Día Uno sin Ti
Bajo el manto del crepúsculo otoñal, las calles reverberan en un eco dorado, impregnadas de la melancolía que solo la estación de los recuerdos puede evocar. Mis pasos, vacilantes y cargados de un peso que va más allá de la carta que sostengo entre mis manos temblorosas, deambulan por un paisaje que ahora parece despojado de su antiguo esplendor. Cada huella que dejo sobre el suelo resuena con los ecos de los suspiros compartidos en la noche anterior, susurros que la brisa acuna ahora con una ternura amarga. En el compás de mi reloj, el tiempo se resiste a avanzar sin la compañía de tu presencia.
Recuerdo con una mezcla de anhelo y pesar cómo tu mirada, antes luminosa e iridiscente, se ha transformado en un reflejo de profunda tristeza. Me aventuré a preguntar por el origen de esas sombras que ahora parecen haberse enraizado en lo más profundo de tus ojos. Te supliqué que depositaras flores en mi tumba, abrumada por el miedo a perderte, pues una parte de mí ya había perecido contigo, una parte que temo no poder recuperar jamás.
Nuestros corazones, frágiles como cristales de nieve, se deshacen con cada embate de dolor que nos envuelve. Deseaba entregarte todo el amor que aún me quedaba, antes de que se desvaneciera entre mis dedos como arena efímera en un reloj de sol, pero estas palabras, escritas en la carta dirigida a mi ángel caído, son el reconocimiento de que te he perdido, consciente de que jamás podría haber pedido más que el fugaz tiempo que se nos concedió. Sin embargo, en el silencio abrumador, temo que mi ofrenda sea insuficiente para colmar el abismo que se ha abierto entre nosotros.
Las callejuelas desiertas reflejan mi soledad. Nuestros corazones, amargos y fraguados con la misma fragilidad que nuestro amor, se han fracturado con cada intento de contacto, con cada roce. ¿Cómo puedes exigir más si ya te he dado todo?, me pregunto mientras las lágrimas nublan mi visión. Rememoro las noches en las que tejíamos sueños imposibles bajo un firmamento que parecía alineado para nuestra felicidad, donde nuestras promesas se susurraban en la penumbra. Pero esos sueños se han convertido en espectros que nos acechan, recordándonos lo que nunca podrá ser. Nos hemos extraviado en un laberinto de emociones, donde cada desvío nos aleja más el uno del otro.
«El amor no es una batalla que desee librar», escribí con la esperanza de que lo comprendieras. Estuve a tu lado esa noche, la última vez que te vi, cumpliendo mi promesa de estar presente, pero tú te perdiste en esa última noche, como una pizca de azúcar que ya no endulza la amargura de la distancia y el dolor. Perdí mi calor en las costas californianas, cuando las olas del Pacífico fueron testigos de nuestros besos y risas. Perdí mi razón cuando disparaste tus palabras como flechas, dejándome deshecha y vacía. Todo eso desencadenó mis lágrimas, y cada color del arcoíris se desvaneció en mis ojos, pintando la tristeza.
Hace mucho que perdí el rumbo, reflexioné mientras avanzaba por un sendero de baldosas gastadas. Odio, susurré al cruzar la calle, no poder determinar mi destino mientras la vida fluye y se desvanece sin compasión. Odio no reconocerme cuando evoco mi pasado, pues estoy atrapada en un ciclo que rechazo y repito. Odio tanto que ya no sé cómo odiar. Odio muchas cosas, susurré al viento, «pero a ti jamás podría odiarte. Porque amo casi tanto como odio, y contigo siempre termino en un susurro de entendimiento». Finalmente, llegué al buzón y, con un último suspiro, dejé caer la carta. Mientras la veía desaparecer en la oscuridad, supe que una parte de mi corazón se desprendía con ella, con la esperanza de que mis palabras encuentren el camino de regreso hacia ti en la eternidad de la nostalgia.
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