¿Dónde quedan guardados los recuerdos de los abuelos? Estoy segura de que en un lugar súper especifico, un lugar que tiene conexión entre el corazón y el cerebro. Y cada abuelo tiene el suyo. En mi caso tengo un solo lugar, el lugar del recuerdo de mi abuela, la única que conocí. Se llamaba Antonia, pero para mí fue simplemente «la abu».

Cuando pienso en mi abu lo primero que se me viene en mente son unas sandalias blancas, unas pequeñas, unas mías. Fueron las sandalias blancas más lindas del mundo, fue la primera vez que me sentí feliz con una posesión, era como si mi abu hubiera adivinado lo que realmente me gustaba. Obviamente antes también mis papas y tíos me hicieron regalos, no recibía muchos porque éramos una familia simple, trabajadora, de gustos normales, y me conformaba y contentaba con lo que recibía. Pero mi abu fue la única que supo leer lo que me gustaba sin que tuviese que pedirlo No me habían enseñado a pedir, me enseñaron a recibir y agradecer, por eso, esa experiencia de tener algo que deseaba, lo viví por primera vez con ella.

Creo que por esa razón, cada vez que le tocaba cobrar su jubilación, lo primero que hacía era llevarme a comprar zapatos. Bueno, zapatitos, como ella decía. Me llevaba a Grimoldi, un negocio que llevaba varios años en la ciudad y donde trabajaba una amiga suya, otra señora coqueta con peinado de peluquería que nos recibía con la mejor de las sonrisas y nos dedicaba todo el tiempo del mundo. Mientras ellas charlaban, yo jugaba con una figura de madera en forma de gato, donde podia treparme; nunca lo hice, pero buscaba las maneras de subir desde mi pequeña altura con 4 años. Luego de charlar con mi abuela, la señora me media el pie y buscaba el calzado que le habia pedido mi abuela. Yo nunca le decía cuál quería, pero ella lo sabía, ella lo elegía. Hasta ahora me pregunto como supo leer los brillos de mis ojos. Increíble esta mujer.

Y así fue como llegaron los zapatos guillermina marrones para el colegio, luego los otros marrones con café y las sandalias azules. Era así, en veranos sandalias, en invierno zapatos guillerminas. En esa época las botitas no eran tan usadas así que logre una colección de guillerminas.

Obviamente las estrenaba en la misa del domingo. Puntualmente ella iba a la misa de 8 y me llevaba. A mi papà no le gustaba mucho la idea «se aburre la chica», pero acompañarla era lo mínimo que podía hacer con mi abu, como si algo dentro mío me decía que debía aprovechar el tiempo con ella. De esta manera aprendí a rezar y a dejar que me pongan las cenizas en la frente, como lo hacía ella en miércoles de cenizas.

Tenía un rosario largo, de alpaca, siempre lo llevo con ella. Luego se lo regaló a mi mamá y ella se lo dió a mi hermana, muchos, muchos años después. Creo que tuvo un hermoso destino ese rosario.
Cuando volvía de misa, regresaba prendida de su mano, y volvía contenta, era que había compartido algo con mi abu, algo que nadie más lo hacía.
En su dormitorio tenía un altar, estampitas, algunas cruces, medallitas, estatuillas, pero había dos que eran sus preferidos: una estatua del sagrado corazón y una estampita de Ceferino Namuncura. Con el corazón de Jesús estaba todo bien, pero con la estampita de Ceferino, no entendía por que se había hecho devota. Cada vez que yo veía esa imagen me preguntaba, que veía en los ojos de Ceferino. Porque evidentemente, ella era una gran lectora de miradas

Su devoción católica llevo a mis padres a que me inscriba en un colegio de monjas, nuevamente creo que a mi papa no le hacía mucha gracia, pero, rodeado de mujeres, tuvo que ceder. Mi mama, mi abu y yo (que ya había visto el colegio y me gustaba su patio y el orden) Y allí fui. Doce años ahi.

Cuando empecé el jardín ella me buscaba el corbatín, lamentablemente en esa época había empezado a usar silla de ruedas por un problema en la cadera. Pero se daba maña para levantarse de esa silla y preparar los ñoquis con salsa mas ricos del mundo. Amaba cocinar para mí. Y entre tantas recetas que sabía hacer, las que más me enloquecía eran sus salsas de tomate. Cuando cocinaba la salsa, yo siempre tenía la esperanza que sea eso el plato principal y le preguntaba «Es sopa negra?», obviamente reía y me explicaba que eso no se tomaba, era para acompañar los fideos, o los ñoquis. Lástima, decía yo, con lo rico que debe ser comer únicamente eso.

Por las mañanas leía el diario, y con mis cinco años, tenía curiosidad de lo que era leer. Ella me contaba algunas cosas o me leía algunas palabras, pero nunca me enseño a leer antes de tiempo, era como si supiera que debía disfrutar de esa infancia mientras la vivía. Ya tendría toda mi vida para leer. Y obviamente, tuvo razón.
Cuando pase de jardín a primer grado, no era algo que me hiciera mucha gracia, había bancos y la salita de juegos ya no estaba, y en mi puchero, ella me dijo «vas a aprender a leer», y nuevamente la magia, el primer grado quizás no sea tan malo… aprendí a leer y escribir (con la sangre sudor y lágrimas de mi madre que con su infinita paciencia me pedía que pudiera reconocer el sonido «s» de la palabra «sé»).

A veces mi abu no estaba por dos motivos, viajaba a Buenos Aires para cerrar algunos asuntos que tenía y visitar familia, ella había vivido y trabajado en Buenos Aires y cuando se jubiló, había decidido de venir a vivir a Tucumán con nosotros. Así que su ausencia no era rara para mí. Sus regresos eran los más lindos, los divertidos, los abrazos llenos de emoción que ella me regalaba. Qué sonrisa

Pero no sólo se preocupó que yo aprenda a leer, también quería que pueda explorar el mundo, así que una tarde, mi mamá me dijo, vamos hasta la bicicletería, allí nos espera la abu. No entendía que hacia allí, obviamente quise acompañarla. Ahí estaba ella, hablando con el bicicletero de las cosas del barrio y el trabajo. La bicicletería era oscura, con muchas bicis para reparar, y otras nuevas para vender. Al llegar me dijo, esta bici es tuya. No lo podia creer. Una bici? pero…no sé andar, le dije.

Bueno, ahora te va a tocar aprender esto también.
Hola bici amarilla

Y llegó mi segundo grado. Allí el tiempo empieza a detenerse un poco. Mi abu ya no viajaba a Buenos Aires, mi abu tenía días en los que se debía internar en una clínica. En mi casa empecé a ver agujas y medicamentos. Una enfermera venía frecuentemente para sus inyecciones. Y de su silla de ruedas ya no se levantaba como antes. Hasta que un día se fue a internar y no la vi más

Sentía la agitación de mi casa, mi mama iba y venía, mis tíos también daban vueltas por la casa. Conversaciones de adultos que no llegaba a entender. Ahora que soy adulta calculo que hablaban con códigos.

Una mañana mi mama vino a despertarme y con lágrimas en los ojos me dijo «la abu ya no va a venir más». Y no hicieron falta mucha explicación. A esa edad no entendía la muerte, pero si entendía que la gente ya «no es más», «no esta más». Llore más porque vi a mi mamá triste. Ella expresó esa tristeza por las dos.

Por una semana no quise ir al colegio. Mi abu murío un 18 de mayo, iniciaba la Semana de mayo, hacia frío.

Luego de ese día, cada día mi mama me pregunto si quería ir al colegio, y le decía que no. Agradezco que haya respetado ese tiempo, se lo agradeceré siempre. Pasaron el 19, 20, 21, 22, 23…y un 24 le dije que sí. Me compró una banderita (porque la maestra le había avisado que se festejarían las vísperas del 25) y con esa banderita en mano llegue al colegio. En la puerta estaba mi señorita Eugenia, una dulzura que me recibió con una sonrisa, más grande que la habitual, sabia que había perdido a mi abu.

Y así pasaron los días hasta el 7 de junio, día de mi cumpleaños. Mis papás me habían entretenido para que piense en el cumple y no esté abrumada por lo de la abu, mi mamá me pregunto que torta quería, que participe en la organización eligiendo los sombreritos. Y les seguí el juego. Miraba como mi mamá preparaba y decoraba la torta (hizo la torta de una muñeca), una de las tortas más originales que hizo. Los sombreritos eran dorados y un grupo de compañeritas estarían presentes. Todo listo

La mañana de mi cumple mi mamá me despertó, papá y mamá me saludaron y ella me dijo, aquí tenés tu regalo, pero vas a tener que adivinar quién te lo hizo.

Abrí el paquetito. Era un reloj, uno tipo casio, con los numeritos analógicos. Impactada. «La abu?» le dije, y me respondió que sí. Ella le había pedido que para mi cumple me regalen un reloj. Mi mama cumplió. Y por última vez mi abu me leyó. Me leyó hasta el final.

Y ahí es donde tengo guardados sus recuerdos, en un hilo que va entre el cerebro hasta el corazón. Y desde ese momento aprendí yo también a leer miradas. No siempre lo logro, pero ese fue el legado de mi abuela, las pisadas, el tiempo y las miradas.

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