Han pasado muchos años. Recuerdo aquellos diciembres en que los afortunados que teníamos boleta para la feria taurina llegábamos a la plaza de toros hacia el mediodía. Digo afortunados porque en aquellos tiempos las boletas solían agotarse meses antes del inicio de la feria.
Llegar a la plaza al mediodía suponía una larga espera, pues las corridas comenzaban a las tres y media de la tarde. Sin embargo, no nos importaba porque el tiempo pasaba rápido, ya que se departía con amigos mientras se consumía el licor que hubiera en las botas, que circulaban de un lado a otro del tendido.
La apertura de la corrida la hacía una hermosa amazona, y empezaba el festejo.
El primer toro de la tarde salía frenético del encierro, mirando para todo lado, soñando con que había logrado su libertad, y se sorprendía al encontrarse rodeado por una multitud de alegres y bulliciosos seres humanos que se aprestaban a celebrar su martirio.
Después de unos pocos y ovacionantes capotazos empezaba el suplicio del ya fatigado animal.
Hoy no entiendo cómo yo y otros miles de personas ignorábamos por completo el sufrimiento de esos pobres animales, a los que llamábamos astados por sus enormes cuernos, y cuya única culpa era ser bravos, con kilos suficientes, y “nobles”; es decir, que nunca se les ocurriría cornear al “maestro” en caso de que este se cayera durante su gloriosa faena.
No puedo decir que nos escandalizáramos viendo cómo el picador, muy ufano, le insertaba hasta diez centímetros de su lanza, ni cómo, después de que el picador hiciera su tarea, el matador, con las manos arriba y andar cadencioso lo castigaba hasta tres veces con las coloridas banderillas. Y nosotros, los aficionados, premiábamos con aplausos esas “artísticas” atrocidades.
Tampoco puedo decir que disfrutáramos viendo al desvalido e indefenso animal desangrarse, mugiendo, tratando de desprender, con desesperados espasmos de su lomo, las banderillas diseñadas para que sólo desgarrando la piel del pobre animal pudieran caerse. Sencillamente tomábamos esos salvajes actos como algo natural y “cultural”. Jamás nos cuestionábamos, y quizás, para aliviar nuestras conciencias, nos decíamos que de todas maneras esas criaturas terminarían en un matadero.
Y llegaba la hora de la verdad. El maestro, dentro de su ajustado y vistoso traje, preparaba su estoque de lujo, el de filoso acero, el que rasgaba con facilidad el músculo y las vísceras del astado. Si el toro tenía suerte sería suficiente una sola estocada, hasta la empuñadura, para acabar con su vida; de lo contrario, si su victimario no era suficientemente diestro, seguiría ensartándole el estoque una y otra vez, hasta que el presidente del festejo decretara, con sonido de clarín, que debía descabellarse al toro, es decir, ensartarle en su médula un puñal y dejarlo tetrapléjico para que cayera al suelo.
Mientras el rendido animal agonizaba, acurrucado sobre la arena, sangrando copiosamente, con su enorme cabeza agachada, quizás esperando alguna ayuda que nunca llegaría, nosotros, los “aficionados a la fiesta brava”, retornábamos al trago y a las risas, en espera de la siguiente y noble víctima.
Hoy, después de tanto tiempo, me duele ver la tortura inhumana a la que se sigue sometiendo a estos animales,
El arrepentimiento no sirve de nada. El mal ya está hecho. Pero deberíamos evitar que se siga haciendo, porque ningún animal fue creado para que vergonzosamente disfrutemos de su sufrimiento.
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