El amor no siempre es correspondido.

En el municipio de Chimalhuacán, vivía Juan, un joven de 17 años demasiado tímido. Desde que tenía memoria, había estado enamorado de Laura, su compañera de clase. Laura era todo lo que él podía desear: amable, inteligente y con una sonrisa que iluminaba cualquier día gris.

Juan siempre se sentaba en la última fila del aula, observándola en silencio, admirando cómo su risa llenaba de vida el salón. En cada recreo, la veía charlar con sus amigos, deseando ser parte de su mundo, pero nunca se atrevía a acercarse demasiado. 

Una tarde de otoño, en el parque del pueblo, Juan encontró el valor para hablar con ella. Laura estaba sentada en un banco, leyendo un libro. Con el corazón acelerado, Juan se le acercó y comenzaron a conversar. Laura fue amable y pronto se hicieron amigos, compartiendo risas y confidencias.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, Juan se dio cuenta de que Laura solo lo veía como un amigo. Ella le contaba sobre sus sueños, sus miedos y, eventualmente, sus sentimientos por otro chico, alguien a quien Juan no conocía, pero a quien empezó a resentir en silencio.

Una noche, Juan escribió una carta para Laura. En ella, confesaba su amor, esperando que, de alguna manera, ella pudiera corresponder. Pero nunca tuvo el valor de entregársela. La carta quedó guardada en su escritorio, un testimonio silencioso de su amor no correspondido. 

Laura finalmente comenzó a salir con el chico de sus sueños, y Juan, aunque destrozado por dentro, sonreía y la apoyaba. Sabía que su felicidad era lo más importante, incluso si eso significaba ocultar su propio dolor.
 

Con el tiempo, Juan aprendió a vivir con su amor no correspondido. Miraba a Laura con la misma admiración de siempre, agradecido por los momentos que compartieron, aunque su corazón siempre guardaría la tristeza de un amor que nunca pudo ser.

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