Desde pequeño, el miedo a la muerte me ha perseguido como una sombra, siempre ahí, agazapado, esperando. Mi abuela solía decir que la muerte es solo el principio de otra aventura, pero para mí, siempre fue el final de todo lo conocido. Esa incertidumbre, ese no saber qué hay más allá, me aterraba.

Hubo una noche, cuando tenía doce años, que desperté empapado en sudor. Había tenido un sueño donde caía en un abismo sin fondo, y el vacío me envolvía. Desperté gritando, y mi mamá vino corriendo, me abrazó y me dijo que todo estaba bien. Pero no lo estaba. Ese sueño era más que un simple susto nocturno; era el reflejo de mi terror interno.

Con el tiempo, ese miedo no desapareció, solo se transformó. En la adolescencia, comencé a obsesionarme con la idea de dejar algo, cualquier cosa, que probara que había existido. Escribí diarios, hice dibujos, dejé mensajes en botellas, como si eso pudiera asegurarme una especie de inmortalidad.

Ahora, ya más grande, trato de no pensar en la muerte todos los días, pero a veces, en las noches tranquilas, vuelve ese miedo. Pienso en todo lo que aún no he hecho, en todas las cosas que quiero decir y no me atrevo. Y me pregunto si algún día estaré listo para enfrentarla, si alguna vez podré aceptarla como parte de la vida.

Quizá mi abuela tenía razón, tal vez la muerte sea solo el comienzo de otra aventura. Pero hasta que llegue ese momento, seguiré temiéndole. Porque el miedo a la muerte es tan humano como respirar, y aunque trate de disimularlo, siempre estará ahí, en el rincón más oscuro de mi mente, recordándome que todo tiene un final.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS