— Tienes mala cara.
— Esta mañana me ha despertado una maldita paloma. Dos, de hecho. Ahí estaban, en el alféizar de mi ventana, ajenas a mi descanso. Cortejándose.
— Estás agotada. Todo es muy reciente.
— Y yo pensaba, ¿Me levanto y las echo de aquí? Me despertaré del todo, y todavía son las 5. ¿O me quedo? Rabiando, con la almohada sobre la cabeza deseándoles la muerte, o algo peor.
— ¿Qué puede ser peor que la muerte?
— Ellas siguen a lo suyo. Yo, no me levanto. Ni me duermo. ¿Por qué no se largan a cualquier otro lugar?
— La ciudad está repleta de palomas.
— Para cuando al fin ha sonado la alarma y he puesto mis pies en el suelo helado, con mi nariz apuntándoles, ya no estaban. No sé en qué momento se han ido. He empezado a escuchar los coches, la nevera. El lavavajillas que programé ayer.
— Tranquila, te recuperarás, ya has pasado por esto otras veces, solamente necesitas tiempo.
— No es lo que necesito escuchar. No de ti.
— Sí, tienes razón.
— ¿Cuándo dejarán de arrullar las palomas?
— Sabes que no tengo la respuesta, pero me quedaré muy cerca hasta ese día. Deberíamos volver al trabajo, Alba, ha terminado la hora del almuerzo.
— Vaya, somos las últimas en salir de la cafetería. Son incansables, no importa las veces que las ahuyentes. Siempre regresan. Y sus hijas. Y las hijas de sus hijas.
— Ven, levántate y dame tu mano. Yo si puedo dejar de oírlas. Deja que te lleve.
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