Luna floreada

Luna floreada

Laila M

28/06/2024

La noche se extendía como una sábana de terciopelo oscuro, salpicada de miles de estrellas que brillaban con una luz lejana. La luna, redonda y llena, se elevaba sobre el horizonte como un disco de plata, bañando la tierra en una suave luz blanquecina.

“Floreada”, susurró Diana, mirando la luna con una mezcla de admiración y tristeza. “Esa es la luna Floreada”, “¿sabes?”

Elena, sentada a su lado, sonrió con melancolía. Ella conocía el lugar, no era la primera vez que Diana la llevaba. Para ella, ese era su lugar en el mundo, un refugio donde encontraba paz y serenidad. Le gustaba compartirlo con las personas que más quería.

“Sí, Diana”, respondió ella. “Siempre la has llamado así”.

Diana se sintió aliviada. La sonrisa de Elena, aunque tenue, era un rayo de sol en la penumbra que se había instalado entre ellas.

“¿Te gusta?”, preguntó, intentando romper el silencio que ahora se sentía más pesado.

Elena se encogió de hombros. “Es una luna”, dijo, su voz apenas audible. “Como cualquier otra”.

Diana sintió un nudo en el estómago. Había esperado, incluso deseado, que su comentario despertara alguna emoción en ella. Pero Elena, la chica que antes sonreía con la facilidad de un arroyo y se emocionaba con la simpleza de un amanecer, ahora parecía encerrada en un caparazón de hielo. 

Suspiró, la tristeza lo envolvió como una niebla densa. Sabía que la culpa era suya. Ella, con sus sueños y esperanzas, había tejido una red de ilusiones que ahora se desmoronaba, dejando tras de sí una amarga sensación de vacío.

“¿Qué pasa?” “ Te noto apagada”, preguntó Elena, rompiendo el silencio. Su voz era suave, casi un susurro, pero la preocupación se le notaba en los ojos.

Diana se encogió de hombros, incapaz de responder. La verdad era que ella misma no sabía qué le pasaba. Solo sentía un vacío, una inmensa tristeza que la consumía por dentro.

El silencio volvió a instalarse entre ellas, pesado y agobiante. La luna, llena y redonda, brillaba sobre el jacaranda con una intensidad casi cruel, como si se burlara de su dolor. Diana se levantó y se dirigió hacia los cimientos de concreto del viejo molino. Elena se quedó sentada, abajo del árbol de jacaranda, observándolo con tristeza.

Diana se sentó en el borde del  pozo, las manos apoyadas sobre las rodillas. Observaba el reflejo de la luna en el agua, una imagen fantasmagórica que se movía con la brisa suave. Ella sabía que el tiempo no sanaba las heridas. Solo las hacía más profundas.

El viento sopló con fuerza, haciendo crujir las hojas secas que se acumulaban en el suelo. Elena se levantó y se acercó a ella. Se sentó a su lado, sin hablar. El silencio volvió a reinar, pero esta vez era un silencio compartido, un reconocimiento del dolor que ambas cargaban.

Y así, bajo la luna Floreada, el silencio se extendió por la noche, un silencio que no era solo un espacio vacío, sino un lugar donde el dolor, la incertidumbre y la esperanza se mezclaban en una melodía agridulce.

Diana se levantó de un salto, impulsada por un torbellino de emociones que la inundaban.

“Elena”, dijo con voz temblorosa, “No… no quería… no quería que esto pasara”.   

Elena lo miró con ojos húmedos, la tristeza en su rostro se había transformado en una mezcla de dolor y confusión.

“Comprendo”, dijo, su voz era un susurro apenas audible.

Diana sintió una punzada de culpa al ver la desolación en el rostro de Elena.

“Te quiero, Elena,” dijo, luchando por encontrar las palabras adecuadas, “pero… pero yo… yo no puedo darte mi amor”… “Yo lo amo aún”.

Las palabras, pronunciadas con dificultad, resonaron en el silencio de la noche, llenando el espacio entre ellas con una tensión palpable. Elena se quedó muda, la mirada fija en el horizonte donde la luna Floreada proyectaba su luz plateada sobre la tierra.

Diana se acercó a ella y la tomó de la mano, sus dedos entrelazados con los de ella.

“Lo siento, Ely,” dijo, su voz llena de arrepentimiento. “No quería hacerte daño, pero… pero no puedo evitar lo que siento”.

Elena finalmente levantó la mirada y encontró la de Diana, llena de tristeza y comprensión.

“Lo entiendo, Diana,” dijo, su voz quebrada por la emoción contenida. “No puedes evitar lo que sientes, lo entiendo”. “Y yo… yo no puedo obligarte a sentir algo que no sientes.” “No podría hacerlo por más que lo deseara.”

Un silencio se instaló entre ellas, un silencio cargado de tristeza y resignación. La luna Floreada, testigo muda de sus dolores, proyectaba su luz plateada sobre sus rostros. Diana sintió un nudo en la garganta, la culpa la carcomía por dentro. Se había equivocado, había intentado construir un futuro sobre cimientos de arena.

Elena se levantó y, sin decir una palabra, caminó hasta los campos verdes, un mar de hierba que se extendía a sus pies. El cielo, un manto oscuro salpicado de estrellas, se desplegaba ante ella. Su silueta se marcaba por aquella luna floreada que tantas veces la vio sonreír, pero esta vez, aquella sonrisa se fundió con la oscuridad, como un sombra que se desvanecía en la noche. Diana la observaba desde la distancia, una figura solitaria que se mimetizaba con los árboles oscuros, y sobretodo aquel gran árbol de jacaranda. Ella ya no pudo acercársele más. 

El viento susurraba entre los tallos de la hierba, una melodía que le llegaba hasta los huesos, una melodía que se mezclaba con el latido de su corazón, un latido que se aceleraba con cada segundo que pasaba.

El viento sopló con fuerza, haciendo crujir las hojas secas que se amontonaban en el suelo. Diana se quedó sola, bajo la luna floreada reflejada en el estanque, como si el agua fuera un espejo. Las palabras de ella aún resonaban en el silencio, un eco que la envolvía.

La noche era fría y oscura, un reflejo del vacío que se había instalado en su corazón. Ella sabía que nunca podría olvidar a Elena, que su recuerdo siempre la acompañaría, como un eco incesante. Pero también sabía que su amor, tan intenso y fugaz como había sido, se había convertido en un lastre que ya no podía cargar.

La noche se extendió sobre el mundo, llena de un silencio que solo aquella luna bajo el árbol de jacaranda parecía entender.

La vida, como la luna, tiene sus ciclos. Algunos se llenan de luz y otros se pierden en la oscuridad.

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