Allí me presenté. A esa hora y en ese lugar en el que me había citado. La esperé en el estanque de los jardines de la estación de Atocha. No sabía a ciencia cierta de donde vendría, pues conexión en tren desde el pueblo no había. Observaba como un espía a la gente que pasaba, buscando entre ellas el recuerdo de Mariana, difuminado en mi memoria, ya casi inexistente por el paso del tiempo. La vi, ella no me reconoció. Un gesto de mi mano en forma de señal, de un aquí estoy. Sin respuesta. Me acerqué a ella y se sorprendió, pero mi mirada me delató. Nos abrazamos, nos volvimos a mirar a los ojos y de nuevo nos fundimos en un abrazo.
En una cafetería cerca de la estación charlamos tranquilos a cerca de nuestras vidas. Ella meses después que yo se había marchado también del pueblo aprovechando el comienzo de la universidad. Había trabajado de todo para poderse costear la carrera de magisterio y un año atrás había obtenido plaza definitiva en Aranjuez, al sur de Madrid. La vida nos había vuelto a unir, nos separaban unos kilómetros que se podían solventar en menos de media hora. Me sentía feliz, de nuevo me había vuelto a aceptar tal y como era. No paraba de preguntarme a cerca de la transición y yo se la fui detallando con todo lujo de detalles. Al anochecer nos despedimos en la estación y antes de montarse en el cercanías rumbo a su hogar me enseñó la foto de un niño adolescente. Era mi viva imagen de niño. La miré y ella asintió con la cabeza. – Se llama Manuel y quiero que lo conozcas, no quiero dinero ni que te preocupes de el como un padre. Nunca te lo he pedido –, fueron sus palabras.
Así comencé a conocer a mi hijo, bajo el escudo de ser una vieja amiga de su madre. Nunca dijimos nada más, nunca inventamos ninguna historia de como nos conocimos, ni nada de todo eso. Tan solo compartimos tardes de domingo, cenas en el chino del centro de Aranjuez, risas, paseos por los Jardines del Principe. Fue creciendo y compartiendo sus logros en futbol y los estudios. Un chico bastante inteligente para lo que yo fui, hasta que al cumplir la mayoría de edad hizo la pregunta que ambas temíamos.
Mariana pudo sostener la verdad sin mentirlo dos años más. El niño era tozudo y se había empecinado en saber sus orígenes. En las vacaciones cuando visitaba a sus abuelos en el pueblo aprovechaba los paseos por el campo para preguntar a su abuela cuantos novios había tenido su madre de joven. Esta no sabía que responder, pues cuando supo de la existencia de su nieto este ya tenía tres años. La vergüenza de ser madre soltera en un pueblo hace que uno guarde los secretos para salvaguardar a la familia de los comentarios de los demás. Pero según fue creciendo el reflejo del padre en el propio niño dejó al descubierto de quien se trataba y Mariana tan solo le pidió a su madre que le guardara el secreto. Manuel era más listo de lo que su madre y su abuela se imaginaban y fue poco a poco atando hilos hasta que una tarde de verano se presentó en casa de mis padres para preguntar sobre mí. Mi madre se echó a llorar al verlo, era la viva imagen del hijo que había desaparecido de la noche a la mañana y que jamás había dado señales de vida. Así que poco le pudo decir. Mi padre en cambio negó que su hijo, el maricón, el niño que soñaba con ser una niña, pudiera ser el padre de esa criatura. ¿Cómo serlo si no se le levantaba con las mujeres?
Como no todo en la vida son alegrías, dos semanas después de mi cirugía de reasignación de sexo, y tras un postoperatorio doloroso, por fin me puede mira al espejo y ver a la mujer que siempre quise ser. La felicidad recorría mi cuerpo, mi alma y se reflejaba en mi cara pese al dolor de la recuperación. Por fin me sentía yo misma y mis amigos habían preparado una cena en casa de José para celebrar este gran paso. Mariana estaba informada de todo, pero decidió no venir a la cena ya que Manuel no paraba de preguntar e incidir todo el rato con la dichosa pregunta. Es normal que se la plantee, me decía yo. Un padre es un eslabón importante en la vida, no ha debido de ser fácil crecer sin una imagen paterna, aunque Mariana lo ha criado muy bien.
La mañana de la cena se presentó en mi casa. Llegó muy serio, como si ese día se hubieran torcido las cosas en la universidad. Ni siquiera entró, tampoco me pregunto como me encontraba. Desde el rellano de la escalera me miro y escupió sobre el felpudo. — Tu madre me ha enseñado fotos de ti de niño. Un engendro como tú no puede ser mi padre. Me das asco, —dijo con los ojos llenos de cólera.
Salió corriendo por la escalera y desde entonces no he vuelto a saber nada de el. Mariana no pudo contener la verdad por más tiempo y el no estaba preparado para sostenerla a su edad. Yo en cambio me derrumbé. Jamás había pedido un hijo, nunca tuve intención de tenerlo como hombre, como mucho adoptar ya siendo mujer. Había sufrido mucho en mi infancia y ese dolor brotaba de nuevo tras lo ocurrido, pero más intenso. Un hijo hace más daño que unos niñatos de pueblo. Hoy es el primer aniversario de mi nueva vida. Hace un año volví a nacer. ¿Feliz? En parte sí, en parte no.
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