Cuando era chiquita, acompañaba a mi mamá a la tienda que estaba a dos cuadras de casa. Recuerdo que, al entrar, nos recibía la dueña, una mujer de sonrisa agradable y rulos dorados. Siempre charlaba con todos los que terminaban de comprar y se acercaban a pagar en la caja, situada junto a la entrada. La dueña manejaba la máquina registradora con destreza, formando una «P» entre su dedo índice y mayor al presionar las teclas con fuerza.
Era una típica tienda de barrio, pero me encantaba ir. Recuerdo como si fuera ayer la última vez que entré. El lugar tenía una góndola central que organizaba el flujo de quienes hacían los mandados. Entraban, saludaban a la señora de rulos, seguían por el pasillo y muchos se detenían al fondo, donde «Milani» atendía con una gran sonrisa y su delantal para cortar fiambres. Detrás de su mostrador tenía una repisa llena de latas de galletitas. ¡Había una cantidad enorme para elegir!
Hacía un repaso por todas las latas, algunas algo antiguas, y ahí estaban, los anillitos de Bagley.
—¿Un poquito de cada uno?
—Todos rosas.
—Pero le vas a sacar todos los anillitos de un solo color —trataba de convencerme mi mamá.
—Solo quedan tres rosas, los puse todos en la bolsa para que te lleves los últimos —dijo el almacenero, evitando un berrinche.
Acepté y seguimos caminando. Antes de dar la vuelta a la góndola, nos detuvimos unos metros más adelante, donde estaba la heladera de los lácteos. Recuerdo que en aquel entonces la cubrían con un nylon algo ruidoso. Me encantaba ese ruido. Levantaba y bajaba el plástico mientras mamá decidía qué más llevar.
—Vamos, ya encontré.
Mamá había agarrado pan envasado para hacerme unos sándwiches de jamón antes de que empezara Chiquititas a las seis de la tarde.
Caminamos por el pasillo hasta llegar a la caja, donde la señora de rulos perfectos halagaba mi pelo largo, negro y abundante, y me preguntaba cómo me había ido en el colegio. Siempre me regalaba algún caramelo, y ese día no fue la excepción.
Unos días después, mamá me dijo que iba a la tienda. Decidí acompañarla. Entramos, saludamos a la señora de rulos perfectos e hicimos el mismo recorrido que la última vez.
—¿Querés alguna galletita?
—Anillitos rosas —respondí, esperando una respuesta favorable.
—Esta vez había algunos más que la última vez —dijo el señor Milani con una sonrisa y su cara de abuelo bueno.
—Gracias.
Hicimos el mismo recorrido que la última vez, mamá pagó y nos fuimos a casa. Me molestaba no salir con la bolsita llena de anillitos rosas. ¿Por qué a todos les gustaban los anillitos rosas? ¿Y si nadie más los pedía y yo era la única? Como sea, deseaba tanto tener una bolsa llena de galletitas rosas. Ante la falta, empecé a comprar Coronitas con relleno de mermelada de frutillas. Me ayudaron a olvidarme de los anillos, hasta que un día volví. Sola.
Ese día fue diferente a cualquier otro con mamá. Era un miércoles húmedo y nublado. Ya iba a la tienda por mi cuenta. Entré esperando ver a la señora de rulos, pero no había nadie. Pensé lo peor. De pronto, vi al señor Milani acercarse con su delantal y su sonrisa. Ese señor siempre estaba contento, ¿no tenía días malos? O quizás me recordaba como la loca de los anillitos rosas y le hacía un poco de gracia. Lo saludé y me dirigí a la heladera de fiambres.
—¿Lo de siempre? —preguntó, sacando un pedazo de jamón envuelto en film.
—Sí, doscientos de jamón cocido y cien de queso de máquina, por favor. Ah, y una mayonesa que no encuentro por acá…
—Allá está la mayonesa, en aquella góndola.- Señaló la entrada con la cabeza antes de colocar el jamón en la máquina.
—¿Algo más? —preguntó desde el fondo.
—No, nada más por ahora.
Mientras hacía las cuentas en el papel del fiambre, me acerqué a la heladera.
—A… anillitos rosas, ¿Tendrá?
—Traigo la lata y vemos qué hay.
Milani buscó sus bolsas transparentes para usar como guantes y miró los estantes de latas. Algunas eran viejas, otras novedosas. Las Merengadas me estaban prohibidas por mi mamá, decía que el relleno era dudoso y que tenía gusto a plástico. Todo artificial por el colorante. Las Manón y las Canale eran las preferidas de mi papá, pero para mí eran horribles, típicas de gente grande.
—Agregue dos galletitas Sonrisas.
—¿Las pongo todas juntas con los anillitos?
Levanté los hombros con un gesto desinteresado. Milani me mostró una bolsa repleta de anillitos rosas. Mis ojos brillaron. Cerró la bolsa con un nudo y nos acercamos a la caja. Pregunté por su esposa.
—Está en casa porque tenía frío y mi hijo no se sentía bien. Hoy fue un día aburrido, el clima no ayuda. La gente no sale por miedo a la lluvia, ¿viste?.
Se rio y me contagió la risa. Le pagué y volví a casa, feliz por encontrar los anillitos que me gustaban.
Con los años, dejamos atrás los hábitos de la infancia. Ya no veía latas viejas de galletitas en las tiendas de Haedo ni lugares cercanos. Cambié el café con leche por mate, las galletitas por bizcochitos. Las Sonrisas se convirtieron en emojis, las Merengadas casi desaparecieron, y las Coronitas empezaron a llamarse Fachitas. Los anillitos dejaron de venderse con el surtido de Melba y Boca de Dama, galletitas que de niña rechazaba. También, todas de gente grande.
Hace unos días, compré un paquete de anillitos surtidos online. No me importaba cuántos anillitos rosas vendrían, pero esperaba al menos uno. Recibí el pedido, me distraje con una reunión de trabajo y luego me acerqué al paquete. Comí varios anillitos marrones antes de buscar uno rosa. Encontré uno y lo disfruté como si fuera el único. Dejé algunos para el día siguiente, creando una nueva incertidumbre.
Más tarde, vi a Manuel con el paquete de galletitas. Sabía que me gustaban los anillitos rosas.
—¡Uy, quedó un anillito rosa! —dijo llevándoselo a la boca.
—¿De verdad? —pregunté esperando un no.
—Sí, de verdad. Ya me lo comí.
Me reí. Mientras me lavaba los dientes, Manuel me hablaba de fondo como si estuviese contándome un dato curioso.
—¿Sabías que de chiquito no me gustaban los anillitos?
—¿Ninguno?
—No, me gustaban todos menos los rosas.
Nos reímos.
—Qué mal…
—¡Qué bien! —dijo sorprendido. —Los anillitos rosas, que a mí no me gustan, ¡te los daría todos a vos!
En ese momento sentí una sensación ya conocida, pero olvidada. Sentí una ilusión como aquella vez que recibí una bolsa llena de mis galletitas favoritas.

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