Yo: Esta historia habla de una mujer. Ella aún no sabe cómo contar su historia, así que escribe cada dia un poco. No es capaz de recordar, de seguir el hilo y formar el relato de su vida. Así que solo escribe, para ver si poco a poco la historia se cuenta sola. ¿Y los perros, que? habla de lo que la gente olvida. De esos fragmentos de historias de vidas anónimas e increíbles, de hazañas apasionantes que jamás van a ser contadas. Como la del señor de los perros de Palestina.
Hubo un antes y un después. Hubo muchos antes y muchos después. En una vida, ¿cuántas vidas pueden ser vividas? Las mañanas siempre se tintaban de confusión, de una especie de bienestar anestésico. Postanestésico. Una especie de resaca de un sueño, o de mil sueños, del día anterior y de toda una vida. Un café y el primer cigarrillo, la quietud. El silencio sobre el sonido del sol y del ajetreo optimista característico de las mañanas. Esa descompensación, triste pero cálida. Melancólica. Ese momento previo al acto. Cierra los ojos, inspira…la función está a punto de empezar….
Pero nunca empieza. Y esa es la historia de mi vida. Solía pensar que nunca terminaba, que nunca seguía hasta el final. Pensaba que lo de empezar era lo mío. Empezar pronto, empezar una carrera, empezar un proyecto, empezar un cambio, empezar una familia…Ahí voy yo con mis banderas y una seguridad cercana a la manía. Ese grado de bipolaridad, ese descontrol de la energía, que salía a chorro en el primer momento y quedaba seco para después. Pero ahora, pienso y creo que siempre estoy ahí, en el camerino, antes de salir al escenario, con los ojos cerrados imaginando cómo va a ser. Ese empezar y empezar, solo fruto de mi imaginación en un momento pre-bio.
Las mañanas eran así, llenas de pensamientos entre la melancolía y la filosofía. Perdía el tiempo en ello, como si fuera una niña rica. La realidad es que lo perdía porque quería, aún sin poder hacerlo. Tal era mi amor por la vida, por la verdad. Tal era mi inocencia que me ataba a la carencia por puro ejercicio de libertad. ¿Carencia unida a libertad? Extraña creencia. ¿Hay que ser rico para no pensar así? Ahí sigue, esa resistencia a la abundancia. Ese castigo a perder el tiempo ejerciendo la libertad….
Pensar y pensar…Echaba de menos ese sentir crudo, inocente; que abría las manos sin más. Entonces no me preocupaban mis creencias, ni la carencia, ni había oído hablar de la abundancia. Simplemente, la vivía. Alguien me dijo que estamos a un solo pensamiento de lo que queremos (hay que saber qué se quiere). Y en eso perdía yo las mañanas, rebuscando en los rincones polvorientos de ese cerebro desordenado, ese pensamiento que me debía llevar a la felicidad.
Muchas veces se encontraba enfadada, despotricando de esto y aquello, de la injusticia, de cómo debía ser el mundo y las personas. Como si el sol tuviera que salir todos los días. Por algún motivo se le había metido en la cabeza que el mundo seguía un patrón, una línea que era la buena y otra que estaba equivocada. Y se peleaba con esa idea.
También se encontraba muchas veces riéndose de todo, a carcajada, a bocajarro. Enseñaba los dientes tanto que el resto de los animales lo interpretaban como una amenaza o una provocación. Pero era su forma de pedir vida al cielo, de mantener la cordura y sí, la esperanza. Buscaba otros animales que, como ella, enseñaran los dientes, convirtiendo desesperanza en juego, pena en conexión. De este modo, en su vida, se topó con personajes de alta calidad literaria. Gente de la que podrías escribir un libro, hacer una película y perder todo tu dinero. Hoy, parece que va a salir el sol.
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