“Cuando estás con la persona indicada,
cualquier lugar de la tierra es el cielo”.

Allá por mis tiempos de universitario, cuando en invierno andaba con unas medias botas amarillas, bluyines, una camisa de franela y una casaca del ejército de los “yunaites” que me regaló un gringo que lo encontré en la plaza San Martin y a quién tuve la paciencia de escucharlo por más de dos semanas para corregirle su incipiente español. Una chalina y una chuspa de lana de alpaca que alguna vez me la compré en el Cusco; o, en el verano calzando unas sandalias de cuero que hacían los hippies del jirón Quilca y siempre el bendito bluyín, un polo y la infaltable chuspa dónde tenía metido el libro que estaba leyendo, un diccionario de bolsillo Espasa-Calpe, un grueso block borrador, un lapicero y todo lo que ocasionalmente me llegaba a las manos y no cabía en mis bolsillos.

Recuerdo que por esos años cuando estiraba la punta de los pelos de encima de mi frente me llegaban más allá de la manzana de Adán, pero gracias a qué mi cabello es rizado no tenía que peinarme, ni andar hecho una bruja.

Bueno púes, por esos tiempos dentro del campus universitario llamaba mi atención una muy bonita y vivaz muchacha que según supe se llamaba Deborah, y como me veía mirándola con la admiración que me produce lo bello, y como también noté que no se perturbaba por eso, un buen día le dije. “¡Hola!” y con una delgada sonrisa me respondió. “Hola”. Vaya a saber Dios lo que eso hizo en mi alma, corazón, espíritu y las otras vainas más que llevamos por dentro, porque en ese instante quedé mágicamente enamorado de todo.

Y fue por eso por lo que me acerqué y extendiéndole la mano le dije que era un placer conocerla personalmente, a lo que ella respondió secamente, pero sin molestarse sino más bien algo confundida. «Mucho gusto». Después le pregunté qué estudiaba y cuando terminó de responderme le dije mi nombre y lo que yo hacía en ese lugar y lo que me gustaba, como eso de leer, el buen cine, la música clásica, el rock, los tangos cuánto más negros mejor, el cante jondo andaluz, la música contestataria de esos tiempos, la pintura, la poesía, los festivales populares, los museos, los sitios arqueológicos, el mar en invierno, la mitología y las antiguas creencias de los pueblos originarios de todas las regiones del país, el existencialismo, viajar tirando dedo y caminar en busca de paisajes.

Le decía todo eso, no con el propósito de cortejarla haciéndole saber qué clase de animal era yo, sino para seguir mirando sus ojos y grabarme sus coquetos gestos, y quizá después hacer con ellos un poema. Pero también con la seguridad que al final de esa presentación, en su mente de fina criollita limeña acabaría pensando de que yo, sólo era un «patita” parlanchín y atrevido. Y nada más.

-¿Quién como ustedes los hombres que pueden hacer con sus vidas lo que quieran? -Me dijo llena de cándida admiración. Eso me halagó tanto que fue como si le llegará una refrescante brisa a mi alma.

Seguramente por haber nacido en un valle interandino de la Sierra Sur del Perú tengo el acento medio raro de un hispano parlante de estas serranías y quizá por eso muchos costeños me preguntaban de qué país era yo, y porque alguna vez una pizpireta me dijo que yo hablaba con dejo de gitano. Sería por eso que cuando me preguntó de dónde era, no sé por qué diablos le respondí. «Soy gitano», y se quedó gratamente impresionada. Luego nos despedimos. Unos pasos más allá, me entró un gran pesar por haberle mentido y que, por culpa de esa porquería, al menos para mí, se haya empañado ese bello encuentro. Pero cuando, como siempre, la puta realidad metiendo sus narices en mi vida, me dijo. «Lo cierto es que cuando alguna vez vuelvan a encontrarse te saludará a la distancia y seguirá su camino y nada más». Y gracias a eso me calmé.

Ya por la noche de un tirón escribí el poema que me prometí y cuando en diferentes papelitos lo quise mejorar, no pude superar al original. Luego con mi mejor letra lo copié en una de las páginas de mi cuaderno y lo mandé a reposar dentro de la chuspa. Recuerdo que en ese cantar ella era una milagrosa aparición que me rescataba de este fiero mundo, de los laberintos de mí mismo y de toda la nada que me rodeaba.

Unas semanas más tarde me la encontré. Qué feliz me sentí cuando se me acercó para saludarme y charlar un poco, entonces aproveché el momento para pedirle que me contara algo de ella y por todo lo que me dijo me enteré que era una niña de una familia muy acomodada, que conocía los Estados Unidos gracias a eso de los intercambios culturales y otros detalles más que no logré captar porque la dulzura de su voz, la brillante expresión de sus húmedos labios y el fulgor de sus ojos zarcos me mantuvieron hechizado. Cuando muy discretamente dio la señal que debía retirarse, metí la mano en mi chuspa, tomé el cuaderno y arranqué la hoja donde estaba escrito aquel poema, se lo alcancé y con un besito a la peruana, un nos vemos y un chau, se fue llevándose tras ella mi alucinada mirada.

Como a la semana la encontré sola y sentada en la banca que estaba al frente del aula donde recibía la clase del curso que ahí se dictaba. «¡Me estaba esperando!» Pensé y parece que fue así, porque después de saludarme me dijo que justo a esa misma hora debía asistir al dictado de un curso y que si quería verse conmigo solo era para preguntarme si en mi casa teníamos teléfono y cuando pensé que en el desnudo cuartito que alojaba mi existencia ni reloj había, le dije que no. Entonces me dijo. «Te voy a dar el mío y puedes llamarme cuando quieras. Si estoy yo me pongo al habla, pero si no, dejas el recado que lo hiciste tú. ¿De acuerdo?» «!Perfecto!» Le respondí con el ahogado tono de voz que te obsequia lo gratamente inesperado.

Pero ahí no quedó todo, pues la invité a tomar desayuno y agradeciéndome anticipadamente me dijo que en una hora nos encontraríamos. Cuando volvimos a reunirnos la llevé al interior de un mercadillo de los alrededores de la universidad para invitarla a probar el caucau de la señora Clotilde con su mate caliente de yerbaluisa. Cuando acabamos me dijo con algo de grata sorpresa. «¡Qué rico se come en estos lugares! ¡Muchas gracias!» Y nos despedimos, porque debíamos asistir al dictado de otros cursos. Ya dentro del aula de buena gana me reí de mí mismo por la zopenca ocurrencia de llevarla a comer a una paradita a quién probablemente ni la puerta de esos lugares conocía.

«¿Y ahora qué le digo cuando la llame?» Qué amable, sutil e inteligente tema debería abordar en nuestra conversación que debía hacerla desde la tienda del huancaíno que alquilaba un teléfono que tenía un llamativo letrero que rezaba. «EL TELÉFONO ES PARA ACORTAR LAS DISTANCIAS, NO PARA ALARGAR LAS CONVERSACIONES». Y si el tendero estaba de buen humor y no había nadie esperando su turno y me dejaba hablar unos cinco minutos, al otro lado de la línea mi interlocutora escucharía. «¡¡A cómo el poro casero!!» O, a cómo los pimientos, los ajos y las cebollas. No. Tampoco era posible abordar nada desde un teléfono público porque casi todos andaban malogrados o había una enorme cola esperando.

No sé cómo, pero un sábado por la mañana me decidí llamarla para invitarla a ver una película en el cine club que funcionaba en el auditorio del Ministerio de Trabajo que durante la semana iban a proyectar las películas de Luis Buñuel y que en la tarde exhibirían Viridiana, un filme que causó un gran escándalo en su época y que ganó La Palma de Oro del festival de Cannes. Para mí alegría me respondió que gracias y que a eso de las tres de la tarde podríamos encontrarnos en las puertas de lugar.

Qué bonito fue ver a mi amiga luciendo un hermoso vestido y cómo todas las demás prendas le hacían un juego elegante. De modo que lo que pasó aquella tarde tuvo ese cariz, porque así lo quería ella y porque así lo disfrutaba yo. Al salir de la función, no comentó nada acerca del drama que acabábamos de ver. Yo preferí seguir esa misma actitud, porque hasta en ese silencio me decía algo; mientras que a nuestro alrededor todos, hombres y mujeres, hablaban más de lo que habían visto y menos de lo que no habían entendido. De allí nos fuimos a tomar un café por ahí cerca y cuándo acabamos, viendo un ómnibus me dijo que se marchaba y que gracias por la tarde, por la compañía y la historia de la película y yo le di las gracias por su presencia y por el milagro de volverla a ver. «Sabes bien que, si tienes fe, los milagros se repiten», me dijo sonriendo al subirse al bus y yo me incliné con la reverencia que hacen los santones de las iglesias, cuando deben pasar delante del altar mayor, especialmente cuando hay culto.

Más por casualidad que a propósito, algunas veces volvimos a encontrarnos por algunos minutos o unas horas, y la verdad era que disfrutábamos de nuestras presencias, porque siempre teníamos algo muy bonito que sentir y decirnos mutuamente, especialmente sí era algo inteligente, poético o muy loco. Después nos despedíamos con un fuerte y cariñoso abrazo. Eso mismo hacíamos al encontrarnos.

Otro día la llamé para salir el domingo de paseo a visitar el palacio precolombino de Puruchuco, que fue la residencia de un incásico Curaca del valle de Lima y que además sirvió como centro de acopio de productos agrarios, y su redistribución a través del pago por el trabajo en las mitas. «Ya después del paseo vemos dónde comemos algo». Le dije. Grande fue mi júbilo cuando aceptó mi invitación y quedamos en encontrarnos a las nueve de la mañana en la puerta de la universidad. Entonces fue cuando me fui a la hemeroteca de la facultad para saber si podían prestarme un libro sobre el complejo arqueológico de Puruchuco y como era un conocido caserito del lugar me ofrecieron hasta dos. Después de leer sus índices y hojearlos, tomé el que más fotos tenía y no solo por eso, sino porque estaba muy bien explicado.

Cuando el domingo llegó a mí encuentro era la más linda hippie que podía verse en este lado del mundo. «Casi no me dejan salir así», me dijo con tono de queja y me preguntó. «¿Se me ve bien?» «No sabría que responderte sin ofender a la belleza que no sólo te viste, sino que te envuelve. ¡Estás linda, mucho más que linda!!». Le respondí casi gritando y levantando los brazos me hizo un alegre saludo con el signo de la paz y el amor en ambas manos. Luego me pidió ayuda con el bulto que traía en un pequeño bolso, cuando le pregunté que era eso, me dijo que era nuestro almuerzo o que creía que nosotros, los verdaderos hippies, andamos metidos en los restaurantes gastando el dinero de nuestras panzonas billeteras o girando cheques bancarios.

Tomamos la combi que pasa por ese sitio arqueológico y caminando llegamos a lugar. Ya dentro con el libro en nuestras manos nos fuimos enterando de la disposición del complejo y para qué supuestamente sirvió cada ambiente. Después cerrando los ojos nos imaginamos como era aquel lugar con la gente de esos tiempos haciendo su trabajo y lo que hacían los jerarcas de aquella comarca y caímos en la cuenta de que eran iguales a la gente de cualquier civilización de otras latitudes y tiempos y talvez con casi iguales intereses, problemas, fortalezas, temores y vacíos.

Llegado el momento para conectarnos con aquel pasado nos pusimos a jugar teatralmente.

Para empezar, le confesé que yo era el Señor de aquel palacio y como ella era mi huésped de honor tenía derecho a pedirme lo que en ese momento más quería.

-Señor por ahora no necesito nada, pues en este lugar y momento soy feliz, muy feliz y desde el centro de este patio quiero hacerle saber al mundo que esa quimera es real. -Me dijo casi gritando.

-No eres feliz, sino que te sientes feliz. Porque en este mundo nadie es lo que cree ser, sino que solo estamos siendo lo que inexorablemente seremos hasta que nos toque seguir siendo de otros modos fuera del tiempo de este mundo y en las dimensiones de otras vidas. -Le prediqué.

Entonces ante esa revelación se inclinó en señal de sumisión y el anfitrión le ordenó.

-!Levanta la cabeza y mírame a los ojos y escúchame atentamente! Aquí no existen los dioses que exigen genuflexiones, sino sólo lo que eternamente hemos sido y seguimos siendo, espíritus sin tiempo, viajando dentro de nosotros mismos que es el total entero.

Por su parte y con la misma teatralidad mí amiga me confío que era una sacerdotisa de aquellos tiempos y a preguntarme cuál era mi temor o mi dolencia para ser sanado en ese mismo lugar y momento. Yo, con el mismo tono histriónico recitando un poema de Federico García Lorca le confié mi mal:

“¡Ay, qué trabajo me cuesta quererte como te quiero!

Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero.”

-Ese mal que te afecta no es algo que yo pueda sanar, es más bien una prisión y lo que debes hacer en este mismo instante es escapar de ti mismo y tirando la puerta a todo lo que fuiste empezar a correr, volar, soñar e imaginar para no enloquecer por ese querer como tú quieres. Luego de rezar algo, la ancestral chamana me ordenó.

-Acércate te voy a bendecir para que en el camino no te eches a perder. -Y así lo hice y entonces con un beso en los labios me dio su bendición como lo hacen las madres cuando les acercan a sus críos recién nacidos.

Cuando llegó la hora nos almorzamos lo rico que ella había traído. Luego me preguntó si en mi cuaderno tenía otros poemas, le dije que sí, y sacándolo de mi chuspa se lo alcancé. Durante el silencio que se produjo, furtivamente me deleité con los gestos que hacía mientras leía. Después de más de una hora, paró de leer para decirme. «Te pediría prestado este cuaderno, pero veo que tienes otros apuntes personales». Yo le alcancé mi lapicero para decirle que por favor marcara con un aspa los que le habían gustado y durante un largo rato se dedicó a señalar. Ya cuando el lugar estaba comenzando a quedarse vacío, también nos marchamos.

Durante algunos días hice un breve poemario en mi pequeña Olivetti lettera con los poemas que ella había marcado y agregando algunos más le puse como título. «DE LAS ANDANZAS”, y se lo dediqué a ella. Cuando estuvo encuadernado como yo quería la llamé para decirle que deseaba regalarle algo y le sugerí para ver si después de las clases del miércoles podríamos irnos a almorzar en el mercadillo aquel y luego por supuesto si ella quería, ya veríamos que más podríamos hacer. Cuando nos encontramos le alcancé su regalo y dándome un simpático agradecimiento, sin más lo guardó en su cartera y después de comernos un sabroso arroz con pollo a la huancaína con un enorme vaso de una muy limeña chicha morada, sin concertar previamente nos fuimos a caminar sin rumbo por la calle.

Mientras gastábamos nuestros pasos no hablamos casi nada en especial, más que hacernos notar mutuamente las novedades de los avisos que exhibían los carteles de la ciudad. Mientras tanto yo pensaba que en la vida no siempre todo es color de rosa y que talvez le había sucedido algo que no quería decirme por ser un asunto delicado y muy personal. Además, quién era yo para que deba decírmelo. Tanto más cuando para mí era una bendición de que estuviera a mi lado en esa y en cualquiera otra circunstancia.

De repente en una de esas calles me tomó de la mano y me jaló a las puertas de un hotel y cuando yo la miré muy confundido no solo por lo que me estaba insinuando, sino porque no sabía si tenía el dinero necesario para pagar su coste, me dijo como dándome una orden. «Ya entra y pagamos a medias y si no tienes lo pago yo». Y como una dócil mascota me dejé llevar y gracias al cielo que tenía el dinero suficiente para solventar aquél inesperado gasto y solo por eso recuperé el aliento y toda mi alegría pensando en la enorme felicidad que me iba a encontrar. Nos registramos, subimos al cuarto 307, lo abrimos y sin decirnos nada comenzamos a desnudarnos rápidamente y después nos abrazamos, nos besamos, nos lamimos, nos mordimos y nos comimos desesperadamente, seguramente tal y como se hizo antes de que se inventaran las civilizaciones, o talvez como si nos hubieran anunciado que en menos de una hora este mundo se iba desprender de su órbita junto con los otros planetas haciendo un enorme agujero en la galaxia.

Pero no fue dentro de una hora sino en casi tres que nuestro mundo acabó, porque ella con lágrimas en los ojos comenzó a vestirse. Afligido por esa pena yo también en silencio hice lo mismo y cuando al salir del dormitorio quise tomarla de la mano me dijo que yo saliera primero. Ya en la calle a pocos metros de allí tomó un taxi y antes de abordarlo con un tono algo áspero me dijo. «Si alguna vez me ves tomada de la mano de un amigo, por favor no me preguntes nada». Subió al auto y se alejó.

Bastante “palteado”, pero no triste, ni afligido, ni furioso por aquel inesperado final, ni mucho menos celoso o despechado, me fui a caminar por las calles que conectaban con algunos parques, para ver si escribiendo algo me podía explicar aquel singular suceso de algo que no fue el fin de un amor, sino de un milagro que acabó de ese insólito modo, para quedarse alojado en un pequeño rincón de mi corazón y perdurar como el recuerdo de una hermosa ilusión.

Cuando quise escribir algo en mi cuaderno de notas, me tropecé con el poema “1964” de Jorge Luis Borges, que alguna vez lo copié porque me gustó muchísimo y cuyos versos empiezan así: “Ya no es mágico el mundo. Te han dejado….”, y me sentí muy triste, porque toda esa inspiración decía mucho de lo que me estaba pasando.

Como ya estaba alta la noche, sosegado el corazón y agradecida el alma, me dije: “FIAT LUX”, y la luz fue hecha. Y de pronto para mí y para todo lo que yo era, como todos los días, el mundo siguió andando a pesar de las “raras avis” que nos perturban o nos obsequian una pizca de su magia.

Un día en la universidad la vi pasar tomada de la mano de un “pituquito” que golosamente se comía un enorme chocolate y los dejé circular sin acercarme. Total, ella tenía el derecho y la obligación de seguir el destino que desde la cuna le había asignado su familia. Mientras tanto yo, desde la responsabilidad y la soledad que te ofrece la libertad y la puta realidad, a mi manera y todo a pulmón, debí seguir trajinando mí siempre sinuoso y escarpado camino.

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