Una tarde de otoño.

Una tarde de otoño.

Daniel Barría

15/07/2024

Hoy el aire se renueva. En esta época del año las temperaturas cambian y los ánimos menguan. Me gusta el otoño, tengo bellos recuerdos de su llegada. Acá es hasta poético, lento, frágil, colorido, en mis recuerdos en cambio, las hojas siempre estaban mojadas y acuñadas en una amalgama fangosa. El frío encerraba las almas y la nostalgia se fundía en la niebla. Pero pese a eso, las sensaciones que me evoca las revivo con una nostalgia embriagadora y disfruto del movimiento, y los recuerdos me conmueven desde lejos como el olor a leña mojada.

En los primeros días de un otoño como éste, no recuerdo el año, tampoco el día ni la fecha exacta, me encontraba sentado en una banca del parque Forestal como de costumbre, después del trabajo, cuando el sonido invasivo de dos discutiendo me alteró.

Era una pareja de jóvenes, él con camisa de franela a cuadros, ella con ropa tejida y holgada, a ratos acaloradamente alzaban la voz y se acusaban mutuamente. Ninguno parecía entenderse ni tampoco se escuchaban, sus rostros, pleno desconcierto, sus cejas, interrogativas, de Moliere tenían mucho, pensé, pero en el ambiente nada había de gracia.

El zumbido en los alrededores del parque a aquella hora era apabullante, mas los oídos sin embargo, de a poco se acostumbraban y a veces incluso podías oír el trinar de los pájaros.

– Eres demasiado infantil. Me hiciste llorar y eso no se hace.

– Quizás me equivoqué en la forma pero lo que sentí fue verdad, yo igual me quiero.

– Eres un arribista.

– Curioso porque en menos de un año me han dicho “abajista” y ahora “arribista”.

Unos pocos minutos y una brisa tempestiva meció de golpe las ramas y del crujir se deslizaron unas hojas que rendidas se arrastraron por mis pies. Supe entonces que la noche rondaba y que debía marcharme. Escondí el ojal rasgado de mi manga en el bolsillo de mi abrigo y fue entonces que mis dedos palparon un papel arrugado, pequeño, que emergió de algún descosido umbral. Este pequeño papel resultó ser de un café cercano, en el centro de la ciudad, a tan solo unas cuadras de aquel parque en que me encontraba. Inmediatamente sentí la necesidad, el impulso de acudir a aquel lugar. Levanté entonces la mochila de género que llevaba conmigo y emprendí rumbo a la dirección que marcaba la tarjeta.

– Aprendí a no estar con gente que solo recuerda lo bueno ¡y más encima me lo enrostra!

– Pero ¿qué dices? ¿quieres que sea una amargada como tú?

– No pero ¿cómo no ves que me cuentas cosas que me hacen mal?

– Pero si te las cuento ¿qué tiene de malo?

– ¡No me interesan tus amantes!

Llegado a un cruce y antes de dejar el parque contemplé a la pareja por última vez; el joven de camisa también se había puesto de pie y se marchaba solo, ensimismado, en dirección contraria a la mía, dejando la silueta de la muchacha inmóvil, con la mirada gacha bajo el alero de un quillay. Crucé la calle sin volver a mirar. No volví a verlos después de eso.

Pensando aún en aquella situación que me recordaba aquellos tiempos tortuosos con Evelin, de pronto di con el nombre de la calle que buscaba: la calzada era estrecha, tenía solo una vía para autos mientras que la otra era peatonal. Rodeada de descascarados árboles y circundada por históricas fachadas de un lado y edificios de 20 pisos por el otro, el estrecho pasaje era una pugna entre la modernidad y una anterior época de esplendor. Poco a poco fui sumergiéndome en la penumbra de aquella confrontación urbana hasta que di finalmente con el nombre del café, casi al final del callejón, cercano a Bellas Artes.

Tomé asiento en una pequeña silla elevada frente a una mesa individual de forma circular y sumamente encogida, cubierta por un mantel de rombos blancos y rojos que se expandieron incómodos por mis rodillas. Tras de mí se alzaba la calefacción piramidal que invadía el entorno de mi mesa.

La terraza proponía un ambiente aislado que a ratos era inundada por el bullicio de ecos que rebotaban y se expandían por todo el pasaje. Afuera, perpendicular, reinaba el caos de la gran ciudad y del ruido que emanaba, resonaban a veces palabras ininteligibles de oleadas de sujetos que discurrían cada día, a toda hora, siempre por aquellas vías aledañas al cerro Santa Lucía.

Una silueta se asomó en la puerta y tras un rápido vistazo a los asientos notó mi presencia y se dirigió hacia mí. Un joven bien vestido tomó rápidamente mi pedido tras saludar cordialmente y serio, pero condescendiente, anotó mis deseos en una amplia tableta digital. Al cabo de unos minutos y tras traerme una taza pequeña humeante junto a un igualmente pequeño trozo de pastel, me dispuse a revisar las observaciones que en la nube horas antes subí para intentar completar mi trabajo del día siguiente.

En esto me encontraba cuando una voz grave, rasposa y desgastada, en un tono particular, pronunció una frase que no entendí en principio, pero que luego se fue aclarando. El hombre que estaba frente a mí y que ignoré en un principio por su disposición solitaria y por mis pensamientos sobre la pareja y el trabajo, mantenía su mirada en un amplio teléfono tendido sobre el mantel de rombos y me habló, apenas notó que le miraba, de un asunto circunstancial que no me interesaba. Bajo su mano izquierda junto a la taza de café y apoyada sobre su mesa igual a la mía, había una ancha carpeta con decenas de pequeños papeles en cuyas anotaciones asomaba un timbre que firmaba “Poder Judicial”.

Así fue que el hombre se presentó como juez de la República y me preguntó si estaba informado de tal caso y me contó que él había sido el encargado de llevar tal causa. Intenté seguirle la corriente un rato, le hice algunas preguntas de cortesía a las que respondió efusivamente y sin pausa alguna.

Terminando su breve cátedra, aproveché su silencio y bajé la cabeza para mirar mi celular y tomar un sorbo del café, cuyo vapor a esas alturas ya se diluía. Me sentía cansado.

– ¿Puede creerlo señor? ¡La prensa! ¡esos hambrientos!

Me volvió a hablar con un tono más efusivo, pero yo no le respondí.

Intenté ignorarlo, pero él no se percató. Asentí fingida una sonrisa cuando me interrogó nuevamente. De pronto recordé las responsabilidades del mañana, se me hacía tarde, estaba cansado, pero no podía fallar. Y Evelin… después de tantos años aún la miro con nostalgia. Recuerdo unos charcos fangosos y el gris verdoso de las hojas en un otoño tomados de la mano, tarde en que le dije que estaba enamorado, cuando un silencio se hizo de repente.

Por tercera vez, aquella voz disruptiva. Pero esta vez le respondí:

– Señor, me encuentro un poco cansado. No tengo intención de conversar.

El juez me miró fijamente. Tomó de una cigarrera un tabaco delicadamente armado y lo prendió sin quitarme los ojos de encima. Del humo emergió un manto que se esparció por su rostro y de pronto ya no le vi.

– Déjeme decirle una cosa, tan solo una cosa… escúcheme…

Giré la cabeza con estupor. A mi alrededor todos estaban entusiasmados en sus propios asuntos, la mayoría encorvados, mirando sus pantallas de celulares, emitiendo muecas de reacción al desliz de sus pulgares y fue entonces que comprendí aquel silencio. Miré nuevamente al hombre frente a mí, mientras el humo se hacía más denso, y tras la siguiente bocanada de su cigarrillo la figura de aquel juez comenzó lentamente a desdibujarse, como si se perdiera entre el humo, como si su silueta se fuera por el aire y en la penumbra de aquel pasaje, me sumergí yo también en la imagen de un atardecer perdido en mi memoria. ¿Qué será de Evelin? ¿Aún la extrañaba?

El brillo imprevisto del foco de una moto estacionada en la vereda del frente se reflejó terrible en las dilatadas pupilas de la figura que emergió frente a mí, y como la niebla en una noche sin luna, el pesado humo de su tabaco se esparció de pronto entre las mesas arrebatando de a poco las últimas muestras de luz que a esa hora impregnaban los rombos blancos y rojos. De aquel ser brotaron palabras a raudales que inundaron en seguida todo el café, la calle y las mesas, los edificios y más allá, como un embravecido océano de culpas. Sentí desvanecerme.

Pero, ¿Qué me pasa?

– Ya estoy cansado – le dije finalmente.

– ¿Qué cosas me dices?

– Que estoy muy cansado.

– También yo, por fin me dices una palabra. ¿Quieres que nos veamos mañana mejor?

– Creo que sí Eve, mañana será mejor. Te acompaño al metro.

– Está bien. Te quiero ¿ya?

Pero yo no respondí. No dije nada. Un impulso repentino apretó mi pecho

cuando se subió al vagón y movió su mano despidiéndose. Pero en mi garganta, el dolor a mi regreso me dislocó la voz y me acompañó hasta casa aquella tarde. Desde entonces, la angustia no se iría, al menos en los años que vinieron.

No sé cuántos minutos habrían pasado mientras estuve perdido en aquella visión. Desperté de sobresalto cuando oí una voz apacible que me trajo devuelta. Como un faro en la tormenta, llamó mi atención y me trajo de vuelta. Y allí, sentado en la terraza de un café, nuevamente me encontré con el juez frente a mí, pero esta vez él estaba inmerso en un profundo silencio. Una joven risueña se presentó frente a mí:

– Señor, ¿desea usted algo más? – repitió. Moví la cabeza y se marchó con una sonrisa dibujada.

El hombre frente a mí ahora yacía impávido, con rostro desmejorado y a la vez entristecido, estaba encogido tras la pequeña mesa sobre la que apoyaba sus cansadas manos, mientras yo, ahogado aún por mi pasado, tras un largo silencio, únicamente le contemplé a medida que parecía sollozar.

– Hace cuatro años fue su partida. Desde entonces solo me he dedicado a mi trabajo. No hay día en que no la recuerde y no hay pena que me libre de su memoria.

Luego de eso, el juez se quebró, pero pareció recobrarse rápidamente. Fue entonces que me dirigió fugazmente una mirada con notorio gesto de vergüenza y tomó un sorbo de la pequeña taza en la mesa cuyo vapor ya se había esfumado por completo.

– Discúlpeme, voy al baño.

Asentí con la cabeza. Y en cuanto se hubo apartado lo cierto es que me alivié.

A lo lejos, en el trozo de paisaje oculto antes por la vasta contextura del juez, una figura con chaleco reflectante se contorsionó con su amarga presencia. El sereno y pausado paso con que ejecutaba su labor llevó a mi esperanza a posar los ojos sobre la niebla que producía el rocío de su riego, y noté, cómo en el diminuto arcoíris que se formaba, surgía la imagen de un sol resplandeciente y hermoso que se extraviaba en el recuerdo de una llovizna primaveral.

Rápidamente me acerqué a otro joven del lugar y le pagué. No quería revivir la situación cuando el hombre regresara. Tomé mi desgastada mochila de género que siempre llevaba conmigo y me fui de aquel café tan rápido como había llegado.

.

Solos en una intimidad forzada, con su discurso sobre la moral y la justicia, sobre la conducta humana y finalmente, ¡sobre la mía propia!, estábamos aquel hombre y yo.

El asunto se me hizo desconcertante. Decidí que debía tomar fuerzas y me dije que le iba a callar. Pero de pronto el hombre se detuvo, sacó de una cigarrera un tabaco perfectamente armado, me ofreció uno a lo que me negué, y lo acercó pausadamente a su boca y me dijo: ¿ha entendido usted? ¿lo ha comprendido?. Y Prosiguió. Así, sin más, continuó.

Mi paciencia resquebrajada ante el episodio, se alzó dispuesta a dar una estocada cuando de pronto el humo se hizo más denso, y tras la segunda bocanada del cigarrillo, vi como la penumbra del pasaje se confundió con un atardecer perdido, mientras el brillo imprevisto del foco de un vehículo estacionado, se reflejó terrible en las dilatadas pupilas de la figura que estaba frente a mí, y como la niebla en una noches sin luna, el pesado humo de su tabaco fue llenando de pronto el espacio entre las mesas y arrebatando de a poco la escasa luz que a esa hora, impregnaba los rombos blancos y rojos, y la calle entera.

Sentí desvanecerme en la densidad de una nube que todo lo inundaba. Un impulso repentino apretó mi pecho, me dislocó y me puso de frente a la extraña figura que antes era el juez, pero de la que esta vez emergió la imagen de un hombre nuevo que me pareció por completo un desconocido.

De aquel hombre brotaron palabras a raudales que parecieron inundar toda la terraza, y me sumergió junto con todo el café y la calle, y las mesas, en un terrible y embravecido océano de culpas.

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