La deuda
Por Elisa Juárez Popoca
Santiago Millán Figueroa, tuvo que caminar doce kilómetros por una vereda, que a sus ochenta años, pareciera imposible. Erguido, con fuerza, a sabiendas de que ya hay un señor dueño de una camioneta que a las siete de la mañana sale cada día al pueblo para llevar a gente a sus diligencias, él tomó la decisión de ir a pie.
Y es que así tuvo que pasar años atrás, una mañana de jueves cuando, trabajando en el campo, le dijeron que Amelia, su esposa, quien había estado en el pueblo de Tetipac en un día de plaza, inesperadamente su primer hijo, se adelantó a nacer antes de lo que ellos esperaban. El doctor Antonio, el único en el pueblo, la atendió ahí mismo en la plaza, pues ya no alcanzó a llegar al consultorio.
En esa ocasión, el camino se le hizo largo, caminaba tan rápido que generaba en sus oídos una melodía como si las hojas de los árboles se pusieran al ritmo por donde pasaba cada vez más acelerado, ya no sabía si era eso o su corazón, ¡o las dos cosas! pero parecía una orquesta que le anunciaba que ya era padre y estaba a punto de conocer a su primer hijo.
Cuando llegó a ver a su esposa, quien estaba en el consultorio del doctor Antonio, conoció a su hijo a través del llanto que contenía el compás de la melodía que había escuchado en el camino, pero fue insuperable la conjugación de ritmos cuando tuvo la oportunidad de abrazarlo y percibir su olor extraordinario y suavidad al acariciar sus pequeñas manos que lo transportó a otra dimensión.
Todo esto pasaba por su cabeza sesenta años después, algo le oprimía el corazón, un pendiente tenía que pensó que tenía que resolver. Recordó entonces cuando regresaron a casa felices con su hijo recién nacido, en ese momento, no tuvo dinero para pagar la atención del parto al doctor Antonio, y quedó de regresar después, desde esa ocasión, estaba muy agradecido por lo que había hecho.
El doctor Antonio, en cada desenlace feliz, encontraba la satisfacción que se había planteado al quedarse en el pueblo donde sabía que muchas historias iban a conformar su vida y vería en ellas lo que imaginó cuando decidió elegir esta desafiante profesión.
Santiago, por más que quiso acelerar el paso para volver a escuchar esa música melodiosa que escuchó hace sesenta años, ya no era posible hacerlo, aparte de que la mayoría de esos árboles ya no estaban, “por la codicia de la gente” decía él, “sí, muchos muebles para vender, pero nos están dejando sin árboles”. Esos árboles ya no estaban, y tampoco él ya no era el mismo, reflexionó con tristeza, el sonido que percibía era el de una melodía suave, con una armonización sencilla, y con silencios intercalados… de igual forma había cambiado.
Recordó también el día del funeral del doctor, todo el pueblo acudió. Él, Amelia y sus hijos estuvieron, en la misa, se sentó en una de las filas de hasta atrás, porque sentía pena, como si el difunto lo fuera a ver y reconocer porque no le había pagado lo que le debía, “qué ingrato soy”, se puso a pensar ese día, pero recordó también cómo, cuando ya estaba juntando para pagar su deuda, tenía que escoger entre hacerlo o comprar la comida para la semana, por la pérdida de su cosecha. Otro día que tenía el dinero, ya estando a punto de ir no se atrevió por la vergüenza de que ya habían pasado veinte años; “con qué cara me voy a presentar al doctor”, le decía a Amelia.
Hoy algo importante iba a suceder, en cuanto extendiera la mano y entregara el dinero, iba a estar satisfecho, y así fue, visitó a Horacio, el hijo del doctor, quien lo recibió sorprendido, poniéndole atención al encargo de disponer del mismo para pagar una misa en la iglesia del pueblo. En cuanto se despidió sintió una respiración diferente, ahora cuando le tocara irse, allá donde estaba el doctor, le iba a decir que sí había pagado a través de su hijo, pero lo más importante, iba a manifestarle sobre el tiempo que estuvo pensando en él, y el agradecimiento por atender el nacimiento de su hijo.
No pasó mucho tiempo cuando se reencontraron, el recorrido del camino que había hecho al nacimiento de su hijo, lo volvió a vivir, entre la brisa de las nubes en lugar de árboles, y un tipo de vereda con pilares formados con extrañas y hermosas especies de aves señalando el camino, fue una melodía diferente, esta sucesión de sonidos indescriptible con cariñosa dulzura condujo a que pudiera llegar nuevamente con sus ancestros; estaban en corro, contando anécdotas, entre ellos, su sorpresa fue entre abrazo y abrazo de recibimiento encontrarse con los brazos abiertos al doctor Antonio.
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