Pan y aceited (copia)

Había que salir corriendo de la escuela y volver a casa. Unas cuantas obligaciones la esperaban junto a una mano con una alpargata amenazante por si se descarriaba. Deseaba terminar de ir a por el agua, de comer, de fregar porque el corazón lo tenía en otro lugar. En ese al que estaba deseando de ir corriendo para abrazar a la abuela, que seguro la esperaba, para recibir las palabras socarronas de la tía; ella creía que solo iba a por el pedazo de pan y a por unos cuantas pesetas.

Y en un descuido corrías de nuevo, pero esta vez calle abajo para colar por la callejuela. La calle era estrecha, tanto que con los brazos en cruz casi podías rozar las paredes, los desconchones húmedos, casi podías sentir como se descascarillaba la cal y caía al suelo. Sublime mirar al cielo y respirar. Respirar para oler a horno, a leña, a masa, a pan. Se esparcía por todo la calle hasta meterse en la sien.

Muchas mujeres estaban en la puerta de la abuela a la espera de su turno. Después, ese pan crujiente en la talega. La tela desprendía el calor, pero antes, más de una le había pegado el pellizco al pan. El pellizco del pan callaba el llanto del niño que tiraba de la falda, el pellizco de pan crujía en los dientes de la boca de María, de Antonia y de Pepa. El sabor de la corteza y el dulzor de la miga blanca les hacía olvidar que ese pan es lo que tenían para días. Les hacía olvidar que el pan le costaba dos jornales del trabajo de las manos encalladas de sus esposos.

Ella entraba por detrás y abrazaba a su abuela, tiraba de su falda, deshacía el moño de su delantal; jugaba con ella, exasperaba su paciencia, rompía la rutina de su faena. Besaba su cintura, mientras su abuela sacaba la tabla con dos panes. «Niña tira pa tras, te vayas a quemar» Entonces salía disparada para la calle, cruzaba entre las faldas de las mujeres que esperaban y doblaba la esquina. Se perdía entre las miradas de las mujeres que les costaba sonreír, aunque el ademán de la chiquilla les sacara una sonrisa. Todas sabían hacía donde iban aquellos pasos acelerados.

Eran tiempos de pobreza, de escasez, tiempos de mucho trabajo, poca vitualla y pocas perras. Lo cantaban los rostros aquellos que ella dejaba atrás, en la puerta de su abuela Amalia. Ha doblado la esquina y ha cruzado el patio y al pie de la escalera ha llamado a su otra abuela, María. Su abuela, esta abuela es más pobre,  tiene una casa más pequeña, más oscura, pero cuando llega siempre tiene pan. Con el cuchillo hace una cruz, la besa  y le mete con firmeza para cortar un canto. Deja el pan en la mesa, coge el canto y con el dedo pulgar le hace un hoyo y lo llena de aceite.

Ella coge la hogaza de pan se acerca a su cara, se la besa. su abuela se acerca al mueble de puertas y cajones verdes y saca una lata que contiene azúcar. La abre, toma un poco entre los dedos y la rocía entre el canto del pan con aceite. Ella esta feliz, no cabe en su alma de contento, se sienta en el escalón de la calle para comérselo. De vez en cuando vuelve la cara hacia dentro y ve a su abuela haciendo quehaceres y a su tía sentada en la silla, meciendo su cuerpo hacia delante y hacia detrás.
Su abuela la mira, parece fría, pero ella sabe que rebosa un amor inmenso, aunque ni siquiera pestañea y se vuelve a mover la olla. Aun se escucha el cascoteo de las mujeres, aún huele a pan recién horneado en toda la calle; su otra abuela sigue con su tarea, aun quedan mujeres esperando.

Son los hombres los que limpian el terreno, eliminan los restos de cultivo y labran la tierra, la airean. Eligen una semilla, esperan que sea la mejor, que  les traiga buena cosecha y siembran.  Después son ella, las mujeres las que amasan con esfuerzo, con sudor y con rabia. Hace falta harina, de la buena, que no tenga restos, que no sea de centeno, que no sea afrecho como el pan que le daban con las cartillas de racionamiento.  Ellas sabían que muchos solo tenían aquel pan duro de digerir, duro de masticar, duro para el estómago, amargo para el alma. Tener chiquillos y no tener que darle pan en aquellos viejos años era el castañeo de los dientes, el crujir del corazón entre el cuchillo.

Hoy camina por las aceras en las que cada unos cuantos metros hay una panadería. El olor sigue impregnando toda la calle, aunque sean calles nuevas. Respira hondo y es inevitable entrar y comprar una barra de buen trigo, pegarle un pellizco y meterla en su boca para evocar los años inocentes, a las abuelas, que vivían una puerta casi pegada con la otra. Es inevitable que lleguen los gestos de amor, que el olor le embriaguen los sentidos y la hagan sonreír.

No hay olvido para ellas porque recuerda su pan y el cuchillo entre sus manos. Quizás el olvido llegue en otras generaciones, en ella no porque cada panadería, cada horno que desprende el calor y el olor se va a ellas.

Y es inevitable comparar el pan con la esencia de la vida, con el alimento básico del que carecen muchos. Y es inevitable mirar en su entorno y ver a esos que piden, esos que tienen un trozo de pan renegrido entre las manos sucias, entre sus axilas malolientes, entre sus uñas negras.

Parece que no tiene importancia, parece nada hoy que hay tanto, hoy que no solo hay pan blanco. Parece baladí y sin embargo todo lo acompaña; al potaje de garbanzos mas humilde, a la carne más exquisita. Está en la mesa de la choza más pobre en un país de oriente o de áfrica o de aquí cerca. Está en la mesa de la casa de lujo que ves a lo lejos, en frente. Parece que no tiene importancia porque ahora hay para comprar otras cosas que lo pueden sustituir, pero el pan se empeña en estar presente. Es como el amor de la madre, el del hijo, el de el hermano. Es colmo el amor del amor; esencial para estar bien, para tener un estado emocional sano.

El pan de antes, el pan de ahora, todo ha cambiado, hasta la manera de sembrarlo. Maquinarias de último modelo, equipos diseñados para facilitar todo el proceso incluso para hacer pan desde el amasado.

Aunque seguimos comiendo pan con aceite y recordando que hubo años en que era un lujo no al alcance de todas las manos. Seguimos teniendo en la mesa una barra, un bollo, un pitufo para el desayuno, el almuerzo, la cena o para dar al vagabundo. ¡Qué tristeza que todavía sean muchos los que solo tenga un trozo de pan en su mesa! ¡Qué alegría que ya no sea un artículo de lujo! ¡Qué bien que su crujido siempre me traiga los mismo recuerdos! Siempre mantendrá viva la llama de aquellas almas sufridas, queridas, que tanto amor derramaban en el corte del canto del pan con el cuchillo.

Besos con sabor a pan, pan con sabor a tiempo, tiempos de hambre y sudor, tiempos de pan de centeno y afrecho. Tiempos de abuelas, tiempos tiernos. Tiempos de hornear amor, siempre son buenos tiempos.

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