centro de la galaxia? ¿Qué sucederá si emprendo un viaje de mil años luz para, finalmente, hallarme en la oscuridad? Dime, ¿me has enviado un cohete? ¿Recuerdas lo bueno que vivimos juntos?

EL EXTREMISTA

Jack Hacket lo probó todo: paracaidismo, ala delta, surf, motocross, snowboard, alpinismo, salto al vacío; pero nada le había sido suficiente. Necesitaba sentir la vida que se le escurría de los dedos. Así ideó el acceso psicótico.

El concepto era sencillo, mas no su implementación. Se trataba llanamente de provocarse un estado esquizofrénico que lo llevase a uno a una paranoia salvaje por la que se llegase a creer que el mundo entero estaba confabulado en su contra. Luego venía la consecuencia lógica, que era intentar evadirse de aquella amenaza.

Este deporte tiene sobradas ventajas comparativas sobre los otros. La principal, que no hay fin. El término de una actividad es siempre triste y deja una sensación de desolación, de un íntimo vacío que se dilata. El regreso a casa luego de una maratón es como la internación en el geriátrico un domingo por la tarde. El mundo se empequeñece y la vida cotidiana se hace abrumadora. Las horas son interminables y los días grises cargas sobre la espalda.

Pero la psicosis es crónica y deja marcas indelebles a lo largo de toda la existencia. Solo hay que cuidarse de no tomar los medicamentos que contrarrestan su acción. Esto no era un motivo de preocupación para Hacket pues, una vez contraída, él sabría disfrutarla al máximo. Mas el problema era lograr adquirir el ansiado don.

Es sabido que las drogas llegan a provocar la esquizofrenia. En importantes cantidades y de forma sistemática es seguro que, tras unos cuantos meses, se contrae la enfermedad. Pero Hacket desechó este método. Su pasión era el deporte, correr diariamente, ejercitarse. No se arruinaría la vida con estupefacientes. ¿Cómo alcanzar entonces la psicosis?

Se casó con Johanna Meyer. A los seis meses ya empezó a sentir los síntomas. Con la llegada del hijo, estaba preparado. Nunca más volvería a padecer el tedio rutinario. Había conquistado la demencia. Sus vecinos lo vigilaban. Sabía de una confabulación a nivel mundial. El perro le leía el pensamiento. Sus hijos eran criaturas diabólicas engendradas por los rayos cósmicos. Los controladores lo hacían heder. Hacket había iniciado el deporte más apasionante de su vida.

Fueron tiempos maravillosos. Días de furia y de caos. La experiencia alucinatoria, la paranoia descontrolada. Ir al supermercado, una odisea; enfrentar a los cíclopes y a las sirenas. Salir al jardín, una campaña más arriesgada que la conquista de las Galias. Cruzar la avenida, Aníbal atravesando los Alpes. Cada minuto transcurrido, una guerra sin cuartel contra aparentes fantasmagorías. Los criminales vestidos de colegialas, la infamia en la mirada de las ancianas. Un absurdo incomprensible y solo cierto y vívido para el autor de aquella disciplina revolucionaria.

Jack Hacket, luego de diez años (diez años de pasión atlética), fue internado en la clínica para alienados Santa Carmen del Arroyo. Su estado era un invariable estupor cataléptico. No reconocía a nadie de su familia y, a duras penas, se lograba que probase bocado. Los médicos determinaron tratamiento de electroshock.

¿Puede imaginarse un final más glorioso para uno de los hitos del deporte mundial? Allí estaba el legendario Jack con todos esos cables pegados a su cráneo, su pecho y sus extremidades. El fluido vital recorriendo aquellas prolongaciones hasta llegar a su carne y producirle las más excitantes contracciones y estremecimientos. La apoteosis de un titán, el éxtasis de la adrenalina. Hacket, así, entraba al Olimpo de los campeones, laureado por la embriaguez de la plenitud eléctrica.

SANTA LUCÍA

Lucía era una joven bella y atractiva, con decenas de pretendientes. Y, a decir verdad, salía con unos cuantos de ellos. Nunca dejaba de acostarse con uno o dos por semana. Los elegía por su prestancia sexual más que por algún otro atributo. Pero, pese a todo, no era feliz. Es que Lucía no podía tener orgasmos. Cuando llegaba el momento ella, sin saber por qué, en vez de poder disfrutarlo, se deshacía en un llanto profuso y lastimero. Ese era su clímax.

Esto había sido así desde siempre. Consultó con un sinnúmero de psicólogos y psiquiatras, ginecólogos, médicos sexólogos y hasta una bruja del amor. Ya desesperada, aceptó la proposición de su madre de ir a preguntarle al cura de la parroquia.

Aquel sujeto en faldas le resultaba inquietante. Hizo la pregunta con fastidio y resignación.

—Un orgasmo es un éxtasis. El éxtasis de la plenitud. Usted se pone a llorar. Usted vive el arrobamiento del fracaso.

—¿Por qué fracaso? Yo no me siento fracasada, ni siquiera triste.

—No, usted no. Usted sufre el fracaso de los demás, de su prójimo.

—¿Mi prójimo?

—La sensibilidad ante el fracaso es la mayor piedad y conmiseración que puede existir.

—Yo no quiero ser santa, padre, quiero tener un orgasmo.

—Hay muchas maneras de alcanzar la plenitud, la misericordia es una de ellas.

—Gracias, padre, gracias.

Lucía estaba furiosa, era una cuestión de libertad y de principios. Ahora resultaba que se tenía que hacer monja. Preparó todo para tener la noche de lujuria más intensa que pudiera imaginarse. Compró un vibrador (de los de doble penetración), vaselina, lencería erótica. Era la aventura más sensual que se paseó alguna vez por Almagro.

El tipo llegó puntual, a las nueve. Lucía lo recibió con el cuento de si le podría destapar la cañería. De ahí en más todo fue in crescendo. Para las diez de la noche, lo tenía sin ropas y listo para darle el mayor placer de su vida. Cuando finalmente la penetró, el gozo fue desbordante. Estaba segura de que esta vez saldría bien. Se tomó su tiempo, quería disfrutar de su primera vez. El sujeto la oprimía bajo sus miembros y le abría las piernas con un encanto animal. Cuando empezó a murmurarle obscenidades al oído estaba lista para acabar. Empujó con todo su cuerpo, se contrajo, gimió excitada y lloró, lloró como la Magdalena que descubre que la tumba de Nuestro Señor Jesucristo ha sido saqueada por los bandidos. El fracaso era absoluto. El joven no entendía nada. Extrañado, le preguntó si quería sentarse un rato. En la oscura pieza permanecieron en silencio, sintiendo las tristes convulsiones en el pecho de la joven.

Entonces, un finísimo haz de luz se filtró en la habitación. El hilo recorrió la sala y se convirtió en un poderoso rayo fulgente venido del exterior, las cortinas se agitaron con violencia, un intempestivo viento entró y revolvió todo el lugar. Lucía se asomó al balcón y observó en lo alto el quebrado cielo destellante. La luz se posó sobre su cuerpo como venida de un potente reflector etéreo. Intentó evadirse, pero ya una fuerza la empezaba a jalar hacia las alturas, ascendiendo ineludiblemente. Desesperada, le gritó al muchacho:

—¡Agarrame que me lleva!

—¡Sujetate de las cortinas!

—No puedo, me arrastra. ¡Salvame, boludo!

El tipo huyó del departamento desnudo y despavorido, y Lucía quedó sola en el balcón elevándose directamente hacia su hado. Su delgada figura se recortaba como una inmaculada nubecilla blanca ascendiendo en el arrebatado cielo nocturno. Tenía tan solo veintitrés años y toda una vida por delante, pero los designios del Señor son inescrutables.

UN DISCO DE MISFITS

Barbie le subió el volumen al televisor y puso su disco favorito en el equipo. Entonces, comenzaron a sonar la guitarra monótona y la voz de Glenn Danzig a lo Elvis Presley.

Se prendió un cigarrillo y escuchó con atención las noticias internacionales: «Veinte muertos civiles en un choque de las fuerzas de coalición con insurgentes de Bagdad en el día de la ascensión del reelecto presidente George Bush».

Barbie preparó un café y prendió otro cigarrillo. «Crece la tensión en Medio Oriente por el ataque de un palestino suicida en el corazón de Jerusalén. El grupo Hamas se adjudicó el atentado y amenazó con otros del mismo tipo mientras continúe la intervención de Israel en la Franja de Gaza».

«Están todos enfermos, estos locos de mierda», dijo Barbie y se recostó en el sillón con sus delgadas piernas estiradas. Mientras, en el equipo, sonaba «Algún tipo de odio» y la televisión mostraba gente gritando y corriendo por las calles de Jerusalén y a milicianos palestinos haciendo ostentación de sus enormes y negras ametralladoras en la ciudad de Gaza, tirando disparos al aire.

Barbie resopló y dijo: «Me tienen harta». Entonces, incorporándose en su sitio, sacó de su oreja la gillette que usaba como arete, la consideró un instante entre sus finos dedos y se arremangó. Tomó con firmeza la hojilla y comenzó a hacer su obra. Pero detuvo un instante su trabajo y escuchó «… en un marco de violencia generalizada es una ardua tarea la que le espera al presidente para legitimar su segundo mandato ante los embates de la férrea oposición que tiene en el senado».

En el equipo sonaba «Tema para un chacal» y Barbie se concentró en hacer bien su trabajo. Apretó la gillette contra su piel tersa de quinceañera y realizó un fino corte que le recorrió el brazo de lado a lado. Se desplomó en el sillón y tomó un montón de pañuelos de papel que empapó en la herida. Sacó del bolsillo una venda que hiciera con jirones de una remera que ya le quedaba chica y la amordazó. Entonces, serenamente, consideró el dorso de su brazo. Este tajo era ya el séptimo. Toda una semana hacía que Ken no la llamaba. Observó los otros seis cortes (cada uno por un día de ausencia), prolijamente alineados uno junto al otro. Los dos primeros eran más cortos; los había hecho el segundo día después de la discusión con Ken y pretendían ser definitivos (al menos el primero). Eran breves y profundos. En las sucesivas veces, había comenzado a hacerlos más largos y superficiales; y ahora, pasada una semana, ya se había convertido en una experta en producir marcas indelebles que apenas si sangraban un poco. Era sábado por la noche y Ken seguramente no iba a llamarla. Estaría en ese mismo momento preparándose para desvirgar a su amiga Jenny, que se lo había robado haciéndose la interesadora.

Barbie se prendió otro cigarrillo y vio en la televisión a los talibanes presos en Guantánamo con sus mamelucos naranjas y alguien que hablaba de las condiciones inhumanas y las faltas a los derechos internacionales. «No hay derecho», dijo Barbie, y en el equipo ya retumbaba el último tema de Misfits: «Pesadilla Americana», del disco «Legado de Brutalidad».

LA MASCOTA

¿Cuándo empezó Clara a tener por mascota una víbora? Su marido sin duda no podría decirlo con seguridad; si se le preguntara diría que desde que se casaron, o desde el regreso del viaje a Bariloche. Lo cierto es que la víbora iba y venía por el departamento y convivía con la familia del modo más natural. Sabía cuidarse de que no la pisaran y solo una vez el niño la pateó, pero era tan pequeño Martín con sus cinco añitos, que la serpiente no se resintió en lo más mínimo. Por otra parte, Gustavo no estaba nunca en casa, solo a la noche al regreso del trabajo, y Clara, por supuesto, se entendía de mil maravillas con su mascota.

Pero también es cierto que se habían suscitado algunos problemas con los pacientes. Clara era psicoanalista y usaba una de las habitaciones del departamento como consultorio. Pero ella había sabido calmarlos y hacerles entender la intrascendencia del asunto. ¿No tiene todo el mundo una mascota en su casa? ¿Importa realmente que se trate de un gato, un perro, un canario o una víbora? No, lo que importa es la relación afectiva que el dueño entabla con el animal. Esto es siempre bueno para la persona y no está sujeto a las características del animal sino a los atributos que el dueño pueda hallar en él. Es lo mismo que en el arte. Poco importa si se pinta, se escribe, se baila o se hace malabares. Eso es anecdótico. Lo que importa es que la libido… Y ya aquí comenzaba la sesión psicoanalítica sin que se hablase más del asunto de la serpiente. De todos modos, había un paciente que entraba y salía con miedo; esto le molestaba a Clara e hizo muchos esfuerzos por corregir al joven, pero este argumentaba que temía pisarla.

Clara y Gustavo miraban televisión todas las noches, a veces hasta tarde a las doce y en un par de ocasiones apareció en algún programa alguien que tenía por mascota una víbora, o bien otro animal peculiar, como una iguana o un mono. Clara entonces lo abrazaba y se recostaba sobre él, y esto era suficiente para que Gustavo entendiera que ella deseaba hacer el amor.

Las cosas marchaban bien y así fue por un tiempo. Pero un día, el joven que temía pisar a la víbora tropezó con algo en el pasillo, luego de la sesión que terminó muy tarde. El muchacho iba distraído y en verdad hasta había olvidado hace tiempo aquél asunto. Al patear eso, todos sus temores volvieron de súbito. El joven no atinó más que a alcanzar la puerta y huir despavorido. En su fuga, se atrevió a voltear solo por un instante la cabeza y pudo ver que aquello que había pateado no era la serpiente sino un hombre tendido en el suelo; de todos modos, huyó a toda carrera.

Clara entonces se aproximó al cuerpo de su marido que yacía muerto en el pasillo y vio la espuma salida de su boca y la expresión de horror en sus ojos saltados por el abrazo del monstruo. Luego oyó unos gemidos apagados provenientes del comedor. Al asomarse, pudo comprobar cómo Martín hacía terribles esfuerzos por librarse de los reiterados ataques del animal que luchaba por estrujarlo y engullirlo.

Clara, entonces, corrió a su habitación, tomó su abrigo, se maquilló apresuradamente en el baño y salió del departamento diciéndose: «¿Por qué yo voy a correr como hacen mis pacientes? Los problemas hay que enfrentarlos y no entregarse al miedo. Si no podemos superar nuestros miedos, entonces no es posible vivir esta vida».

Es por esta razón que al salir a la calle, y al entrar en la confitería, iba Clara con aquel andar suyo, tan lento y seguro.

DESTRUCCIÓN

Valeria tenía la misión de destruir al mundo. Desde cuándo le fue asignada esta vasta tarea no lo habría podido decir, pero sí tenía la certeza de que el prójimo estaba para ser exterminado.

Esta era su realidad y así lo había asumido ya de niña. Quizás el hecho de ser bizca tuvo su influencia en la determinación de la pequeña. En la escuela siempre fue el objeto de las burlas de sus compañeras. «¿Me mirás cuando te hablo, nena?» o «¿Qué, tengo una mosca en la nariz?». Y Valeria se aguantaba y esperaba su momento. Sus venganzas de aquella época eran pequeñeces. Hacer tropezar a una enemiga en la escalera o romperle un cuaderno. Pero ella se estaba preparando para la ardua misión que le esperaba.

En la adolescencia, el mundo que aborrecía se abrió como un abanico y le dejó ver el colorido de posibilidades para llevar a cabo su cometido. Pues, pese a su defecto, no dejaba de ser una joven atractiva y los muchachos la deseaban.

Con esmero arruinó noviazgos de años y redujo a la mendicidad a los hombres más aplomados. Pero lo importante es que Valeria había encontrado su vocación. Para destruir al mundo se haría psiquiatra. ¿Qué otra profesión otorga semejante poder sobre la vida del prójimo? La idea de un pabellón de hospital con treinta cuerpos aniquilados por su voluntad la excitaba hasta el delirio. Esos inadaptados enfurecidos en su contra y convertidos en despojos humanos por el designio de su arbitrio.

Estudió con empeño y llegó a ser considerada la psiquiatra más meticulosa en la especialidad. Había grandes gratificaciones en su trabajo, el diario avance de la devastación de la humanidad. Pero, de todos los deleites que ofrecía el servicio, el mayor estaba, sin duda, en la sala de castigo. Allí iban a parar los desenfrenados en crisis y, tras ser debidamente drogados, ella se encargaba de encausarlos.

Fue así que un día el guardia le avisó que llegaba un trastornado que intentó apuñalar a su padre. Valeria resplandeció de alegría. Un caso freudiano para demostrar que la psicología es una pura habladuría y que solo aplastando la voluntad de esos retrasados se obtienen buenos resultados. Ordenó que fuera convenientemente amansado y se dispuso a desplegar su método de terapia.

El sujeto rondaba los treinta años y era de baja estatura, pero fornido. «El petiso deforme», pensó Valeria y le preguntó al enfermero qué le habían dado:

—Aloperidol y Nozinan. Una dosis para caballo.

—Muy bien. Déjenme sola con el paciente. Voy a ver si se puede encausar.

Los enfermeros se fueron y el guardia se quedó tras la puerta.

—¿Así que le rompés las pelotas a tu familia? Acá la que rompe las pelotas soy yo, ¿sabés? Llegaste a la salita del horror de Valeria.

El hombre mantenía la cabeza gacha, los párpados pesados y un hilo de baba caía de su comisura.

—Porque vos te creés que sos alguien, pero yo te voy a hacer ver que no valés un carajo. ¿Qué pasó? ¿Tu papá te tocó el culo cuando eras muy chiquito para entender que te gustaba? Acá te lo vamos a tocar hasta que lo pidas a gritos. ¿Me escuchás, gusano?

Por toda respuesta, el sujeto escupió al suelo. Y ella no pudo dejar de estremecerse al comprender que aquel escupitajo contenía tres pastillas azules y dos amarillas.

Tuvo tiempo de gritar por ayuda, pero el guardia fue reducido con facilidad por el psicótico.

Y lo vio cerrar la puerta y guardarse la llave en el bolsillo. Y, entonces, una convulsión recorrió su cuerpo, quizá no solo por su situación, sino al mirar a aquel sujeto a los ojos, pues él también era bizco, igual que Valeria.

LA MOSCA

He estado mucho tiempo solo por lo que llegué a comprender que la compañía de algunos seres, los más insignificantes, a veces, puede incluso despertarnos del letargo más macabro en nuestra descompaginada vida, solo si sabemos cobijar esa fortuna y no la dilapidamos.

La pequeña vida a la que me refiero es, en mi caso, una mosca. Un día el bichito apareció en mi habitación, muy campante y haciendo ostentación de su capacidad de zigzagueo fugaz. Yo me quedé helado pues no sé por dónde entró y hacía mucho tiempo que no compartía mis cosas con otra criatura. Desde ese instante, todos mis pensamientos fueron con la mosca. Su vuelo incesante no me permitió por algún tiempo notar detalles que la hacían hermosa y hasta majestuosa; pero el momento llegó. Luego de una espera eterna, la pequeña vida fue a posase justo entre mis pies, en el suelo sucio. De este primer descanso para mi visión y sentidos, me quedaron datos reveladores hasta el éxtasis. La mosca no era negra, como había creído en mis vacilantes observaciones de su vuelo; era gris, un gris platinado delicadísimo y absolutamente valioso. Si alguien quisiera ofrecerle a su novia una alianza, ese es el color que debería elegir. En cuanto a sus patitas que, como dije estaban sobre la porquería, puedo asegurar que eran de una sensualidad exaltadora. Unas matas sinuosas y redondeadas de pelillos negros que iban delicadamente afilándose hasta acabar en un rabillo como si le diera vergüenza pisar el suelo, princesita alada. Las alas, todos sabemos de las fibras y las transparencias de estos apéndices de las moscas; pero permitidme decir que eran tan grandes que uno podía pedirle que se quedara quieta por toda la eternidad para admirar esos pétalos exóticos.

Lamentablemente me detuve demasiado tiempo en la contemplación de estos detalles y la mosca volvió a su zigzagueante vuelo extraviado. Sus sacudidas me alteraban, es cierto, pero aún así yo sabía que aquella pequeña vida había venido para darle ánimo y sentido a mi condición. Hacía mucho tiempo que estaba solo, solo en mis cavilaciones y, qué puedo decir, aquel bichito era una fiesta para mi existencia y mis sensaciones adormiladas.

Siendo así, no es de extrañar que mi mente se sumiera en una revolución cuando al alocado animalillo se le ocurrió nada menos que posarse en mi tetilla, posarse, inmóvil, sobre mi tetilla con sus grandes ojos rojos mirando directamente a los míos. El mundo se convulsionó, hice un esfuerzo colosal para no saltar de júbilo y delirio ante esta alocada ocurrencia de mi nueva, pero ya íntima, amiguita. ¿Cómo no decir que éramos íntimos? Ella estaba parada con sus delicadas y sensuales patitas sobre mi anatomía, mirándome fijamente a los ojos con su millar de pupilas incandescentes. Me sentí un indolente, ¿por qué no la abrazaba y la besaba, y le declaraba mi más profundo amor sincero? Los errores que cometimos en el pasado los repetiremos hasta la imbecilidad en el infierno de los ineptos. Yo siempre la había amado y nunca le dije mi sentimiento por soberbia, egoísmo y necedad. Pero ahora tenía lo que merecía, la soledad de mi habitáculo olvidado.

La mosca terminó de frotarse las patas y remontó el vuelo, nunca más volví a verla. Todo sucedía otra vez. Me quedé sentado en mi silla esperando. Esperar a la mujer amada es una cosa, pero esperar a una mosca plateada es lo más triste que haya vivido un ser humano jamás. Mi soledad era aterrorizante. El abatimiento en el que estaba sumido desde que ella me dejó solo era comparable a la desesperación en la que caen los hombres cuando sienten la muerte inminente y no creen en nada que pueda consolarlos.

Yo nunca he creído en nada, pero en la mosca creí. Esperé pacientemente sentado en mi silla que ocurriera el milagro. Recé al Señor de las Moscas (no estoy bromeando), recé al Inmundo que me concediera una alegría en mi desdichada existencia.

Y Belcebú me respondió.

Una mañana sentí un hormigueo, un cosquilleo en mi tetilla. Y allí estaban, al momento, las mosquitas que salían de mis entrañas y se arrastraban por mi pecho y, finalmente, iniciaban su primer vuelo en la vida que colmaba el sótano. Desde ese día soy feliz, pues tengo una familia que me acompaña en mi morada.

Y a ella no la extraño ya tanto como en mi momento de desesperación, cuando tomé la escopeta y me sumí en este estado de completa descomposición emocional.

EL SUBTE

Al subir, notó que ella lo miró de reojo. Podría haber sido una casualidad si no fuera porque la mirada de los otros nunca es casual. Todos van pensando en algo. Todos tienen sus intenciones de trasfondo. Más una chica sensual que sabe del roce de sus ojos y de sus labios. Sin duda, lo había medido y estaba fingiendo indiferencia. Había que considerar las probabilidades. Hacer una evaluación apresurada. Pero ¿cómo pensar concienzudamente con el aliento de un sujeto a sus espaldas? Se volteó reiteradas veces para que el tipo registrara el mensaje pero, al parecer, era lelo o descarado. El que no parecía nada apocado era el lungo que lo observaba directamente a la cara, como si no hubiera en todo el vagón otro lugar donde mirar. Tan irritante resultaba que decidió sostenerle una contienda de persistencia. Claro que estaba el problema de la chica, ¿cómo atender al contrincante sin desligar el lazo que se había establecido con la aspirante? Desvió un par de veces los ojos para cerciorarse de que la muchacha seguía ignorándolo y, finalmente, decidió que era más importante su relación con ella que aleccionar a un desubicado. El subte avanzaba intempestivo por su estrecho corredor.

En la estación Pasteur descendieron muchos, pero no se desocupó ningún asiento. La chica se dejaba ver el rostro como una princesa ostenta sus delicados ademanes. Pero, ahora, al alto se había sumado otro desvergonzado. Un anciano que acababa de subir, lo observaba de refilón pero sin quitarle la vista de encima. «Parece que estamos muy aburridos», pensó con resignación. Sostenerle la mirada a dos sujetos no es posible así que se concentró en la muchacha.

Era una morocha de labios carnosos, exquisitamente vestida con camisa de seda blanca y una pollera negra mediana. No dejaba de ser sorprendente que permitiese ser admirada tan tranquila. Sus pechos eran firmes y abundantes, su cadera sinuosa y deseable. Estaba enamorado. Por eso no pudo dejar de sentir un furor cuando constató que dos niñas horribles lo examinaban desvergonzadamente desde su esquina. Era para empezar a creer que había algo en su rostro. Buscó alguna señal en las expresiones de aquellos sujetos pero, ni sus caras, ni su propio reflejo en la ventanilla, le reveló nada.

Supuso que la causa de aquella intrusión sería que se había sonrojado, pero él nunca se sonrojaba. Era indignante entender que la gente fuera tan irrespetuosa y descarada. Y, para colmo, una rápida ojeada a su alrededor le hizo percatarse de que a los primeros desubicados se les habían sumado otros. Un gordo desde su asiento y una vieja canosa que parecía una bruja. Esto ya era un ataque premeditado y alevoso. Su único resguardo estaba en la paz de la muchacha que, al parecer, disfrutaba de ser admirada. Empezó a pensar que, si tan solo aquella princesa correspondiera un segundo a sus requerimientos, entonces toda esa situación absurda quedaría justificada y nada de lo que hicieran esos malintencionados tendría ya importancia. ¿Qué puede importarnos la maldad del mundo si hemos hallado a la mujer soñada?

El subte se zarandeaba en su madriguera y fue un sobresalto que no se detuviera en la estación Medrano. Quizás estaba retrasado en sus horarios y tenía que adelantarse. El impulso que llevaba era como el de un murciélago aleteando trémulamente en las tinieblas de su caverna.

Y entonces, de manera lenta, la chica alzó el rostro y, de súbito, posó sus ojos en él. Al encontrarse sus miradas, no pudo dejar de sentir un vértigo aterrador. Aquellos ojos estaban vacíos, eran dos fosas sepulcrales bajo un armazón negro e inexpresivo. Su cara era una profunda tumba abierta, no había ninguna luz que animase aquel ataúd.

Quedó estupefacto ante ese abismo inescrutable y no pudo más que retroceder unos pasos hasta chocar con las puertas del tren. Entonces, miró a su alrededor y supo que todos lo estaban acechando. Vio cómo la bruja canosa se abría paso y se le abalanzaba sujetándole los brazos. A esta siguió el lungo, el viejo y el gordo. Aquellos seres se arrojaban sobre él y lo aferraban a medida que cada uno lo iba alcanzando, la masa frenética que atesta el subterráneo como una homogénea horda inhumana.

Y el convoy avanzó arrollador por los veloces túneles umbríos hasta arribar a la terminal, deteniéndose de forma pesada sobre los rieles lacerados, emitiendo un bufido seco y descorriendo al unísono sus innumerables portezuelas dobles; y el único sujeto que bajó del vagón en la desierta estación Tronador fue un ciego de gruesos lentes oscuros.

EL SACRIFICIO

En unas lóbregas catacumbas, donde la oscuridad era tan densa como la niebla, me encontré cómodamente sentado en lo que parecía ser un antiguo nicho. Había frente a mí un numeroso grupo de hombres encadenados, formando larga fila, y todos estaban ante un altar que era una gran tina de baño blanca. Junto a la tina, repleta de agua hasta el borde, había dos hombres que vestían atuendos rituales y parecían sacerdotes, pero bajo sus túnicas se revelaban sus cuerpos musculosos y fornidos como los de unos verdugos. Yo podía verlo todo plácidamente desde mi sitio en el nicho.

Y sucedió que el primer individuo en la fila, sin motivo aparente, se puso a gritar y a sacudirse intentando librarse de sus cadenas. Esto generó un importante tumulto entre los otros que se empujaron en masa.

Entonces, uno de los dos sacerdotes se acercó al sujeto y lo tomó con ambas manos de los hombros. El hombre se calmó y esto hizo cesar de forma instantánea a los otros, y el individuo fue conducido hacia la tina repleta de agua.

Los sacerdotes se colocaron uno a cada lado del sujeto y lo acercaron a la bañera, de modo que sus rodillas tocaban el borde. Se hizo un silencio general (yo estaba casi sin respiración) y, de súbito, los verdugos, tomando de la nuca al condenado, lo hundieron en la bañera, sumergiéndolo hasta la cintura.

El hombre sacudió violentamente la cabeza bajo el agua y trató de sostenerse en pie para hacer fuerza con sus piernas y así incorporarse y librarse de la muerte; pero los verdugos lo mantuvieron con la cabeza hundida y eran más fuertes que gorilas. El condenado siguió forcejeando y haciendo que la bañera se desbordara con sus sacudidas.

Yo me encontraba al límite de mis fuerzas. El nicho, que se me presentara en un primer momento como un sitio cómodo y seguro, se había vuelto una estrecha prisión que me impedía incluso gritar para intentar poner fin a aquel suplicio.

Me esforcé reiteradas veces y, finalmente, salió de mi garganta un potente alarido que se propagó con el eco por varios segundos. Entonces el condenado dejó de pronto de agitarse bajo el agua y todo se volvió quietud y silencio en la lóbrega catacumba.

Los otros hombres comenzaron de inmediato a murmurar entre ellos; y el murmullo se convirtió en una desordenada plática que llegaba casi a los gritos. Yo me sentí imbuido de aquella atmósfera y me puse también a hablar, aunque no sabía lo que decía.

Por fin uno de los verdugos alzó su mano y todo el balbuceo cesó de inmediato. El sujeto se reclinó junto con su compañero sobre el cuerpo del condenado tendido en la bañera y ambos, de un solo golpe, lo sacaron del agua. El hombre mostró sus grandes ojos mojados y se retiró los cabellos de la cara, secándose y tosiendo un poco. Luego se dio la vuelta y observó a todos los presentes.

Ante esto, los otros comenzaron a vitorear y a aplaudir, pues ya nadie tenía cadenas en sus manos. Entonces vi cómo los sacerdotes se acercaban al sacrificado y lo invitaban a sentarse en un gran trono excavado en la roca. El hombre se sentó y, tras un instante, miró hacia donde yo estaba, tosió un poco y me dedicó una mueca irónica.

Yo sentí un gran alivio y me recosté cómodamente en mi sitio. Todo el lugar se había llenado de luz y los presentes gritaban sus exclamaciones y expresaban su júbilo.

LOS BUITRES

Cuando llegué, ya se encontraban en aquella situación llamativa y enigmática. Los cuatro, como reunidos en asamblea o en un ritual silencioso, sentados en ronda en el suelo blanco de salitre.

A la distancia me habían parecido más pequeños, incluso pensé en murciélagos, pero al irme acercando pensé en perros y, estando ya a su lado, me asombró la enormidad de sus delgadas figuras. Desde las nervudas patas hasta el nacimiento del cuello (mantenían sus cabezas gachas y sus cuellos se retorcían y estiraban con leves movimientos de serpientes al acecho) calculé al menos dos metros. Teniendo en cuenta esto, no dudé en suponer que las alas desplegadas se extenderían en no menos de diez metros. Sus plumas negras constituían un manto tan compacto y uniforme que hacía pensar en sobretodos o pilotos para la lluvia, y su peculiar disposición en ronda los presentaba como unos niños macabros que se hubieran reunido para acordar una travesura de consecuencias terribles.

Animado por su aparente indiferencia, me aproximé y, pese a las punzantes miradas de que sesgadamente me hacían objeto y que —debo confesarlo— me helaban la sangre, pude penetrar calladamente por entre los dos que se mostraban menos animosos y, así imbuido de aquella atmósfera hostil, me hallé de pie en el centro de la ronda.

Entonces, buscando las palabras adecuadas que no fueran a alterarlos u ofenderlos, les expliqué que no era ese el modo como se suponía que debían actuar.

«Lo lógico —les dije— es que ustedes vuelen en círculos acechando desde lo alto a su presa, a aquel que creen que puede estar moribundo o cuyas fuerzas flaquean, y no esto de estar esperando que la comida les caiga del cielo».

Por un instante abandonaron su estado grave y ceremonioso para mirarse unos a otros en actitud expectante, agitando sus largos cuellos serpentinos en una danza encantada. Finalmente, no sin cierto desgano, comenzaron a mover con inquietud sus grandes cuerpos, disponiéndose a iniciar algo.

Uno, a mis espaldas, empezó a agitar sus enormes alas negras cual una capa sacudida por el viento. Al darme vuelta, noté que otro hacía igual y el tercero y el último lo mismo. Este incluso me rozó el rostro con sus frías plumas y mi cuerpo se estremeció con un triste recuerdo de agosto.

Ya los cuatro ascendían de forma caótica y con una dificultad que hacía pensar en hilos o cuerdas que estuvieran sujetándolos al suelo, como enormes transatlánticos que quisieran zarpar habiendo olvidado levar amarras. Las grandes alas desplegadas se entrelazaban y chocaban en un batir suntuoso y de ritmos dispares, en donde el golpeteo de los huesos producía chasquidos intermitentes y el roce de las plumas era el suave murmullo de la leve caricia de la seda; y todo aquello vino a constituir una humareda que se había extendido a mi alrededor.

Pero, finalmente, pudieron ascender gracias a un viento que sopló desde abajo y nos elevó a todos por un instante. Y el confuso ascenso se organizó luego en un vuelo en ronda, a la manera de la que formaban aquellas criaturas estando en tierra, de modo que me hallé coronado por una aureola de buitres.

Ahora ya estaban los cuatro en el aire y solo faltaba que subieran a una altura razonable como para poder ubicar una presa.

Les indiqué esto desde abajo a los gritos y evidentemente logré despertar alguna meditación en sus pequeños cráneos llenos de instinto, pues el círculo que acababan de conseguir se desbarató por un momento. Pero pronto los cuatro habrán tomado una resolución, pues ya la ronda se recomponía a una mayor altura y yo podía apreciarla con una mezcla de estupor y sobresalto por hallarme justo debajo de su centro.

INFIERNO GRANDE

El pequeño pueblo de Vicuña Mackena consistía simplemente de una calle principal y diez casas contiguas a cada lado. Eso es todo, una rayita en la inmensa llanura. Y al fondo de la calle estaba el tanque de agua. En la cima del tanque vivía «el loco» Benicio. Porque Benicio era loco, pero no tonto. Los niños del pueblo disfrutaban de atacar al desdichado toda vez que podían. Al salir de la escuela se dirigían en bandada a apedrear e insultar al infeliz: «¡Loco!, ¡loco!, ¡loco!», era el placer de los villanos infantiles. Pero Benicio sabía qué hacer. Sabía que los atacantes no tenían suficiente fuerza para alcanzarlo con piedras grandes; por eso se mantenía en la cima del tanque.

Lo cierto es que Benicio no padecía de ninguna demencia. Se ganó la fama por ciertas extravagancias, en especial la de no querer trabajar. Su dejadez era inconmensurable. Tampoco quería bañarse, ni afeitarse, ni hacer nada de lo que todo el mundo hace. Así, entre los adultos del pueblo, cosechó el desprecio y la incomprensión. Y alguien, alguna vez, dijo que estaba loco; y el pueblo entero gustó de esta idea. Es que no solo los niños son malvados, o mejor dicho, ellos exteriorizan la maldad que los adultos disimulan.

Un día, Benicio se apareció con unos palos, y nadie tenía la menor idea de dónde los había encontrado. Los niños del pueblo comenzaron a hostigarlo por tener aquellos leños. En verdad era como si cualquier cosa que hiciera o dejara de hacer estuviera definitivamente mal. Benicio no se inmutó; y les dijo, con paciencia:

—¿Saben lo que significa el nombre Benicio?

—No. Ni idea.

—Amigo de cabalgar.

—Ves que estás loco. ¡Loco!, ¡loco!, ¡loco!

—Miren. Con toda esta madera voy a construir mi hogar. ¿Van a venir a verlo, no?

—Si vos vivís en el tanque de agua, loco.

—Ya no más. Me merezco mi mansión, el refugio de mi ancianidad, mi altar.

—Pero eso son solo un montón de palos.

—Cuarenta, exactamente. ¿Vieron que sé contar? En una noche mi casa estará levantada.

Los niños se miraron unos a otros como diciendo: «Este sí que está loco». El demente había elaborado su plan con meticulosidad y paciencia. Se comportó como un caballero con aquellos niños infelices. Y los convenció de que aquella noche fueran a admirar cómo levantaba su casa de la nada, con solo unos cuantos palos.

—Muy bien, mis terribles soñadores. Veo que han venido todos. Podemos empezar con el trabajo. Pero antes de empezar, ¡el brindis! Brindo por este pueblo. En especial por sus padres, que mañana verán el fruto de mi esfuerzo, y comenzarán a tenerle respeto a la inteligencia de los locos.

Benicio trabajó toda la noche, como nunca lo había hecho en su vida, y los niños estaban a un lado; algunos ya dormidos o adormilados.

Amaneció un día rojo en Vicuña Mackena. El bajo sol prolongaba las sombras ingrávidas hasta el horizonte, y en la calle central se sentía la presencia de algo que llamaba a los habitantes del pueblo como un grito salido de la garganta de un contranatural.

Tras el primer alarido escalofriante vinieron otros, tanto de mujeres como de hombres; y todos presenciaron la hilera de veinte cruces con los niños del pueblo desnudos y clavados de pies y manos; aún vivos, aún respirando en su agonía.

Nunca nadie supo más nada del loco Benicio.

LA ORGANIZACIÓN EJECUTORA

Lo han sentenciado a muerte. Se lo notificaron un día hace mucho y se lo recuerdan muy seguido, a diario. Él no puede hacer nada más que oírlos y comenzar a temblar. Es que nunca le han dicho cuándo se llevaría a efecto la sentencia. No hacen más que recordarle, desconsideradamente, que un día de estos lo han de suprimir. También le explicaron que no tiene por qué temer ni preocuparse, porque cuando lo hayan anulado, ya no sentirá más miedo ni ansiedad, ni ha de experimentar la sed de venganza, ni el menor rencor hacia sus verdugos.

En los peores momentos habla solo como si estuviera hablándole a ellos: «Pero si yo nunca busqué entrar en relación con ustedes. Pero si yo no he hecho nada. Esto no puede ser más que una injusticia». Se retuerce las manos en su asiento y se dice: «No puede estar pasándome a mí».

Además, la Organización cuenta con empleados en todas partes. Solo por mencionar algunos: sus padres, su esposa, su hija también, al menos uno de los que creía sus amigos, todos sus compañeros de trabajo, sus vecinos, la mesera que tanto le gustaba.

Así las cosas, no puede evitar entrar con temor a todas partes, y se sienta en los rincones apartados. No busca ni llama a nadie. Ve venir a la mesera desde lejos y medita en que no se le haría imposible despreocuparse del asunto e incluso aceptarlo, y resignarse a caer algún día bajo el golpe fatídico, si no fuera porque se lo están recordando a cada instante.

Es la Organización Ejecutora, que ya ha amenazado a todo el mundo y siempre cumple sus promesas.

ALGO HAY QUE HACER

Es que estamos acostumbrados, eso pasa. Dice Nora y lo afirma sacudiendo la cabeza. Estamos acostumbrados, por eso. Y quién le va a discutir algo a Nora, si ella ha sufrido aún más que yo. Deberíamos hacer algo, me atrevo a decir, ocultándome tras una supuesta reflexión para mis adentros. ¡No!, exclama ella, como si yo hubiera hablado de matarlo. ¡Jamás!, y yo vuelvo a sentirme perdido y desesperado en mi soledad.

Claro que podríamos matarlo. No hay leyes para eso. Y sin duda sería lo mejor para nosotros pero… es como dice Nora, estamos acostumbrados. Jamás vamos a hacer nada, tengo que resignarme. Eso va a seguir ahí aplastando nuestras vidas como un hipopótamo que hubiéramos traído de la selva para ser nuestra mascota. ¿Por qué lo trajimos? Me pregunta ella con sus grandes ojos melancólicos. Ni siquiera lo pensamos, le respondo yo en silencio. Éramos jóvenes. No veíamos las dificultades, solo nuestro amor. Y cuando el primer fuego se apagó, vino el segundo. Pero las cenizas se han extendido y son un torbellino que amenaza arrastrarnos el aliento.

Claro que eso no se entera de nada de lo que pasa. Es como si todo esto fuera lo más normal del mundo. Es necesario haber vivido y haber experimentado la vida para percibir las fluctuaciones, las luces y las sombras. Pero eso está instalado en las tinieblas cual si fuera lo más natural. A veces dice: «Me siento mal». Pero es algo del estómago o de los músculos. No es la desazón que siente y reconoce el que ha conocido la dicha en otros tiempos.

Y, para colmo, Nora lo ampara y justifica. No pierde oportunidad de decirme que si no fuera por eso, no habría nada entre nosotros. Cuando arruina el día (día tras día, semana tras semana) ella sostiene que las horas podrían ser mejores pero no distintas. Según ella todo esto nos lo ha traído la fatalidad.

¿Matarlo? Claro que podríamos matarlo. No hay leyes para eso. El leve filo hundiéndose invariablemente en su garganta.

EL UNIVERSO YERTO

¿Por qué ha muerto todo el mundo? No me explico cómo pudo suceder esto. Y, por cierto, ¿dónde estaba yo cuando pasó? Es como si hubiera dormido por milenios hasta que el sol se enfrió y las galaxias se apagaron y, entonces, inconcebiblemente, yo desperté y me hallé en la desolación. Esta explicación no es satisfactoria, no me creo cualquier idea que se cruza por mi cabeza, pero ¿por qué ha muerto todo el mundo?

Recuerdo haber estado metido en mi pieza por mucho tiempo, demasiado quizá. Pero eso no justifica que, al salir un día, la Tierra estuviera devastada, las calles petrificadas, los automóviles abandonados, los árboles consumidos, el sol apagado, las estrellas muertas y, lo que me espanta, todos los seres humanos tirados y desparramados sin vida en la tétrica noche anónima.

Caminé muchas cuadras buscando algo que se moviera, aunque más no fuera empujado por el viento. No había viento. No había cielo, no había una sola insinuación de vida en todo el cosmos. Yo era la única existencia en el polvoriento universo agrietado y yerto.

No lloré de inmediato, pasaron algunos momentos. Que no se me malentienda, ¿acaso se llora lo inconcebible? Es cierto que el tiempo en mi pieza había endurecido mi corazón, pero finalmente lloré. Me lamenté en soledad por la enajenación de la creación. Allí no estaba Dios para justificar lo sucedido. No estaba la Piedad para lamentarlo. No estaba el Milagro para repararlo. Solo estaba yo cual un oscuro Titán que daría testimonio a nadie de la desaparición de todo y su irremediable caída en la nada.

EL ABAO AQÚ Y EL MAESTRO

En una ciudad de la India hay una torre de piedra, alta y delgada, desde cuya terraza se puede apreciar el paisaje más bello de la Tierra. Es la Torre de la Victoria, en Chitor.

En la Torre de la Victoria está el Abao Aqú, instalado en el primer peldaño de la escalera espiral.

Pero el animal no existe sino en estado latente. El viajero que se llega a la torre no puede verlo ni percibirlo. Cuando el visitante coloca su pie en el primer escalón, el Abao Aqú comienza su desarrollo hacia la existencia. A medida que el viajero asciende por la escalera, el animal va surgiendo de la inmaterialidad y se va haciendo perceptible y más vital. Y, cuando el hombre llega a la cúspide, el Abao Aqú está casi completo. Pero sucede que el Abao Aqú es una criatura sensible a las virtudes humanas. Si el hombre que sube la torre es noble y virtuoso, él alcanza la plenitud; pero si no lo es él sufre y se queja con un leve gemido y rueda por las escaleras hasta posarse, inmaterial, en el primer peldaño.

En mil años, solo un ser lo ha despertado hasta el éxtasis.

***

El maestro llegó a Chitor por el camino de los peregrinos. Ante la torre tocó las piedras y dijo: «Es muy alta». Se internó en ella y comenzó a subir por la antigua gradería. El Abao Aqú despertó entonces de su inconsciente letargo y comenzó a ascender tras los pasos del peregrino. En su marcha, el animal iba cobrando mayor fuerza y vitalidad. Y cuando el hombre llegó a la cima, estaba listo para despertar.

El maestro se recostó sobre la baranda y observó todo a su alrededor en la lejanía. Pero un murmullo le llamó la atención a sus espaldas. Se dio la vuelta y dijo: «He contemplado el paisaje más maravilloso del mundo… pero tú lo eres más». El Abao Aqú tuvo así la plenitud y descendió lentamente la escalera hasta ubicarse, inmaterial, en el primer peldaño.

El maestro, al retirarse, se cruzó con un viajero, que le preguntó:

—¿Has subido a la torre y has visto el paisaje más bello?

El Buda le respondió:

—Lo he visto. Pero debes saber que hay dones mayores que este y que están vedados a quienes no podrían comprenderlos.

El hombre le replicó:

—Me apenaría mucho perderme esa gracia.

—Hay otros que sufrirán más por esa ignorancia —lo aleccionó el Iluminado.

NATURALEZA

Maravilla de la naturaleza. El sol resbala tibio sobre la piel en gotas de sudor humeante. El río brilla con fulgores platinados y en su suave lecho piedrecillas de colores tintinean. La tarde es una sábana agitada al viento, se bate y se despliega henchida de calor. Crece el verdor por todas partes como musgo y pasto, y árboles. Saltan los insectos y vuelan las abejas refrescándose en las flores esparcidas por doquier, en montículos, en lomadas, en alfombras perfumadas. Se extienden los trigales por los campos como rubias cabelleras ondulantes. Vendavales de colores azotan las montañas. Los imponentes cedros se mecen en las alturas rumiando soledades; silentes colosos que ensombrecen pastizales. Hay pequeñas torres de piedra con sus musgos ancestrales; sin que aún hayan comenzado los tiempos ya se esparcen las ruinas medievales. La tarde nueva ya es antigua y sensible como un romance, canta y rima del amor y vastedades. Las grandes planicies juegan a esconderse. Las altas cumbres resplandecen de blancura, parece que quisieran fundirse con el cielo en blancas nubes níveas.

La llanura reposa desplegada como un tablero de ajedrez. Bajo un ombú, Dios está tomando mate. A la sombra de los sauces el rocío se refugia indiferente. Crece la maleza exuberante en las márgenes ribereñas. Más arriba, los vapores se apretujan en listones coloreados; hay violetas, los hay fucsias. En la tarde nueva, el cielo es de un celeste tan sutil que la noche y sus estrellas se divisan tenues sobre el manto transparente. El claroscuro de la luna se mece contrastando. En un colmo de pereza, el día sueña que es de noche. Relucen relámpagos aunque no hay tormenta; a la hora de lucirse se están luciendo como atletas. Las estrellas supernovas exudan sus aureolas, ruedan como bolas los planetas, chispean los cometas, giran asteroides a montones en sus órbitas. El anillo de Saturno va danzando como un trompo.

De todos los quehaceres, el que impera es demorarse. En el principio de los tiempos la tarde está perdiendo el tiempo. El día es un retozo inacabable. Bostezan satisfechas las rechonchas nubes boquiabiertas.

Nada arguye, nada piensa.

El ave descansa,

y la nutria,

también el pez reposa.

Solo la serpiente está atareada

—ya vieja, ya encorvada—

convenciendo a Eva de que pruebe aquella fruta sonriente a la mirada. Más allá Adán está reconcentrado jugando con ramitas.

EL LIMBO DEL SUR

Bajo el cielo rojo de Buenos Aires, Robert Saldorf se secó la frente con un pañuelo y contempló el grueso obelisco negro que se alzaba semienterrado en el asfalto. Este era ya el séptimo con el que se topaba desde la mañana. ¿Por qué los habitantes del limbo gustaban tanto de los símbolos de poder? En este punto los informes de los estudiosos eran contradictorios. Unos decían que el uso de la fuerza era imprescindible para sobrevivir, pues los triunfadores oprimían a los débiles. Otros, en cambio, decían que los débiles eran protegidos por estos triunfadores. Otros más afirmaban que los triunfadores eran en verdad los débiles. Cualquiera fuese la verdad, lo cierto es que los habitantes del limbo se habían autofagocitado.

Los últimos datos coherentes eran fechados a comienzos del siglo veintiuno. El poder de los triunfadores había llegado a su apogeo y, entonces, los débiles eligieron voluntariamente a los abusadores. Por qué hicieron esto nadie lo sabe, la ciencia histórica se halla en penumbras ante este hecho nebuloso. Lo que sí se sabe es que diez años más tarde los débiles, o los triunfadores, declaraban la guerra total.

El caso es que los débiles eran aliados de los triunfadores opresores. O, al menos, los seguían como un perro a su dueño. Esta relación simbiótica entre opuestos ha sido siempre un enigma para el planeta habitable. Unos sostienen que estaban tan cegados por la ilusión que eran llevados a depositar sus esperanzas en los opresores. Otros, que el yugo impuesto por los triunfadores era inquebrantable. Como ya se ha dicho, hay quienes dicen que los débiles eran los triunfadores.

Saldorf avanzó bordeando los lagos de nafta ardiente y se detuvo ante otra de aquellas moles de granito. En su superficie pudo ver una enorme y enigmática X tallada a cincel. Aquellos símbolos estaban por doquier. ¿Qué querían decir? ¿Quiénes los habían grabado? ¿Fueron el símbolo de los débiles? ¿O fueron el símbolo de los triunfadores? Las preguntas eran infinitas y aquella investigación solo había logrado reflotar su incertidumbre.

Saldorf se subió a su nave robótica y le pidió que lo llevara de vuelta a casa. El control de mando emitió un suspiro de alivio y fijó rumbo al norte, feliz de dejar atrás la frontera de lo impenetrable.

LA CAMPANA

a mi amigo Jorge Monder

¿Por qué alguien querría hacer sonar la campana de la iglesia ininterrumpidamente? ¿No sería esto como una locura?

Sin embargo, hace un año que me mudé a este pueblo y desde entonces ha estado sonando. Al principio la oía como el tintineo de una bicicleta o el residuo de algún ruido de la ciudad. Solo después de algunas semanas comprendí que la campana de la iglesia estaba sonando sin cesar.

Mirando a mis vecinos, mirando a la gente del pueblo, en mis ojos reluce la pregunta: «Pero ¿es que ustedes no la oyen?». Ellos hacen entonces un gesto ambiguo, que más parece relacionado con el estado del tiempo que con satisfacer mis inquietudes. Y yo no vuelvo a preguntar, aparto la mirada.

Pero no dejo de pensar en que el mayor problema es que suene tan suavemente, porque si sonara más fuerte sería un escándalo, y entonces seríamos muchos los que correríamos a la iglesia a ver qué pasa. Mas uno solo no.

Principalmente porque está allí el cementerio; el sitio al que todos van más allá de sus propósitos. Y, cementerio e iglesia, forman un conjunto. Lo que hay en el osario es santo y en esa insulsa iglesia hay algo funerario. Es por eso que yo me mantengo alejado de ella, pero no puedo evitar oír su melancólica campana.

Los campesinos son gente sencilla. Viven aferrados a la vida tanto como un topo sabe aferrarse a las tinieblas. Y, de tan simples que son, creo que aún en la desgracia se aferrarán a ella por ser la realidad que les toca transitar.

En las tardes oscuras, en el interminable invierno monótono, está ese golpeteo que no llega a ser insoportable; y quizá por eso mismo es agobiante y frío y cala con su latosa insistencia. Yo la oigo imponerse al paisaje desolado y me pregunto: ¿Quién la hace sonar? ¿Qué quiere decir ese martilleo? ¿Por qué nadie hace nada? ¿Hasta cuándo tendré que escucharla? Y, por sobre todas las cosas, ¿hasta cuándo?

Por mi parte puedo decir que, si ese sonido me va a seguir atormentando impunemente, entonces preferiría irme de este páramo gris y fantasmal.

LOS EXTRAÑOS

Joseph despertó de buen humor aquella mañana. Su hermano Thomas se había ido a dormir a lo de un amigo y toda la pieza le había quedado para él solo hasta el mediodía. Tendido en su cama, se dijo que debía aprovechar la ausencia del estricto congénere y emitió un ruidoso eructo que, por primera vez, no sería condenado por el señor inquisidor. Más que satisfecho, se desperezó estirando los brazos hasta casi tocar los libros en la biblioteca sobre su cabeza. El calor de la mañana entraba por la ventana y él se demoró en la contemplación del lomo de Los demonios, «tanto libro para que a nadie le interese», se dijo. Miró sus pies, bastante sucios, y decidió que se iba a dar un baño, pero antes comería un poco de panceta y huevos con jugo de naranja. Se levantó de un salto y pudo oír cómo su madre retiraba una sartén en la cocina. El padre cerraba sonoramente la puerta de calle y ya estaría ojeando los titulares del diario. Joseph salió al pasillo y le chistó a su perro Joss, que no aparecía por ningún lado. Confundido por esta falta, se dijo que estaría persiguiendo la bicicleta del diarero y fue hasta la estrecha escalera de madera. Entonces Joss salió corriendo de la cocina y atravesó todo el living emitiendo un quejumbroso aullido como si se hubiera lastimado con algo. «¿Qué pasa, Joss? ¡Joss!». Joseph se quedó petrificado por la escena. Jamás había sucedido algo semejante. El perro había salido huyendo al jardín trasero y era imposible hallar una explicación. Descendió rápidamente la escalera y, atravesando el living, se asomó a la cocina. El padre estaba sentado a la mesa con su diario y la madre estaba frente a la pileta, ambos de espaldas. Se acercó de manera agitada y les preguntó:

—¿Qué le pasó a Joss? ¿Por qué salió corriendo así?

Los padres no respondieron y ni siquiera se dieron vuelta.

—Mamá, ¿qué pasa?

Era como si él no estuviera allí. Se aproximó de forma sigilosa y le tocó el hombro a su padre:

—Papá, ¿qué pasa?

Entonces la madre se volteó y le dijo:

—Joseph, ven a comer tu desayuno.

Joseph dio varios pasos hacia atrás y se tropezó con una mesita del comedor. Pudo ponerse en pié y, de inmediato, huyó desesperado escaleras arriba. Entró a su pieza y le quiso echar el cerrojo, pero su hermano se había llevado la llave. Como pudo, trabó la puerta con una silla y esperó.

¿Qué podía hacer? Estaba atrapado en aquella casa. Su padre tenía suficiente fuerza como para entrar y ya los escuchaba subir las escaleras. Si salía al pasillo, lo estarían esperando aquellos seres y, adentro, no resistiría mucho tiempo. Solo quedaba una cosa que hacer.

El padre comenzó a forcejear con la puerta y parecía decidido a derribarla. La madre, con una voz lejana, le decía que abriera.

Joseph tomó carrera y, en el mismo instante en que la barrera era vencida, atravesó el ventanal y se desplomó en el jardín junto a la pileta.

Ambos se acercaron al hoyo en la ventana y vieron el cuerpo tirado en el piso. Se miraron el uno al otro y se dijeron:

—Tendremos que arreglarla.

—Thomas lo hará, él arregla todo.

—Tiene que quedar como si no hubiera pasado nada.

—Thomas es un experto en carpintería.

LA REDENCIÓN

Era un hombre grande, ya. Su padre lo había dejado allí a los once. La vida es feroz. En el subte todos los empleados lo conocían a Alfredo: «¿El cieguito que vende anillos? Sí, Alfredo. Un buen tipo. Callado, introvertido; como todos los ciegos, ¿no?». Su padre no quiso arrastrar con esa carga y planificó el abandono por años. Alfredo, después de tanto tiempo, era consciente. Hasta le había enseñado mal su dirección durante toda su infancia para que no pudiera volver. Lo dejó una tarde con su valijita, y desde entonces, estaba en el subte, estación Juramento, línea D.

En el andén era siempre la misma rutina. El traqueteo lejano, el temblor que se aproxima, y Alfredo que deja la maletita y se acerca sigilosamente a la plataforma, para asomarse al túnel lleno de presentimientos. Todo sucede en un instante, el foco deslumbrante, el espanto, el anhelo y, por fin, la desilusión, la oscuridad del pozo negro y la tormenta de la máquina que estremece la estación.

Esta operación se repetía cien veces al día, pero en los ojos huecos de Alfredo siempre había la esperanza, siempre la expectación. Algún día llegaría esa ráfaga, esa libertad. Porque de niño fue normal, pudo ver hasta los cinco años. Después la difteria y la muerte de la madre, pero él sabía qué es la luz. Pudo verla bañando a las palomas en un parque que era más grande que el cielo.

Y volvería a verla. Su madre estaba en el paraíso implorándole a los ángeles tan solo ese favor. Un pequeño milagro, un milagro entre tres. Luego regresaría a los anillos. Como si nada.

El tren muchas veces se retrasaba… Buenos Aires. Pero Alfredo lo esperaba con fervor, y no dejaba pasar una formación; esa podía ser la suya, su ángel. Al estremecimiento seguía la desilusión, y los anillos de siempre.

Un día, el tren se demoró al punto de inquietar a los empleados. No había anuncio de ningún retraso, nada raro, pero el aparato no venía. Se hicieron averiguaciones desde la ventanilla, pero no había explicación.

La estación estaba desierta. Los dos empleados hablaban con el guardia de seguridad.

Entonces, se sintió el temblor de la formación conmoviendo el túnel. Aquella maquinaria venía con un ímpetu demoníaco. Lo intuyó, ¿o lo sabía? Rápido apartó la valijita y se inclinó sobre la bóveda negra. Se agachó y, laboriosamente, descendió sobre las vías. El guardia no hizo a tiempo para detenerlo. Alfredo abrió los brazos en cruz y esperó el golpe del reflector deslumbrante…

Los empleados corrieron gritando por todo el andén. Algo terrible había sucedido. El guardia intentó poner orden en el tumulto que descendía señalando a las vías. La masa se apiñaba y empujaba para ver al desdichado.

Pero toda aquella manifestación fue interrumpida por la escena, algo grotesca y ridícula, de un hombre mayor bajando de la formación y despidiéndose, entre gimoteos y sollozos, de quien, sin duda, era su ancianísima madre. Sus lágrimas salían de las tinieblas y se arrastraban, dichosas, a la luz. Se abrió paso hasta su valijita y recogió sus cosas. Se calzó los anteojos oscuros. Podía volver a los anillos. Estaba redimido.

LA TORRE DE SANGRE

De todas las obras que emprendió el gran rey asirio Teglatfalasar —la biblioteca de palacio con El que vio el abismo, el Enuma Elish y el Descenso de Ishtar al Infierno; el zigurat de Adad en Assur; los leones heridos en la sala de las mujeres—, ninguna tan monstruosa como la torre de sangre.

Cuando avanzó sobre el reino hurrita hizo un gran destrozo en su ejército y en las mujeres y niños —estrellados contra las paredes y en las encrucijadas—, y cuando llegó a Urartu el ejército enemigo no se presentó a combatir. El asedio duró dos días y, al tercero, su rey colgaba despellejado de las murallas. Allí el gran rey se ensañó con el pueblo, pues dos días de resistencia eran una afrenta ignominiosa. Se alzaron decenas de montículos con las cabezas degolladas de los hombres; se trenzaron collares con las palmas de las manos de los enemigos, que los soldados lucían colgando de sus cuellos junto al carcaj; se produjeron más violaciones que en ningún otro lugar, pues las mujeres eran bellas; imperó el terror por cuatro semanas. A la quinta el rey estaba hastiado.

Abrumado y harto, el gran rey se dio en pensar en el porvenir de su imperio. Todos los pueblos estaban sometidos. No quedaba nada más en el mundo, pensaba tristemente el monarca. Los niños estrellados, las mujeres violadas, los guerreros degollados… nada más. Entonces, una noche, Teglatfalasar tuvo una visión de los dioses. Soñó que un gigante lo atacaba, y él lo hendía con una lanza. Del pecho abierto surgía la sangre materializada en otro gigante que, en lugar de agredirlo, se le acercaba dócilmente y se hincaba a sus pies.

Por la mañana, el gran rey llamó a sus arquitectos, y les dijo: «¡Construid una torre con la sangre de mis enemigos!». Los constructores quedaron estupefactos. ¿Cómo levantar una fortificación de sangre?

Dos días pasaron sumidos en sus especulaciones. Al tercero se presentaron ante el monarca y le dijeron: «Alzaremos la torre. Pero serán necesarios miles de vasallos para su realización. Pueblos enteros». El rey lucía radiante, no podía estar más contento.

El método era complejo. Había que vaciar a los donantes vivos y juntar la sangre en cubetas cuadrangulares. El líquido era mezclado con un poco de arcilla, una cuarta parte; y secado al sol durante cinco días. El resultado era un ladrillo de sangre coagulada que tenía suficiente resistencia como para elevar con ellos una edificación. Un hombre adulto servía para un ladrillo, de las mujeres se necesitaban dos, cuatro niños resultaban en un adobe adecuado.

A los tres meses la torre estuvo terminada; y se organizó una gran ceremonia para su inauguración. Era el séptimo verano que el rey ostentaba el poder del ahora pacífico imperio asirio. Los grandes dignatarios y sacerdotes viajaron desde los más recónditos lugares del país.

Entonces, los arquitectos, orgullosos, invitaron al monarca a ascender la delgada escalera espiral de la torre. «Recuerda —le dijeron—, cada escalón que pisas son diez de tus súbditos».

El rey ingresó con gran parsimonia y, ya en la entrada, pudo percibir un extraño zumbido que bajaba desde las altas almenas. «Interesante efecto —se dijo—. Es como si los pueblos me estuvieran aclamando».

Entusiasmado inició el ascenso, sin dejar de pensar en los hombres y mujeres, jóvenes y viejos que se sumían a sus pies. Miles de oferentes que yacían para gloria de su nombre. Y aquel murmullo, como voces de sus almas, que bajaba incesantemente desde el Cielo eterno.

Cerca de la cima el rey se detuvo, conmovido ante su propio poder; los estrechos muros de vida que lo vitoreaban con aquel zumbido cada vez más intenso. La imponente obra erecta que testimoniaba su dominio sobre la Tierra y los hombres.

Teglatfalasar, ante aquella vociferación de multitudes, exaltado, exclamó a los cielos: «Seré llamado el señor de la torre. Seré llamado el señor de la sangre. Seré llamado el señor de… de… de… ¡las moscas!». Y todas las moscas penetraron y colmaron su asquerosa boca inmunda y cayó de la torre y quedó partido a los pies de sus mil víctimas inocentes.

DESPERTAR

Cuando despertó, el chacal estaba ante su vista, lamiéndose el hocico y rascándose las nalgas, tranquilamente, en el centro de su pieza.

Parecía demasiado atareado en su labor como para que le hubiera prestado alguna atención. De todos modos, ella se estremeció y fue, sigilosamente, a subirse al frondoso árbol añoso que la amparaba. Trepó con cautela y esperó a que el intruso se fuera. Pero un escalofrío le surcó la espalda al percatarse de que la copa del árbol estaba llena de chacales, todos subidos como monos y dejando colgar sus patas.

Como pudo descendió, tratando de no alterar a aquella jauría y huyó a la pieza contigua.

Pero las cosas eran como ella lo había intuido.

Su anciana hermana, que dormía en la pieza de al lado, había sido destrozada por las fieras. Los restos eran unas manchas rojas entremezcladas con las gruesas mantas invernales.

Indignada atravesó el pasillo, colmándose de furor y, ya en su pieza, le gritó con odio al chacal del suelo:

—¡Tú has hecho esto, criminal!

El animal la observó con extrañeza, desde la lejanía de su naturaleza indescifrable. Y, luego de un silencio recóndito, fue lentamente a treparse al árbol, quedándose allí, con su familia.

Entonces ella, aunque triste, fue también de regreso a su cama. Se acostó y, somnolienta, se quedó observando hacia lo alto, hacia aquella copa del árbol, toda poblada de chacales que se dedicaban a lamerse los hocicos y, algunos, a rascarse las nalgas, dejando colgar sus patas.

EL ÁNGEL

En la triste plaza Miserere, confluencia de la riqueza de Buenos Aires con la necesidad del conurbano, tripería de la singularidad, reducto de delincuentes, paradero de alienados, bien apodada plaza Miserable, bajo un cielo encapotado, en una larga fila amorfa, esperando el 115, estaba Alfredo Barro resistiendo la marejada que salía del ferrocarril y arremetía embistiendo como una estampida de vacas estúpidas. La ignorancia de los amuchados, la sensualidad de la masa idiota. En aquella vacuidad de pensamiento, los músculos tensos en ojos huraños, el único descanso estaba en escrutar el cielo abierto.

Y, cuál no sería su sorpresa cuando, en lo alto, Alfredo divisó un sujeto desnudo, empequeñecido por la distancia, que se abría paso entre dos densas nubes opacas. Aquel tipo parecía decidido a bajar desde el éter con su luminosa cohorte de manifestaciones. El milagro popular, la última revelación pública, el despertar de la conciencia.

Se frotó los ojos y se dijo que una gota lo habría obnubilado pero, al devolver su vista al cielo, el ángel ciertamente había atravesado los vapores nebulosos y estaba descendiendo directamente sobre la plaza congestionada. Sus doradas alas desplegadas y el fulgor de la piel blanquísima. Alfredo extendió sus brazos para recibir al intermediario.

Todo sucedió en un instante. El ángel tocó tierra entre destellos y fulgores, y un grueso caudal de viajeros arremetió desde la estación estremeciendo la ya intransitable plaza multitudinaria. Aquella marejada lo envolvió y lo arrastró en su estrepitoso anonimato. El ángel no parecía hecho para las grandes conglomeraciones. Fue empujado inescrupulosamente por la densa masa inconsciente.

Alfredo estaba desesperado. Lo buscó a su redentor por entre el vulgo innominado. La salvación definitiva perdida entre la muchedumbre, la última revelación, malograda. Se cansó de describirle la aparición a aquellos rostros imbéciles. No podía creer lo sucedido, no encontraba explicación para semejante fracaso. Después de hora y media, ya rendido, se dijo que lo único que importaba era volver a casa y descansar.

Es así que, cuando el pordiosero de lastimera traza le pidió una limosna, él rebuscó en su bolsillo de mala gana y extrajo unas cuantas monedas, de las cuales apartó el costo del pasaje, y le dio los quince centavos que le sobraban.

FUMANDO ESPERO

Siempre he estado muy solo y, para colmo, con poca actividad, pues vivo de rentas. Por esta razón es natural que me haya entregado a uno de los vicios más comunes de los ociosos. El fumar es para mí un bálsamo. La vida es corta pero las horas son tan largas y el cigarrillo endulza mi tiempo libre.

Mas he aquí que el otro día me sucedió algo curioso. Al pedirle al quiosquero mi atado de Marlboro el muchacho me respondió: «Un momento», y se fue al fondo del local. Abrió una gran heladera de acero inoxidable (que yo nunca había notado) y salió de allí cargando un muerto sobre su espalda. Vino hasta mí, jalonando el cadáver, y tomó del mostrador la cajetilla que le había pedido. Finalmente dijo: «Aquí tiene, un Marlboro». Me sentí aturdido, me invadió el desconcierto, pero el buen joven comprendió mi situación y me tranquilizó: «Es una nueva ley por su bien. Llévela a su casa y, por cualquier cosa, su nombre es Asfixia». Yo dije: «Si es por mi bien, está bien», e hice como me dijo el muchacho, la llevé a Asfixia a mi casa.

La senté en un sillón y, desde el sofá, me pasé largas horas observándola. Fumando solo y observándola. Era una joven de unos treinta años. Rubia, con un peinado revuelto. La expresión de su rostro era la de alguien a quien le falta lo más importante. Me sentí identificado con ella, era joven, bella y estaba sola en el mundo. Creo que amé a Asfixia desde el primer momento.

La mañana siguiente fui al quiosco de buen humor. Le dije al joven: «Mi Marlboro». «Claro, señor, ya le traigo». El muchachito dio un salto y ya estaba ante la heladera. De dentro sacó a Tumor, un viejito simpático que me guiñaba el ojo de forma picaresca. Al día siguiente, llevé a casa a Enfisema, la abuelita que nunca tuve.

Mis horas se habían colmado de alegría, ya podía decir que tenía un hogar con una familia que me amaba, me cuidaba y acompañaba.

Pero el éxtasis llegó nueve días después. Mi vida con Asfixia era hermosa, pero nos faltaba algo. Yo fumaba a su lado y le hablaba de muchas cosas, mas había un no sé qué entre nosotros, una falta, una ausencia. Gracias a Dios, aquel noveno día se me acabaron los cigarrillos y yo corrí al quiosco anhelante. «Por lo que más quieras en el mundo, muchacho, dame mi Marlboro». «¿Ansioso, eh? —me dijo el chico—. Je, je, ya le traigo, señor, no se altere». Y, cuando el joven vino hasta mí, yo supe que el Cielo me había escuchado.

Corrí a mi hogar y les dije a todos, exultante: «Asfixia y yo tenemos algo que comunicarles», me senté junto a mi amada. «Abuelita Enfisema, abuelito Tumor, tío Infarto; ha llegado a alegrar nuestras vidas el fruto del amor. Ya no seremos dos, sino que ahora hay un vástago a quien querer y alimentar». Las lágrimas caían de mis ojos. Entonces lo saqué del bolsillo y todos estallaron en un grito ahogado de emoción y de humo, y yo fui el hombre más feliz del mundo cuando les mostré a nuestro feto con canceroma.

MENOS UNO Sobre «Los pies desnudos» de Silvina Ocampo

Esas peleas servidas como fiambres del día anterior son las peores, nos atan a un malestar hecho de nudos dobles, imposibles de deshacer, tienen la consistencia pegajosa de las cataplasmas, pensaba Cristián, mientras agravaba el desorden de su escritorio apilando libros y papeles nuevos, cuya presencia agrandaba las cordilleras que crecían sin cesar sobre la mesa. Tenía el temor constante de morir asfixiado debajo de los papeles perdidos para siempre en el desorden, papeles que se buscan y no se encuentran nunca, porque nadan en una zona indefinida de otros papeles detrás de los estantes, enredados para siempre en la obscuridad de los rincones empolvados. Y sin embargo, le habían enseñado de chico a ser ordenado, a doblar la ropa sobre una silla al acostarse, a guardar los cuadernos y los lápices en el cajón del pupitre, y más de una vez lo habían dejado sin postre. Pero todo eso no había hecho sino agravar su desorden, no sirvió más que para enseñarle a ordenar su caos, fervorosamente.

Cristián guardaba todo, hasta algunos de los cuadernos de su infancia, y sin embargo vivía en una perpetua angustia de haber perdido algo. Detrás de ese regimiento indisciplinado de cosas había toda una vida frondosa que se extendía en profundidades insondables; guardaba todo, hasta las peleas abortadas del día anterior. Eso era lo único que volvía a encontrar; no se le perdían nunca: las peleas, siempre las peleas con Alcira (las tenía todas registradas, como en una libretita de almacenero).

Se conocían desde hacía poco tiempo, pero ese tiempo parecía haber nacido junto con ellos, tan hermanos se sentían. Y de pronto, como asesinos meticulosos que entran de noche a una casa, las peleas se habían introducido dentro de los días, traicioneras. A medida que iba creciendo en ellos el cariño, crecía la desconfianza y esa desconsideración prolija que trae consigo el amor: como los pliegues de un traje mal planchado que no se borran con nada, se intercalaban los pliegues del mal modo de los gritos y los silencios. Todo equivalía a un insulto. Así se había instalado entre ellos un mutuo desacuerdo que disminuía en forma de resentimiento mudo a la espera de otra rabia.

Aquél día (el único día que importará, finalmente) Alcira le dijo que iba para su casa a hablar de algo. Cristián la escuchó decir aquella palabra y pensó: «Viene a hablar de algo». Llegó puntual, como habría de ser por toda la eternidad (si es que hay puntualidad eterna), y empezó con lo de siempre, el desorden. Cristián se resignó a tener que discutir aquella mañana que tan contento lo había sorprendido con el hallazgo del paquete de Merengadas. Le ofreció una a Alcira, sabiendo que no quería, y ella aceptó, sabiendo que esperaba su rechazo. Entonces empezó el tornado:

—Decime una cosa, ¿a vos nadie te enseñó que el orden es no solo de las cosas sino de las ideas?

—¿Cómo es eso?

—Te explico: el que no sabe ordenarse, no solo no tiene orden externo, material, sino que tampoco sabe vivir consigo mismo, en sus pensamientos.

—¿Ah, sí?

—Claro. El caos lo invade. Mirá estos papeles inmundos, viejos, sucios. Acá puede esconderse hasta un bicho.

—Una vez vi una cucaracha —dijo Cristián y Alcira dio un salto atrás—. Me estás jodiendo. ¡Pero mirá este papelucho! ¡Debe tener 40 años! —Alcira leyó, dificultosamente—: Marque con una cruz la afirmación incorrecta (…)

—¡Dios! ¡Pero ese es mi examen de sexto grado!

—¿De sexto grado? ¿Y cómo es que te acordás de un examen que diste en sexto grado?

—Me acuerdo perfectamente porque es el peor examen que ser humano haya rendido jamás. Fijate la nota en rojo —En efecto, en rojo furioso decía: -1.

—¿Menos uno? ¿Te sacaste un menos uno?

Cristián, sin sonrisa, sin mueca alguna en su rostro, dijo:

—No me saqué un menos uno, me gané un menos uno.

Alcira lo observó y, al fin, le dijo:

—Evidentemente estás orgulloso de tu miseria.

—Sí, me encanta.

—Porque te has convertido en un lumpen. Por eso te encanta. Pero decime una cosa, ¿tu madre no te enseñó que la vida hay que ganársela, que tenés que esforzarte hasta conseguir el éxito de tus sueños?

—Ahora que lo decís tengo un poco de sueño.

—¡La remil puta que te parió, Cristián! Ahora mismo te voy a enseñar a vivir decentemente —dijo, y tomó un montón de papeles del escritorio, los cargó consigo hasta la ventana y comenzó a arrojarlos a la calle. Cristián la vio hacer sin decir palabra—. ¿Ves esto? ¿Ves esto? ¡A la mierda!

Cristián parecía resignado. Así había sido siempre la vida. La descalificación, la intolerancia, el maltrato. Podía recordar perfectamente aquel sexto grado, quizá, si se lo preguntaran (pero nunca nadie le preguntaría por eso) hasta podría recordarlo día por día. La incomprensión, la soledad, no entender qué había pasado en el mundo que, de un día para el otro, se convirtió en un abismo abierto, un pozo que se tragó toda su anterior alegría de vivir. Jamás podría llegar a entender ese año, tan caótico, tan monstruoso (se decía Cristián y suspiraba, si tan solo alguien le preguntara…). Y, entonces, aquél examen a fin de año, después de un año de excelentes notas, pese a todo. Y llegar a casa y decirles, sonriente, a papá y a mamá: «Miren, me saqué un menos uno». Como una gracia, como un chiste, como un triunfo, como la oficialización de que todo había acabado, que ya nada sería igual. Aquello fue el comienzo, el comienzo del Infierno.

Pero ahora, en su depto, en Palermo, Alcira estaba tirando todo por la ventana; y se dijo: «Espero que el portero se caliente y le venga a pedir explicaciones».

Entonces, tras un rato de silencio reparador, al alzar la vista del examen, se percató de que Alcira no estaba ni en el escritorio, ni en la ventana, ni por ningún lado con sus puntillosos reproches.

—¿Dónde se metió esta mina? ¡Alcira! —gritó, pero nada—. ¿Se tiró por la ventana? —miró hacia abajo—. Qué boludo, imposible. ¿Entonces? —Se puso a buscar entre los papeles, en el piso, en el escritorio, entre las pilas contra las paredes—. Esta boluda se quedó emparedada por una torre de papeles —sonrió malicioso—. ¡Alcira! ¡Alcira! —Pero nada. Hasta que, aguzando el oído, llegó a percibir aquel leve murmullo:

—¡Cristián! ¡Ayudame! ¡Estoy entre tus papeles!

Cristián meditó aquello y, por fin, dijo:

—¿Tenés hambre?

—No.

—Entonces aguantá un rato.

Y bajó del departamento y salió al día luminoso y se fue pensando que aquello estaba por siempre perdido y que no le importaba, lo único que le importaba era lo que había podido recuperar pese al desorden de su habitación. Y cruzó la calle y se fue al almacén a comprarse otro paquete de Merengadas.

EN EL ASILO

—Somos obsoletos, Charly, dos viejos inútiles. A nadie le importa lo que hagamos o dejemos de hacer.

—No es para tanto, Fredd. Hay gente buena en el mundo.

—Sí, hay gente buena, pero no lo son por ser buenos, sino por ser operantes, por conveniencia.

—Ya vuelves a tu discurso. Que lo hacen sin interés, que no les importa, que en nuestros tiempos era otra cosa.

—Claro que sí. En un buen año yo podía convencer a cientos, a miles. Los tenía en mis manos como un puñado de palomas. Ahora es una suerte si logro inducir a algún desesperado.

—Es que los tiempos han cambiado, Fredd. Ya no somos unos muchachos.

—No me vengas con eso. Toda mi vida trabajé, toda mi vida.

—Quizá haya llegado el momento de un descanso. También la gente se satura de ver siempre el mismo personaje en la televisión.

—Satura mis calzones. Lo que yo hago es importante.

—Nadie lo niega, Fredd.

—Pero me comparas con un actor de televisión.

—La gente sana se cansa de ver siempre al mismo tipo. Claro que están los fanáticos que nunca ceden, pero de esos mejor ni hablemos.

—¡Fanáticos! ¡Eso necesitamos, fanáticos!

—Ya los tuvimos en otros tiempos y no nos fue mejor.

—Al menos había una idea de dónde está el bien y dónde está el mal. Ahora son tan necios que han llegado a negar su existencia.

—No te exaltes, Fredd. Son otros tiempos, otro paradigma. Cuando empezamos tampoco había nociones claras, pero salimos adelante.

—Yo creo que todo se está yendo al infierno, sin ofender.

—Es que estás obsesionado por lo absoluto. Todo o nada. Las cosas se disfrutan en su singularidad.

—En el principio me llevé a un tercio y en tus narices. Uno de cada tres estuvo conmigo. Ahora tres de cada tres no está ni consigo mismo.

—No te molestes por los números.

—Me molesta la banalidad. Si al menos me dijeran que me cambian por algo mejor, por lo que ellos creen que es mejor. Pero no hay ninguna convicción en esos ignorantes, solo siguen sus impulsos más primitivos, como un topo o una comadreja.

—Quizá podrías hacerte granjero.

—Los animales son cosa tuya, yo no me meto con atrasados.

—¿Jugamos ajedrez?

—Deberíamos sacar los dragones, las trompetas, los cruzados. ¡Iniciar la Gran Batalla!

—Cálmate, Fredd, ya sabes que te pones mal.

—¡No me importa nada! ¡El Combate Final, el Armagedón!

Fredd se paró dificultosamente sobre su silla y exclamó:

—¡Los tiempos vienen! ¡El reinado de la oscuridad se avecina!

Los ancianos se agitaron en sus sitios y una enfermera corrió junto al viejito escandaloso.

—¿Qué le hemos dicho de sus exaltaciones, señor Fredd?

—¡Señor Fredd mis polainas! ¡Yo soy Satanás, el Amo del Mal, el Instigador, el Monstruo de las Tinieblas! ¡Fuera de aquí, lamentables arlequines de la mediocridad!

—Si se sigue comportando de este modo, se va a ir a la cama sin cenar.

—¿Cenar? ¡Yo soy el alimento de las almas, la boca del abismo, la carne de tu perdición!

—Usted se lo ha buscado, señor Fredd.

La enfermera rebuscó en su bolsillo y sacó una pastillita celeste.

—¡No, la celeste no!

—Abra la boca, Freddy.

—Me voy a portar bien.

—Abra.

Lentamente el salón fue volviendo a la calma y todos los ancianos retornaron a sus asientos. Algunos frente al televisor, otros en sillones apartados, un par jugando a las damas.

Charly, por su parte, se acercó a la ventana y contempló el sol reflejado en la copa de los árboles. Era agradable ver que, bajo el otoño, las hojas se mantenían verdes y en sus sitios. Siempre le había gustado contemplar cómo, pese al declive de las estaciones, ciertos elementos persistían incólumes.

LA COMPETICIÓN

a mi amigo Jorge Monder

La competición se retrasó porque el matrimonio Barroumeres llegó tarde, dando explicaciones no muy claras sobre algún percance en la autopista. Pero, cuando todo estuvo listo, y el pequeño Barroumeres en su posición y los niños preparados, el entusiasmo de los progenitores llegó al clímax. Y todos estallaron en un grito que era de esperanza y de alivio cuando la campana marcó la largada.

Campos y Etchevarne se adelantaron en la pista sacándoles varios cuerpos a los otros. Compte y Serra Valle parecían enfrascados en una lucha personal y no se daban un milímetro de ventaja. Solo el joven Vitichiolli no parecía haber entendido la situación, pues seguía allí parado en la línea de largada sin dar muestras de querer seguir a los demás. Sus padres se sintieron flaquear por un momento, pero pronto el progenitor Vitichiolli se desajustó el cinturón y le hizo saber a su retoño de lo sucedido. De inmediato, el niño se sumó a la competencia y ya estaba a la par de los rezagados.

La justa marchaba sobre rieles y se podía ver la exaltación en los rostros de los mayores. Los niños respondían a sus indicaciones y demostraban satisfacción y empeño. El primer obstáculo fue el estanque de pirañas. Claro que Etchevarne no sabía que en el agua había pirañas. De ahí que se metiera con la mayor naturalidad y comenzara a nadar presurosamente. El joven Bucchella también incurrió en este error. Y Flores y Barroumeres. Cuando las alimañas comenzaron a actuar, se vio la primera señal de preocupación en los rostros de los dedicados progenitores. El padre de Flores trató de calmarlo:

—Pensá que son mosquitos, bebé.

Pero en verdad las heridas eran profundas y ya lo único que se veía del joven Flores era el montón de burbujitas que subían a la superficie. Con todo, hubo muchos que pasaron este obstáculo.

La siguiente dificultad fue el charco de excremento. ¿Cómo describir los rostros del joven Vitichiolli y el niño Risso, abrazados ante aquel horizonte dantesco? Es cierto que algunos padres, en esta ocasión, perdieron la compostura. Viendo a su hijo inmóvil frente a aquel apuro, la madre de Risso le gritó:

—¡No seas cagón, metete en la mierda!

Risso, llorando y gimiendo, se sumergió hasta el cuello. Pero aquella masa pastosa y resbalosa lo estaba tragando, por lo que su madre le aconsejó:

—¡Agarrate de los más grandes, mi amor!

La sugerencia fue acertada, pues el niño logró superar la prueba. No fue el caso de Cores, que llegó tan solo a la mitad del trayecto; y, así, la familia Cores vio frustradas sus aspiraciones.

Los beligerantes críos continuaron empujados por los gritos de aliento de sus mayores y parecían dispuestos a todo; pero, una vez que llegaron a la guillotina, hubo algunos que parecieron dudar. Bucchella se paró en seco ante aquel artefacto y buscó alguna señal de parte de sus progenitores. Estos se acercaron presurosos y, desde el filo de la pista, se pusieron a animarlo y vitorearlo. Bucchella estaba confundido. La navaja subía y bajaba ante él y no se decidía a acatar a sus padres. Finalmente se escuchó:

—¡Pero dale, chambón!

—¡Metele con todo, mi vida!

El joven Bucchella se zambulló a través de aquella maquinaria y por poco pierde las piernas. Los niños Compte y Etchevarne la pasaron con bastante soltura. También Santillana y Muñiz fueron afortunados.

Para el final, la justa les reservó a los padres y a los niños un accidente singular. El resorte de púas estaba preparado para desafiar las ambiciones de los más aguerridos. El niño Groppa lo enfrentó con decisión. Se acercó al artilugio y lo empujó con todas sus fuerzas. De las dos salientes laterales, surgieron los látigos ensortijados. El joven Groppa corrió más rápido que nunca cuando los nudos de acero lo golpearon, lacerándole los ojos.

Los padres estaban eufóricos; la meta, a la vista. El fin de todos sus anhelos, a un pequeñísimo esfuerzo más. Los que lograban superar el derrame ocular eran exhortados a darlo todo en un último ardor. Los niños estaban exhaustos, cortados, embadurnados, y mutilados, pero los padres los vitoreaban e instaban a alcanzar el ansiado remate.

Etchevarne fue el primero en llegar. Luego Barroumeres y más atrás los otros. Pero fue unánime entre los mayores la opinión de que lo importante es competir y no ganar. Es por esto que la satisfacción se vio reflejada en los rostros de todos y cada uno de los progenitores. Y es así que, cuando los padres salieron del estadio, llevados en andas por sus vástagos, fue el momento de mayor júbilo de la noche.

EL PADRE DE LAURITA

Guillermo estaba nervioso pero, al parecer, no tanto como el padre de Laura, que parecía preocupado. Finalmente llegó la pregunta ineludible:

—¿Y a qué se dedica usted?

—Yo soy escritor.

—Es-cri-tor. Es-cri-tor. ¿Escuchaste, Ana?

—¿Qué, querido? —dijo la madre desde la cocina.

—El señor es es-cri-tor.

—Qué bien. ¿Y tiene algo publicado?

—Eso, ¿tiene algo publicado?

Guillermo dijo que no, que publicar era muy difícil para los escritores nóveles.

—Claro, llegar a publicar es muy difícil. Pero hay concursos, ¿no? —indagó Ana.

—Eso, hay concursos —dijo el señor Ordóñez.

—Participé en algunos, pero no gané.

—Es muy difícil —pensó en voz alta, aunque en un leve murmullo, el señor Ordóñez.

—¿Querés tomar algo, querido? —propuso la madre.

—Gracias, señora, pero no se moleste.

—No es molestia, estuve toda la tarde preparando este recibimiento.

—Y, ¿de qué escribís? ¿Cuál es tu tema? —inquirió Ordóñez.

—… es difícil de decir. Tengo una inclinación hacia la tragedia y el drama, pero siempre con toques de humor.

—El humor es muy importante. Ayuda a sobrellevar las situaciones difíciles.

—Sí.

—Sí.

—Guille tiene mucho humor, papá.

—No lo dudo, querida. Y decime, ¿ahora estás con algún proyecto?

—Sí, estoy escribiendo un cuento corto.

—Y, ¿de qué se trata?

—Es de un hombre que enloquece porque le quitan algo muy preciado.

—¿Algo muy preciado?

—Sí, su gorro de lana. Para él es muy triste. Se sitúa en Jujuy.

—Mirá qué lindo. Pero ¿enloquecer por eso?

—Es que el gorro es el único recuerdo que le queda de las ovejas que pastoreaba. Es la reminiscencia de tiempos mejores.

—Claro, un drama.

—Ahí está el drama, pero al final viene el humor.

—¿Por qué, qué pasa?

—No, papá, ¿cómo te va a contar el final?

—Ahora me picó la curiosidad.

—Como dije, el hombre enloquece. Y, entonces, empieza a robarle los sombreros a los turistas. El caso es que, cada sombrero que se pone, adopta los recuerdos de su dueño. Así, finalmente, no sabe quién es, si un mejicano, un alemán o un japonés. El remate es muy divertido.

—Qué curioso, yo tengo un sombrero de conquistador que me regaló un compañero de la universidad.

—¿No vas a traer eso acá, querido?

—Por qué no, para que el chico lo vea.

El señor Ordóñez se levantó de un salto y corrió al estudio. Al momento se presentó en el living con una amplia sonrisa dibujada bajo un extraño casco que parecía de hojalata.

—¡Papá! —exclamó la chica.

—Querido, sacate ese adefesio.

—Mirá, soy Hernán Cortés. ¿Qué te parece, pibe?

—Es lindo, parece un instrumento de tortura.

—¡Claro!, y yo soy el atormentado. Un pobre desdichado al que le están haciendo una lobotomía.

—¿Querido? ¡Qué decís!

—Dejame, dejame, que me estoy caracterizando. Decime, pibe, ¿qué haría tu arriero con este sombrero?

—No sé, supongo que invadir el Amazonas.

—¡Exacto! Arrasar con la selva impenetrable. Imponer el imperio de la civilización. Pero ojo, que primero habría que degollar a los indios involucionados. ¿Vos sabés lo que es un involucionado, pibe? Un vago, un inútil que se pasea por la jungla en pelotas exhibiendo sus bajos instintos. Un improductivo que se le arrima a la primera chiquilla inocente que no sabe nada de qué es la vida y, con el cuento de que está enamorado, le arruina el futuro y la manosea descaradamente; y hasta pretende presentarse ante su familia como el sujeto que va a convivir con ella por el resto de sus días y que ellos estén felices y de acuerdo. ¿Qué te parece, Guille?

La señora Ordóñez le preguntó al muchacho si el jugo estaba bien o prefería Coca—Cola, Laura preguntó si no querían ver un poco la tele, Guillermo preguntó dónde estaba el baño, y el señor Ordóñez asió la pesada lámpara de hierro y, enarbolándola en el aire, gritó:

—¡Guerra al salvaje!

Hubo un tumulto, forcejeos, corridas, gritos de hombres y alaridos estridentes. La mujer de Ordóñez se interpuso en su camino y, así, Guillermo pudo alcanzar la puerta y, cargando en sus brazos con Laura, franqueó el umbral y se deslizó por el estrecho pasillo de calle hacia la luz de un día sereno y era como salir de la selva con el ansiado botín dejando atrás al aturdido orangután.

LA EXPEDICIÓN

Bitácora del Capitán Ernest Shackleton, adelantado de la Armada Real Británica:

8 de agosto, 1914: Partimos en el Endurance hacia el ardor, con 28 hombres y el anhelo de alcanzar lo inalcanzable. La última frontera del hombre.

20 de noviembre, 1914: Llegamos a la Antártida con la esperanza de pisar el centro de la Tierra en no más de un año. Los hombres están eufóricos. Nuestros corazones laten con violencia. El frío es intenso.

17 de febrero, 1915: Se han presentado los primeros inconvenientes. Un mechero que no funciona y un esquimal que quiere comer más de sus raciones. Pero avanzamos impasibles.

3 de marzo, 1915: El esquimal se peleó con todos y ahora ya no nos dirige la palabra. Para que no se robe la comida, les he asignado los víveres a Harry y a Moe.

4 de marzo, 1915: Harry y Moe se comieron los víveres. Los sorprendí in fraganti y de inmediato los puse bajo arresto pero, como necesitamos de todas nuestras fuerzas, he tenido que conformarme al final con una dura reprimenda. Estoy dudando de mis fuerzas, pero sigo adelante.

Hemos avanzado doscientas leguas y el frío se ha vuelto insoportable. Tenemos que racionar los mecheros por lo que hay horas en que la pasamos muy mal. El esquimal se robó dos perros y se fue cuando dormíamos.

Ha muerto un hombre a causa de caer en el agua por un desprendimiento. Estamos consternados. Pisamos sobre un suelo quebradizo toda la mañana.

Los perros están inquietos. Los hombres también. Las tormentas de nieve no ceden un instante.

Hoy han muerto dos hombres más por los desprendimientos.

Diez hombres muertos por los desprendimientos. Andamos sobre nuestra tumba. Pienso en mi hogar y en las personas que me están esperando. Pero aquí está la gloria del hombre. Sigo avanzando.

Los otros esquimales parecen confabularse en mi contra. Hablan en su dialecto por lo bajo. Temo que se roben los perros.

Harry y Moe se acabaron los víveres mientras dormíamos. Los esquimales se enfurecieron y los mataron, se los comieron, y después se fueron. La tormenta se ha incrementado hasta ser un diluvio blanco.

Soñé con un guiso de lentejas en mi casa de campo con mi familia. Mi esposa, Emily, me lo dijo: «Vas a soñar con mis guisos de lentejas». No me importa nada, sigo adelante.

Nos comimos los perros. Desesperado pienso en mi esposa, que tantas recomendaciones me hizo, y eso me da fuerzas para seguir adelante, pese a todo. Estoy cerca de la apoteosis del hombre.

Me he quedado solo. Shelton, que soportó hasta lo indecible, finalmente murió en mis brazos helados. Me lo comí. La nieve está dentro de mi ropa y en mis zapatos tiesos. Pero sigo; es como si me hubiera retrotraído al inicio del mundo.

En estos momentos hasta este papel se me hace apetecible. El frío me consterna. La noche milenaria me abraza lacerándome el alma. Voy a ser el primer hombre en pisar el centro del Polo Sur aunque sea como un cadáver congelado. No siento mis miembros ni otra parte del cuerpo, pero avanzo.

30 de agosto, 1916 (en el Polo Sur): He alcanzado el centro del planeta y me encontré con tu recado, Emily. Me dices, lacónicamente, «Vuelve a casa». Supongo que, aunque más no sea, mereces una respuesta, pues eres la primera mujer en llegar al Polo Sur y dejarle una notita a su marido. Pues bien, aquí está mi respuesta: «No vuelvo, ni que me supliques».

EL EXORCISMO

Hacía un mes que estaba internado en terapia intensiva y me hallaba muy mal, en pésimas condiciones. Estaba casi en las últimas, agonizante en mi cama de hospital, conectado a un respirador artificial y con medio cuerpo fracturado. Y mi cama no era una cama sino casi como un ataúd, listo para ser despachado a la morgue. Así de mala era mi situación. Los médicos no daban ni dos centavos.

Yo podía ver todo desde la comodidad de mi sitio. Estaba, como si dijéramos, en primera fila. Y lo que sucedía en la habitación contigua me llamaba en particular la atención, aunque estuve tan débil que mi percepción era pobre y muchas cosas se me habrán pasado o habré creído ver otras que no fueron. Recuerdo perfectamente a mi doctor, que era el doctor de Dostoievski. Lo habían traído para que me salvara. ¿Cómo no me iba a salvar él, si lo había salvado a Dostoievski? Allá, en Rusia. Había venido ex profeso de Austria, pese al frío y la nieve. Era un señor alto, flaco y calvo, y tenía un ayudante que se comportaba de una forma teatral, como hacían todos allí, los doctores y las enfermeras (pero a mí no me engañaban). Por ejemplo, el doctor le daba alguna indicación al ayudante y este fingía ejecutar la orden haciendo algunos movimientos en el aire, cual si estuviera muy atareado; le hacía un guiño de ojo y todo quedaba como antes. Una vez, una doctora se ensañó con una máquina que al parecer andaba mal y, tanto lo maltrató a aquel aparato, que un enfermero decidió hacer con él una escultura de chatarra. Así de extrañas eran las cosas en aquel desatinado hospital.

Otra vez lo escuché al doctor hablando con mis padres, diciéndoles que mi estado era muy grave y que todavía no me retirarían el respirador pues no podía respirar por mis propios medios. Yo me indigné y quería decirle a aquel señor que yo era absolutamente capaz de respirar por mis propios medios, pero no podía hablar porque tenía un tubo metido en la tráquea.

Pero volviendo a lo del cuarto contiguo, se desarrollaba allí la situación más peculiar. Aunque pueda sonar extraño, y la razón se rebele contra ello, en la habitación de al lado se estaba llevando a cabo un exorcismo. En pleno siglo xxi y en el hospital Fernández de la Ciudad de Buenos Aires, un exorcismo a los ojos de todos. Yo estaba, como he dicho, en primera fila, y voy a dar testimonio de todo lo que allí sucedió.

Primero diré que el sujeto que estaba siendo exorcizado era un muchacho no mayor de catorce años, yo diría que trece, algo rellenito y morocho. Se encontraba tendido en la blanca cama totalmente vestido de negro. Yo no vi cuando lo llevaron así que no puedo informar sobre su estado en aquel momento, pero el hecho es que se hallaba muy tranquilo y en una actitud casi jocosa. Todo a su alrededor se desplegaban los doctores (yo alcanzaba a ver a una doctora y a una enfermera), y los médicos se afanaban en sacarle el demonio de adentro, pues el chico estaba poseído por Marilyn Manson.

En verdad todo el asunto era una patraña. El muchacho simplemente era fanático de Marilyn Manson, quiero decir, le gustaba su música, y por eso se vestía de negro y usaba cinturón de tachas y cosas por el estilo. Pero los padres estarían tan escandalizados y preocupados que lo llevaron al hospital.

A mí el asunto no me habría interesado demasiado si no fuera por cierto póster que habían colgado en el techo de la habitación y que yo, para mi desgracia, podía ver perfectamente. Se trataba de un afiche en el que Manson aparecía tendido en un gran sofá blanco de forma semicircular, completamente desnudo y dejando ver su vagina y sus tetas. El motivo se completaba con una especie de columna central que representaba los intestinos y en cuyo interior se podían ver claramente los excrementos. Todo el conjunto me daba a mí la idea de un choque de valores. Por un lado, estaba la habitación con el sillón impoluto de blancura, el cuerpo de Manson también impecable, todo tan limpio que era casi sagrado, y el músico cómodamente recostado en el sillón, mostrando su vagina en la que se podía identificar el clítoris y sus pequeños pechos virginales, como copiado de la Maja Desnuda. Por el otro, estaban aquellos intestinos repletos de excremento en su interior.

Aquello era sin duda muy representativo para los doctores y lo habrán colgado por su valor simbólico. Pero ¿por qué yo tenía que soportar aquel espectáculo con ese maldito póster? Se me dirá que no había otro lugar donde exorcizar al niño o incluso que yo no tenía por qué fisgonear en lo que hacían los demás. Puede ser. Pero el hecho de estar convaleciente desde hacía un mes en aquel hospital, me daba algún derecho, yo creo.

Como he dicho, el joven se hallaba incluso divertido por toda esa situación. No se movía de su sitio en la cama mientras la doctora hacía sus pases mágicos para sacarle el demonio del cuerpo. Las enfermeras hablaban entre sí y daban pronósticos alentadores. Solo me preocupé una vez que lo visitó su padre y el doctor de Dostoievski le dio al parecer malas noticias, pues el rostro del hombre era de preocupación (de paso diré que aquel señor se parecía mucho al portero de mi edificio).

Pasaron los días y yo seguía tendido en mi sitio. Entonces venían a visitarme mis familiares. Yo los recibía y nos reuníamos en una plaza o preferentemente en la estación de subte. Y allí nos quedábamos, siempre en silencio y sin hacer nada. En verdad reinaba en aquellos momentos un silencio sepulcral, como si nos hubiéramos reunido ante el lecho de un moribundo. Así de callados estábamos todos. Pero era bueno ver a mis padres y a mis hermanos.

En una ocasión se armó un complot para tomar por asalto la estación de subte. Yo estaba enterado de todo, pero no podía hablar por el tubo que tenía en la boca. Otras veces me hallaba viajando en los vagones, yendo de mi casa al consultorio de mi psicoanalista. Se trataba de un subte especial que hay en la Ciudad de Buenos Aires por el que viajan exclusivamente los actores y los psicólogos. No sé si las demás personas no pueden viajar o tienen que pagar mucho para acceder a él, pero lo importante es que yo podía usarlo y me dejaba muy bien en todas partes.

Otra vez me sucedió que, viajando en el vagón abarrotado, un joven mogólico se dedicó a empujarme y golpearme justo en el costado donde tenía las costillas rotas. Claro que se trató de una situación muy embarazosa pues, quién puede dudarlo, yo no sabía cómo reaccionar ante el débil mental que, seguramente, no se daba cuenta del mal que me estaba provocando.

Y también sucedió en una oportunidad que me detuve en un Mc Donald’s y pedí algo de comer. Pero, al sentarme a la mesa, ya no había una camarera que me atendiese sino que estaba allí una enfermera. Y la mesa del local era más bien una cama, por lo que me acosté en ella y la enfermera se dedicó a atender mis necesidades.

Pero volviendo a lo del poseso, un día descubrí que la habitación contigua estaba vacía. El muchacho había sido dado de alta. El exorcismo había terminado y fue un éxito. Todo era felicidad. Seguramente el chico estaría en ese momento disfrutando de su recuperación con sus padres. Por mi parte, yo me alegré mucho, no tanto por el muchacho y su familia, sino por el hecho de que los doctores decidieron coronar el éxito del conjuro sustituyendo el afiche de Marilyn Manson, que tanto me irritaba, por un póster de Harry Potter, que no me molestaba en absoluto.

EL CENTRO DE LA ENFERMEDAD

Rozando levemente los pastos verdes del camposanto, me acerqué a la lápida en que estaba grabado mi nombre y leí, no sin estupor: «Esteban B. 1977—2004».

«Tan joven —pensé—. Solo 27 años. Habrán habido seguramente signos funestos».

Las nubes caían lentas y yo me iba hundiendo en mi tumba, acercándome al centro de mi condición. La corrupción se abría paso por entre las lápidas, a la altura de mi frente; y ya podía ver una lombriz escarbando en su madriguera. Cuando llegué al fondo me impresionó lo lóbrego de mi sepultura. ¿Tanta podredumbre había en mi pasado? Aquello era la cloaca de la ciudad.

Me arrastré por nebulosas catacumbas y, finalmente, salí a un túnel excavado en el barro. ¿Qué demonio había abierto ese corredor en lo profundo de mi ser? Era como un abismo dentro del abismo, el suspiro del triste en la tempestad. Entonces comprendí que aquello eran los pasadizos del subte. Corrí por el túnel hasta que me hallé en la estación Chacarita, de la línea B.

A esa hora aquello era un mundo. Un mundo de cuerpos viejos y carcomidos por la polilla. El polvo y la telaraña los cubría como a gastados muebles de una añosa casa abandonada. Se paseaban arrastrando los pies y masticándose las lenguas.

Entonces uno, en la multitud, gritó:

—¡Ese no es uno de nosotros!

Yo me alarmé. Y grité:

—Sí, soy de ustedes —y agregué—: Yo me maté esta mañana.

—¿Usted se mató? —me preguntó el viejo. Y comenzó a observarme con los ojos de un psicólogo. Inquisidores y execrantes.

—Es un modo de decir. También se podría decir que tuve un accidente.

—¡No! ¡Usted se mató!

—No habré sido el primero —objeté.

El viejo me miró con aquellos ojos. Finalmente dijo:

—Es evidente que usted no tiene consciencia de lo grave de su situación. Se trata de un asunto delicado y complejo… delicado y complejo —el hombre caviló un momento, y al fin dijo:

—El caso es que usted no podrá tomar el vagón hacia el Centro. Tendrá que quedarse esperando en las vías.

—¿Por qué en las vías?

—Porque ese es su castigo. Ser despedazado por el tren infinitas veces. Sentir su cuerpo lacerándose y mutilándose. Sus tendones desprenderse, y su carne descuartizarse. Hasta enloquecer de un modo inhumano, y caer inconsciente por el trauma, solo para despertar y esperar el próximo vagón.

—¿Quién dice que yo esté obligado a eso?

—La consecuencia, el devenir.

—Yo soy libre. Voy a ir adonde se me dé la gana.

—No podrá —me aseguró, sentencioso, el viejo.

Entonces, de los intestinos del túnel, se escuchó una bocina, y de inmediato se vio una trémula luz crepitando en su centro. Era el tren de las tres y cuarenta. Yo quise abrirme paso entre la multitud, pero aquellos cuerpos me obstruían el ingreso al vagón. Finalmente decidí subirme a los hombros de uno e ir caminando sobre ellos, pisando sus cabezas. Así logré llegar hasta la puerta, pero entonces debía encajarme entre ellos para poder entrar. Ante esto, los muertos se mostraron contrariados, hasta que uno me dijo:

—Che, boludo, ¿qué hacés?

—Necesito entrar al vagón —me disculpé.

—¿Querés evadir tu sino?

—Quiero ir al Centro.

—¿Querés ir al Centro? ¿Para qué querés ir al Centro? ¿Te vas a tirar del obelisco?

—No lo había pensado…

—Sí, tenés cara de loco. Pero acá nadie va más allá de su expectativa.

—Cualquier cosa antes que las vías.

—Bueno, ya estás acá. Vamos a ver si llegás.

El vagón estaba abarrotado de muertos. Nunca mejor dicho que aquello era una lata de sardinas. El tren avanzaba por las entrañas de la tierra sacudiéndose como un cuerpo que está siendo empalado, solo le faltaba arrojar espuma por la nariz y la boca. Como pude, me fui moviendo hasta llegar a estar en el enlace de los dos vagones. Entonces, con vértigo, me detuve a considerar aquella unión de los vagones. Se trataba de un pozo abierto entre ambos, solamente revestido con una funda de plástico, que daba la apariencia de seguridad. Ya lo había pensado antes, pero ahora, estando tan cerca, consideraba el asunto con una mezcla de satisfacción por mi acierto, y de terror. Un viejo con cara de cínico me observó mirando aquello, y tras un momento, me dijo:

—Nada personal. Es el sino. —Y me empujó a la abertura.

Como yo me temiera, eso era solo una apariencia. El plástico recubría el Infierno de las vías lacerantes. Me hallé caído en las afiladas garras de aquella maquinaria metálica. No describiré los dolores inenarrables de mi martirio y muerte. Caer al vacío no es la muerte, la muerte es sobrevivir.

Desperté en la estación Chacarita entre los trapos de un mendigo harapiento. Con aliento a alcohol y tabaco, y con una marca en el brazo que no sabía de dónde había salido.

—Son por las muertes —me dijo, esclarecedor, un anciano podrido—. Dos muertes, dos marcas. Ahora la gente se hace tatuajes horribles como imbéciles. Se llenan el cuerpo de mamarrachos estúpidos y sin sentido. Usted podrá contarle a sus nietos que murió dos veces.

Entonces, allí tirado como un linyera, la frustración me cegó, me obnubiló. Le pregunté al viejo cada cuánto pasaban los trenes. Me dijo que cada veinte minutos. Tuve que esperar aún diez más, agazapado en un rincón del andén. Pero, finalmente, se escuchó la bocina y se vio el destello del reflector. Entonces corrí como un enajenado y, temerario, me zambullí en las punzantes guadañas.

Eso fue solo el comienzo. A partir de allí se sucedieron más de treinta arremetidas, todas coronadas por una muerte, y mi subsiguiente resurgimiento. Los viejos se iban renovando con cada formación que partía. Pero los que me veían no dejaban de observarme el brazo con disgusto y aversión.

Al fin uno se detuvo. Portaba aquella mirada condenatoria. Pero, agudo y entendido, me dijo:

—Usted está enamorado de la muerte. Tiene que enamorarse de la vida.

Vagué por las estaciones del subte repletas de viejos cadáveres por semanas enteras. E iba repitiéndome lo que me dijera el viejo: «Enamorarme de la vida». Me sentía cada vez más triste y desubicado, pues después de tantos desgarros, revivir parecía imposible. Era como un prisionero con pena de muerte, en la última noche antes de la ejecución, pensando en la libertad ya sin esperanzas. Pero al fin la vida me llamó.

En la solitaria estación, junto a un anciano fornido, vi a una chica de no más de 24 años. Muerta, harapienta, desaliñada y recubierta de polvo. Me acerqué y le pregunté:

—¿Qué hiciste para estar así?

—Me tomé el mercurio. No resistía la idea de vivir sin mi abuelo. Pero ahora estoy arrepentida. Este lugar es siniestro.

—¿Vos qué hiciste?

—Me tiré treinta veces a las vías. Y lo iba a seguir haciendo, si no te conocía.

Entonces sucedió. Todos los viejos se detuvieron en su marcha y me observaron, yo creo que con algo de sorpresa. Finalmente se pusieron a aplaudirme, contentos y felices.

Y yo ascendía ya, entre las napas del subsuelo, retornando a mi recuperada vida. Y me acerqué al montículo de mi antigua sepultura. Ahora decía: «Esteban B. 1977—Esperanza». Y podía extender mis brazos hacia lo alto para recibir la aureola resplandeciente del sol renacido.

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