Me despertó la bulla de una pelea entre dos borrachos. Eran alrededor de las tres de la madrugada. Aún tenía mareos por la embriaguez, me palpitaba las venas de las sienes. Tenía náuseas, pero no quería levantarme de la cama. Los gritos de la gresca no pararon, al contrario, escuché el estrépito de una botella de vidrio estrellarse contra el suelo, y más amenazas. No miré por la ventana, estaba concentrado tratando de apaciguar las náuseas con una serie de respiraciones, no funcionó. Me fui corriendo al baño, en el camino boté una lata de cerveza abierta. Vomité por varios segundos, sentía una fuerte presión en el pecho, mi corazón palpitaba con mucha velocidad, mis ojos se abrieron enormemente. Cuando paré, regresé a mi habitación, me asomé por la ventana, los dos borrachos seguían amenazándose, pero nadie daba el primer golpe. Cogí la cerveza que había tirado y le di un sorbo. Volví al baño a mear. Tambaleaba en el camino, me tropezaba con las cosas; hubiera sido una lamentable forma de morir estamparme de cara contra el suelo. Acabé de mear y me lavé la cara; me vi en el espejo y me di cuenta de algo raro, mis cuencas del rostro se oscurecieron, mi piel se recogió y sobresalía la forma de mis huesos, mis labios se secaron y empezó a borbotear sangre. Pasé mis dedos por mi cutis, en el reflejo era una tez castigada por la vejez y los excesos; la sentí totalmente lisa. Me reconocí después del primer espanto. No era un ser extraño, era naturalmente mi esencia.
—Dos décadas de vida y ya me veo así —dije.
—Dos décadas y parecen ser las últimas —me respondió—. Todo se torna repetitivo, apático y patético.
—Todo viniendo de ti.
Sonrió y cruzó los brazos.
—Las acciones y las reacciones son las mismas —me dijo. Me miró de pies a cabeza—. Este escenario es bastante recurrente, ¿verdad?
Nos miramos fijamente, retándonos, Despuntaba el desprecio, era mutuo.
—Sé perfectamente que no existe una razón para doparme —le dije.
—Es un sinsentido.
—Pero todo aqueja.
—Entonces, ¿es un intento de escape?
—No sé cómo descifrarlo.
—Tu inmadurez de tratar con demasía el disque alivio para cada tragedia en tu vida te termina condenando, nos condena.
—Yo también me preocupo por mí mismo. Siento que mi salud empeora, física y mental.
—Yo creo que una es causa de la otra.
—¿El deterioro mental es causa del deterioro físico?
—Primero mírame… y luego mírate.
Tenía toda la razón.
—Me haces sentir aun más solo de lo que estoy —le dije.
—Tú eliges estar solo.
—Quizá.
—No eres un ser solitario, en realidad, nadie lo es.
—A comparación de otros infelices, yo sé hacer de la soledad un gustoso refugio. A veces quiero dejarlo todo, e irme a vivir a un paraje. Adelantar mi vejez.
—No, en realidad, no lo quieres, créeme; yo vengo de allí. No estás solo, tienes esa dicha.
—La presencia de un par de seres no significa compañía; no la sentí antes, no la voy a sentir ahora. Mi escaza fortaleza mental se formó a base de quebrantos.
Bajó la mirada, quizá porque no se sentía en el derecho de refutar lo que mencioné.
—Es increíble la seguridad y sencillez con que afirmas tu infortunio —me dijo—. Ahora comprendo mi apariencia. Tú estás derrotado a la tristeza. Vives o, mejor dicho, existes agazapado. Miedoso, cobarde de remendar el rumbo.
—Estoy obligado.
—Sí, yo soy consciente de esta especie de patrón caótico, vaivén repulsivo.
—Puedo estar acá —Levanté mi mano derecha con el dedo índice señalando el techo—, y en un parpadeo estar acá —Bajé la mano y señalé el suelo.
—Aun así, hay gente que te aguarda. A las que tu esencia les transmite placidez.
—No pensarían lo mismo si te vieran a ti.
—Yo no soy tu imagen completa.
—No, pero eres lo que más les importa; repugnante, atroz.
Bebí un buen sorbo de la lata de cerveza.
—No sé si es baja autoestima, o pesimismo —me dijo.
—Es una gran tajada de cruda y asquienta realidad. El pasado tiene mucho que ver. ¿Mi familia…, mis compañeros…, mis tutores? No sé quién fue peor. Fue una confabulación bien elaborada.
—Qué mariconería.
—No entiendes.
—No, sí te comprendo, y casi por completo. Lo que me parece una mariconería es el hecho de seguir responsabilizando a terceros de tu infelicidad…
—La gente hace daño sin darse cuenta que lo está haciendo —lo interrumpí.
—, ¿quieres que ellos reparen tus problemas?
—Para nada.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Comprensión.
—Pero nunca lo pediste.
—¿Debo pedirlo?
—Obviamente, te olvidas que padre y madre no están exentos de errores. Nadie tiene un manual de educación, y nadie nace sabiendo cómo amar, o demostrarlo.
Miré a la cosa horrorosa de al frente. Su ademán, ahora compasivo, y esas cuencas lúgubres, que pareciese ser solo la expansión de mis oscuras ojeras, mi hizo creer que no era solo odio lo que repuntaba entre ambos.
—Creo que no es la primera vez que me visitas —le dije, tomando el último sorbo de la cerveza— muy a menudo tengo sueños donde un ente horrendo me persigue, no sé con qué fin exactamente.
—Debes entender que no soy tu tormento.
—Lo asocio así. Palpita mi cabeza, siento náuseas, fatiga…
Me arqueé y vomité en el lavabo, boté todo lo que me quedaba.
—¿Qué le haces a tu salud? —me preguntó.
Yo seguía vomitando, mientras me tapaba los oídos para no escucharlo.
—Parece que antes que desaparezca yo, vas a desaparecer tú.
Seguí arqueado.
—Y nada habrá valido la pena.
Di el último escupitajo, tomé un poco de agua, me lavé la cara y me repuse.
—¿Hay algo que haya valido la pena? —le pregunté.
—Tú tienes la respuesta, yo no.
Me reí, no podía creer que la única función de mi conciencia era abrumarme, totalmente sorprendido.
—Hay angustias, aflicciones, pesadumbres; pero también hay pasiones, sueños, vínculos —me dijo.
—Yo no creo tener una pasión fija, parece estar repartida en varias partes. No hay algo en este mundo por el cual daría la vida.
—Y no es necesario. Te gusta el arte verdad, ¿verdad?
—Yo creo que a todas las personas les fascina el arte.
—Pero a ti te gusta transmitirlo.
—De cierta forma.
—Allí está una parte de la respuesta: manuscritos, fotografías, composiciones; no eres un diablo frívolo. Te entusiasma crear, abrirte el pecho y moldear tus emociones, darles identidad, una historia.
—¿Ese es el sentido de mi vida?
—Puede ser una de las razones, pero no el motivo completo. Los seres humanos se entregan a la esperanza; en nuestro caso, la esperanza de mejorar mi apariencia.
—Y ¿qué ocurrirá cuando no haya esperanza?
—Nos despediremos —Dijo. Mientras recogía las puntas de sus labios.
Por primera vez me inquieté por mi bienestar.
—Aunque tú ya conoces ese estado de desesperanza entera —me dijo.
—O puede ser que me haya acostumbrado a su prolongación.
Lo miré con complicidad.
—¿Es eso lo que no te deja dormir? —me dijo.
—Es una serie de deseos internos de no querer perder una grandiosa oportunidad, pero a la vez, no querer salir lastimado en el intento.
—No te entiendo.
—¿Por qué debo descifrar los orígenes de mis tristezas? Cada que me acerco a ellas me carcomen lentamente. Es como si solo sirvieran para plasmarlas en una hoja de papel, en una fotografía, o por último intentar expulsarlas en el vómito de una borrachera.
—¿Y piensas quedarte así?
—Traté múltiples veces rearmar mi psiquis, pero lo único que logré fue esta conversación.
—Te estás quedando en el inicio.
—¿De qué?
—De tu camino interno. Allí donde debes avanzar, y solo avanzar.
—Parece que no entiendes el suplicio al que me expongo.
—Parece que balanceas injustamente tus desgracias y tu felicidad. No existe una tragedia exenta de alegrías, amores, enseñanzas; como también amarguras, pesares. Pero no puedes condenarte para siempre; ¿quieres ser libre? Inténtalo.
—Quiero… quiero…, no sé qué mierda quiero.
Me eché para atrás. Me quedé apoyado en la pared mirando el techo. La luz parpadeó, el seguía allí.
—Me da temor darme cuenta después de que a al lugar a donde voy no es lo que anhelaba —le dije.
—¿Y qué anhelas justamente?
Divagué un momento.
—Que desaparezcas —le respondí.
—En ese caso, ¿con quién te quedarías?
Reflexioné, y otra vez el miedo me invadió.
—Sígueme hablando —le dije.
—¿Qué diría el abuelo? —me preguntó.
Seguía bocarriba, observando el techo. Me llené de incógnitas.
—No lo sé, ya no me acuerdo de su voz —le respondí—. ¿En dónde estará?
—Tú no crees en las religiones.
—No, no creo en nada. Pero cuando pienso en él, me convenzo que está en un mejor lugar, y me mira, y me cuida.
—Debe ser lo único en lo que debes creer.
—Lo enigmático y complejo que es la muerte no me lo permite. Y el hecho de que sea lo único seguro en esta vida, lo convierte en mis mayores fobias.
—Aun teniendo eso en cuenta, te superas siempre en cada adicción.
—Había pasado bastante desde que no bebía.
—No me refería a esa específicamente; me refiero al veneno que produces, a tu odio.
—No odio a nadie en concreto.
—No, pero me odias a mí.
Hubiera querido que todo lo que mencionó haya sido puras habladurías, pero siempre le pegaba en el clavo. Estúpidamente ignoraba el hecho de que era mi esencia, mi reflejo, era todo lo que trataba de olvidar que existe. No quería, o quizá, no podía seguir mintiéndome.
—Amar es extraordinario ¿verdad? —me preguntó.
—Amar a la familia es más fácil…, pero ¿cómo amas a alguien fuera de tu linaje?
—Por eso creo, amar es extraordinario. No debes arrepentirte de haber amado.
Yo seguía mirando el techo, sé a quién se refería, la recordé.
—¿Debo arrepentirme de haber odiado? —le pregunté.
—De otra forma no hubieras aprendido.
Sonreí, porque por primera vez estaba de acuerdo con él.
—Tú debes tener la respuesta del porqué aún existe una extraña añoranza.
—Créeme que ni yo tengo la respuesta —me respondió riéndose—. Puedes descifrarlo resolviendo por qué te interesó.
—Había una belleza en su caos. Una mujer con más incógnitas que certezas, una pintura indescifrable… Su mundo, su esencia, nuestra complicidad, la conexión genuina, la autenticidad de su cariño; su intento fallido de amar. Todo ello.
—Es complicado amar a esta edad.
—Muy complicado. Es un intercambio de vulnerabilidades, nadie quiere morir tan temprano. Lo entendí cuando ella se fue.
—Fueron dos infinitos experimentándose —me dijo—. Las personas no caben en palabras o acciones, lo más probable es que ninguno conoció al otro. Tú y ella se quisieron, es lo único que importa.
—Todo muere tan repentino.
Hubo silencio.
—Te has dado cuenta del sentido de amar —me dijo—. No hay nada allá afuera que no provenga de ti. Todo lo que te rodea. Esta experiencia de saber que sientes, vives y sufres es única. Nacerá un vínculo tan fuerte como el de amarte a ti mismo, y entonces el miedo te querrá quitar esa bella oportunidad. Pero debes tener fe. Cuando sientas reales esas vibraciones que te unirán a un mundo distinto no te amilanes. No es el hecho de entregarse a primera instancia, es dejar que se experimenten ambos corazones. Y estate convencido que morirás un par de veces, como también sentirás el deleite de vivir.
Miré el espejo, se presentó la imagen de un niño despidiéndose mientras se desvanecía, era yo otra vez. Me agaché y tiré al suelo, sentía todo el odio a mí mismo, el único que puede ser argumentado. Pensé en varias personas. Salí del baño, ya estaba amaneciendo. Prendí un cigarro y me quedé observando el alba.
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