En la tranquila ciudad de Valleverde, el invierno llegó temprano aquel año, trayendo consigo noches largas y frías. La gente se refugiaba en sus casas temprano, dejando las calles vacías y silenciosas. Pero para Miguel, un joven periodista de la revista local, el frío no era suficiente para disuadir su curiosidad.
Miguel había recibido una pista sobre una antigua mansión en las afueras de la ciudad, la Mansión Grimwald, que llevaba años abandonada. Se decía que estaba maldita y que en su interior ocurrían cosas inexplicables. Según los rumores, los últimos propietarios habían desaparecido misteriosamente una noche sin dejar rastro. Atraído por la historia, Miguel decidió investigar.
La noche era oscura y la niebla densa cuando Miguel llegó a la entrada de la mansión. Con una linterna en mano, cruzó el portón de hierro oxidado y avanzó por el camino de piedra que llevaba a la imponente casa. Las ventanas, rotas y sucias, parecían ojos vacíos que lo observaban. Empujó la pesada puerta de madera que crujió con un gemido lúgubre, y una ráfaga de aire helado lo recibió al entrar.
El interior de la mansión estaba en penumbra, apenas iluminado por la luz de la linterna. Muebles cubiertos con sábanas blancas parecían fantasmas en la oscuridad. Miguel avanzó con cautela, explorando cada habitación en busca de pistas. El silencio era absoluto, solo roto por el sonido de sus propios pasos.
Llegó a una sala de estar donde encontró una chimenea apagada y un gran reloj de péndulo detenido a medianoche. En la pared, un retrato de una familia lo observaba con ojos inexpresivos. Miguel sintió un escalofrío recorrer su espalda cuando notó que los rostros del cuadro parecían seguirlo.
De repente, un sonido sordo rompió el silencio. Venía de la planta superior. Miguel sintió cómo su corazón se aceleraba, pero decidió seguir investigando. Subió las escaleras lentamente, cada peldaño crujía bajo su peso. Al llegar al segundo piso, vio una puerta entreabierta al final del pasillo.
Se acercó con cautela y empujó la puerta, revelando un dormitorio en penumbras. En el centro de la habitación, una figura estaba de espaldas, mirando por la ventana. Miguel tragó saliva y se acercó despacio.
—¿Hola? —preguntó con voz temblorosa.
La figura se giró lentamente, revelando un rostro pálido y sin vida. Era un hombre mayor, con ojos vacíos que parecían mirar a través de él. Miguel retrocedió, pero antes de que pudiera reaccionar, el hombre habló con una voz hueca:
—Ayúdame… —dijo, extendiendo una mano temblorosa.
Miguel, paralizado por el miedo, no supo qué hacer. El hombre continuó:
—Ellos… ellos están aquí… no me dejan ir…
La linterna de Miguel parpadeó y se apagó, dejándolo en completa oscuridad. Un susurro sibilante llenó la habitación, como si mil voces susurraran al unísono. Miguel sintió un frío intenso que lo rodeaba y un peso invisible que lo empujaba hacia abajo. Luchó por respirar, sintiendo que su energía se desvanecía.
De repente, una luz brillante iluminó la habitación. Miguel sintió que el peso se levantaba y pudo respirar de nuevo. Abrió los ojos y vio que la figura había desaparecido. En su lugar, había una pequeña lámpara encendida en una mesa de noche. Sobre la mesa, un diario antiguo.
Miguel se acercó y lo abrió, encontrando páginas llenas de notas escritas con una letra temblorosa. Las últimas entradas hablaban de la desesperación de la familia Grimwald, atrapada en la mansión por una presencia maligna que no les permitía salir. La última anotación, escrita con una caligrafía apenas legible, decía: «Sólo aquel que descubra nuestra historia podrá liberarnos.»
Miguel comprendió entonces lo que tenía que hacer. Tomó el diario y salió de la mansión tan rápido como pudo. Publicó la historia de los Grimwald en la revista, detallando su trágico destino y la maldición que los mantenía prisioneros.
Días después, la mansión fue demolida y en su lugar se erigió un parque en memoria de la familia Grimwald. La historia de su liberación se convirtió en leyenda, y Miguel nunca olvidó la noche en que desenterró los secretos de la mansión Grimwald.
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