La canción empezó a sonar cuando el velocímetro se acercaba a los 120 km/h. Mis ojos se aguaron y tuve que detenerme en un mirador a pocos metros de Monserrate. Las manos me temblaban agarradas al timón mientras sudaba a chorros. Ansioso y desesperado me agaché a buscar bajo la silla el sellado que había botado varias curvas atrás. Habiendo quitado el pie del freno el carro rodó lentamente hacia la carretera. El pito de un gigantesco bus me hizo caer en cuenta de mi error, y a pocos segundos de lo que habría sido un terrible accidente alcancé a poner el freno de manos. El carro se detuvo en seco y, asustado, abandoné mi búsqueda y me recosté en la silla. Cerré los ojos y respiré profundamente por unos segundos, luego me reincorporé y retomé mi misión. Encontré la pequeña bolsa de perico al lado del acelerador, olí dos pases y, mirando la inmensidad de la ciudad frente a mí, escuché sollozando el resto de la canción. One day baby we’ll be old, oh baby we’ll be old (…)


La conocí cuando llevaba algo así como un mes en el internado. Llegó un día soleado a la casa mientras jugábamos fútbol y se sentó en el césped a fumar y observar el partido a pocos metros de la cancha. Su belleza me impactó instantáneamente. Mis compañeros ya la conocían, los que más tiempo llevaban habían coincidido con ella durante su estadía, los otros la conocieron luego, pues me hicieron saber que visitaba bastante seguido. La distracción de esta preciosa chica, con sus gruesos labios rojos, tomando largas bocanadas de su cigarro y expulsando inmensas nubes de humo como Mia Wallace en Pulp Ficticon, me volvió completamente inútil para mi equipo, quienes me lo hicieron saber pronta y efusivamente. Decidí que mi tiempo en la cancha había concluido y fui a saludar a la bella espectadora.

Hola, mucho gusto

Hola

Me llamo Andrés, pero por alguna razón acá me dicen Andy

Jaja, yo soy Isabella y acá me llaman Isa

Isabella. Era sin dudas el nombre más hermoso que jamás había escuchado. Fumamos juntos y nos conocimos un poco. Supe que había terminado su proceso solo unas cuantas semanas antes de mi ingreso, que lo suyo eran el perico, las fiestas de electrónica y los tipos rudos, y que el tiempo que llevaba afuera lo había dedicado a estar con su familia, avanzar en el colegio y pintar, pintar, pintar y pintar.

Me pareció la mujer más agradable y divertida de todas, además de la más linda que había visto en mucho tiempo. Sus ojos eran de un café claro, sus cejas anchas y su nariz delicada. Tenía una hermosa cabellera amarilla, la cual descansaba en armonía sobre sus anchos hombros, y aunque sus brazos eran delgados y sus manos pequeñas como las de un niño, sus pechos, su culo y sus piernas eran enormes y majestuosas. Tenía la piel suave y blanca como la nieve, y al estar recubierta por una chaqueta de Jean, unos leggins extremadamente pegados y unas grandes botas Dr. Martens, parecía una punkera de la nueva generación. Su ombligo se asomaba tras su negra blusa a causa de su no-tan-pequeña barriga. Su oreja izquierda tenía una gran expansión, su nariz y labio inferior una delicada joya.

La conexión fue inmediata y más fuerte de lo que nunca antes había experimentado. Desde ese momento supe que quería estar con ella y creo que ella sintió lo mismo. Empezó a venir todas las semanas (me gusta pensar que tuve mucho que ver con eso), y entre más nos conocíamos, más crecía la atracción. Nos tragamos rápidamente.

Durante los grupos y las actividades nos hacíamos siempre juntos y molestábamos empujándonos con ternura o escribiendo y dibujando en nuestros cuadernos. Los días que no venía me resultaban insoportables y no hacía más que pensar en ella y planear mi próxima jugada.

Puesto que las relaciones físicas y amorosas estaban prohibidas en el internado, las ganas y el deseo contenidos en mi interior crecían rápida y exponencialmente. Cada vez era más palpable la tensión sexual entre nosotros, ante lo cual no podíamos hacer más que rozar nuestros cuerpos y fantasear. En las noches me masturbaba imaginándola desnuda en mi cama.

Una tarde, faltando ya poco para mi graduación, mientras hablábamos noté un curioso tatuaje en la parte interior de su antebrazo. Era el primer tatuaje que le veía, así que le pregunté por él. Me lo mostró detalladamente y me contó que era uno de solo dos que tenía. Este consistía de 5 corazones, uno negro y cuatro rojos. Me dijo que cada mitad de cada uno de los corazones representaba 10 años de vida y que se los iría rellenando de negro con el pasar de los años. Le ayudaba a entender que la vida era finita y que debía aprovecharla, me explicó. Esto me causó gracia y me encontré, casi involuntariamente, deseando acompañarla a rellenar los que le faltaban.

El día de mi graduación, una vez terminó la ceremonia, me senté con ella en los tronquitos del patio a fumar. Observé el humo salir de sus hermosos labios gruesos mientras su cigarrillo, rojo por el contacto con ellos, se consumía lentamente. Puso una de sus manos sobre mi regazo y me preguntó cómo me sentía. Le dije que estaba nervioso pero feliz de salir y compartir más tiempo con ella. Nos miramos fijamente y supimos que en los próximos días nuestras vidas se entrelazarían de tal forma que cambiarían nuestros destinos para siempre.

Dos días más tarde estaba aorillado frente a su apartamento, fumando un cigarro tras otro y con mi estómago retorciéndose por los nervios, tratando de reunir el coraje necesario para decirle que bajara. Lo bien que me habría venido una cerveza en ese momento. Apagué el tercer o cuarto cigarrillo tras fumar no más de cinco plones y le escribí. La vi acercarse lenta y elegantemente, tan hermosa como siempre, su culo meneándose de un lado a otro, a mi viejo Mitsubishi, y supe que debía hacerla mía. Me propuse besarla esa tarde.

Fuimos a Mundo Aventura, un bonito parque de diversiones en el sur de Bogotá al cual había prometido llevarla el mismo día que la conocí frente a la cancha de fútbol. Nos montamos en todas las atracciones y anduvimos siempre tomados de las manos. Me contó un poco más de su vida y de su pasado. Me enteré que era la mayor de tres hermanas, una de las cuales era algo problemática e inestable, que su padre había muerto cuando era pequeña y que su madre era profesora de arte en la Javeriana, universidad a la cual aspiraba entrar para perfeccionar su técnica y encontrar su estilo, y convertirse, eventualmente, en tatuadora profesional.

Supe también que su vida amorosa había sido hasta el momento bastante desordenada, por decirlo de alguna manera. Me dijo que eso del amor no se le daba con facilidad, que había estado con un novio tras otro desde los 14 y que las cosas siempre habían terminado rápido y mal. Entendí, tras escucharla un poco, que era un alma libre y que hacerla y mantenerla como mi novia no sería tarea fácil. Me preocupé y dudé sobre nuestro futuro por un instante. Sin embargo el nuevo yo, sobrio y optimista, aceptó el reto y decidió que los celos y la inseguridad no debían entrometerse.

Exceptuando aquella pequeña problemática interna, la pasamos de maravilla. Conocerla fuera del internado, sin tapujos ni máscaras, me hizo ver lo interesante y hermosa que era en realidad. Seguía siendo la chica tierna y juguetona que había conocido en las últimas semanas, pero era mucho más que eso. Jamás, hasta el día de hoy, conocí a una persona más fuerte y determinada que Isabella. Me resultó evidente por qué los hombres iban tras de ella como polillas tras una lámpara, y por qué compartían el mismo destino cuando se acercaban demasiado. A pesar de desearla con cada fibra de mi cuerpo, debía aproximarme con precaución, de eso estaba seguro.

En la noche la dejé en su casa. Parqueé el carro y la acompañé a la puerta del edificio, donde la tomé de las manos y le dije que la había pasado muy bien y que esperaba volver a verla pronto. Se sonrojó y me respondió que así sería. Entonces, casi temblando de los nervios, le pregunté si podía darle un beso. Me dijo que sí con una gigantesca sonrisa en el rostro, tras lo cual me incliné y le di un rápido pico. Me miró sorprendida, como preguntándose si eso era todo. Me di la vuelta y, avergonzado, volví al carro. Golpeé con fuerza el timón. ¡¿Qué clase de marica pide permiso y encima de eso da un simple pico?! Vaya si estaba fuera de mi liga.

La siguiente vez que nos vimos me saludó con un largo beso. Nuestras lenguas danzaron juntas por fin y sentí una inmensa alegría. Fuimos a mi casa donde cocinamos y vimos una película. Hablamos un largo rato y cuando el sol se estaba poniendo la llevé a mi cuarto.

Nos tumbamos en la cama y comenzamos a besarnos y a acariciarnos. Introduje mi mano en su pantalón y mis dedos en ella. Sentir el calor y la humedad de su interior me produjo una gigantesca excitación. Besó mi cuello, mis pezones, mi ombligo y desabotonó mi pantalón. Metió mi verga en su boca y provocó en mí un éxtasis que jamás había experimentado. Era la primera vez que estaba con una mujer sobrio y no podía creer de lo que me había perdido durante tantos años. Mientras hacía lo suyo terminó de desvestirse de la cintura para abajo y, tras varios minutos de un placer sublime, sacó mi verga de su boca y subió lentamente, lista para montarse. Pero de pronto, cuando todo ya parecía estar encaminado, la idea de acostarme con ella sin tan siquiera una pola encima me sacudió como un terremoto. Un terrible miedo me paralizó y el flujo de sangre se detuvo por completo. Me miró algo molesta, evidentemente decepcionada. Le dije que lo sentía, que jamás lo había hecho estando sobrio y que los nervios se habían apoderado de mí. Nos miramos en silencio por varios segundos (los cuales me parecieron una eternidad) y me preguntó si quería que me trajera una pola. Sorprendido por su pregunta la quité de encima, la tumbé a mi lado y le dije que no. Habiendo caído en cuenta de su error se disculpó, me dijo que no me preocupara, que eso no era importante y que ya se nos daría. Me besó con ternura y me abrazó. Mirando el techo me maldije por cobarde.

Pocos días más tarde organizamos un paseo al Hato con mis compañeros del internado. Salimos de Bogotá en la madrugada con la intención de llegar temprano para montar la carpa y hacer una fogata. La idea era pasar la tarde comiendo marshmallows y contando historias junto a la laguna, alrededor del fuego. Desafortunadamente nuestras habilidades de supervivencia resultaron ser nulas, por lo cual terminamos todos jugando cartas en la pequeña tienda, congelados y comiendo platanitos, pues hacer la fogata nos resultó imposible. Al momento de organizarnos para pasar la noche nos dimos cuenta que no cabríamos todos allí, así que decidimos que dos personas tendrían que dormir en el carro. Isabella y yo nos ofrecimos al instante.

Nos acomodamos como pudimos en mi pequeño jeep; prendimos la calefacción y pusimos música. Mientras los demás morían de frío en su enclenque cambuche, nos besamos y nos abrazamos con ternura. Luego nos desnudamos. La casi absoluta oscuridad entorpecía la ya difícil tarea, por lo cual utilizamos la linterna de mi celular para saber cómo posicionarnos. A través de un delgado y débil rayo de luz vi un feo tatuaje de un lobo mal delineado en su pelvis, cubierto levemente por una ligera capa de vello. Ver ese horrible animal justo arriba de su coño produjo en mí una extraña sensación de temor y soledad. Me hizo pensar que ella era una bestia, una devoradora de hombres y yo otra más de sus víctimas. Entré en pánico y perdí la cabeza. La quité de encima bruscamente y salí disparado del carro a tomar aire. Corrió tras de mí. Nos abrazamos semidesnudos en la fría noche y observamos las estrellas por varios minutos. Había vuelto a fallar.

Al día siguiente despertamos a las 5 de la mañana, pues habíamos quedado de ver juntos el amanecer. Salimos del relativo calor del carro al devastador frío de la madrugada, pusimos una manta en el suelo, justo a la orilla de la laguna, y nos tumbamos en ella. Aún estaba avergonzado por el fiasco de la noche anterior y tenía pocas ganas de hablar, así que le dije que pusiera música desde su celular. Nos tomamos de las manos y en silencio, mientras los demás dormían y los pájaros empezaban a cantar, observamos el sol salir lentamente. Mirando el sol asomarse por entre las montañas y su imponente reflejo en la gigantesca laguna, sentí una inmensa paz y todo aquello que me angustiaba desapareció por completo de mi mente. En ese momento supe que lo único que quería era estar con ella y le pregunté si quería ser mi novia. Me dijo que sí y se abalanzó sobre mí. Mientras me besaba toda la cara escuché la canción que salía de su celular: (…) No more tears, my heart is dry, I don’t laugh and I don’t cry, I don’t think ‘bout you all the time, but when I do I wonder Why. One day baby we’ll be old, oh baby, we’ll be old, think of all the stories that we could’ve told (…) Espero no haber cometido un terrible error, pensé, con una ligera sonrisa en el rostro.

No mucho tiempo después tuve que partir a Estados Unidos con mi familia. Si bien lo que menos quería en ese momento era alejarme de Isabella, mis viejos habían planeado el viaje meses atrás con el propósito de celebrar la culminación de mi proceso, por lo cual tratar de zafarme sin cagarme las vacaciones de todos no era una opción. Sabía que tenía que irme y dejarla sola, y poner a prueba mi recién encontrada seguridad, pero la puta madre que no lo haría sin antes acostarme con ella.

Faltando apenas dos días para mi partida, la recogí en su apartamento y la llevé a un bonito motel en la 60 con caracas. Estaba extremadamente nervioso pero convencido de lo que debía hacer. Nos tumbamos en la cama y nos desnudamos apenas entramos en la habitación. Ambos sabíamos a lo que veníamos. No había tiempo para cursilerías. Nos masturbamos por unos minutos y, cuando yo estaba lo suficientemente duro, y ella lo suficientemente mojada, se montó encima mío. Me tomó de las manos, entrelazando mis dedos con los suyos, y acomodó delicadamente mi verga en su interior. Nos sonreímos y nos besamos. Cogí sus tetas con dulzura mientras ella se movía lenta y sensualmente. No tenía con quién compararla, pero pensé que no podía haber en el mundo una vieja que follara mejor que Isabella. Era una bestia en la cama. Me envideó un poco la idea de ser uno más de los tantos manes que se había comido, pero no dejé que este pensamiento se apoderase de mí, y simplemente pensé en lo afortunado que era de ser yo quien se la estaba comiendo en ese momento. Logré mantener la calma y la volteé bruscamente (o por lo menos así me gusta recordarlo). La acosté boca arriba y recosté sus gruesas piernas en mis hombros. Quería ponerme a prueba. A ver qué tal soy para esto. Le pregunté si podía llegarle adentro a los pocos minutos y, antes de que pudiera responderme, lo hice. Tenía condones en el pantalón, pero había decidido que usarlos sólo entorpecería todo. Además, ya nada me importaba. Me la había podido comer y era el hombre más feliz del mundo. Que viniera lo que fuera.

Con una gigantesca sonrisa en mi sudado rostro me tumbé a su lado y tomé su mano. Sabía que había llegado bastante rápido y que probablemente mis movimientos no habían sido los mejores, y que seguramente ella estaba, cuando menos, ligeramente decepcionada, pero todo eso me daba igual. Bien pude haber perdido la virginidad ese día.

Estuvimos un rato más en el motel pero no volvimos a follar. Si bien era evidente que ambos teníamos ganas, no quería fracasar. Quería que ese día terminara en lo que, por lo menos yo, consideraba un éxito. Hablamos un largo rato, desnudos bajo las sábanas, y miramos televisión. No podía creer mi suerte. La mujer más sexy del mundo estaba desnuda a mi lado. Quizás haber ido a rehabilitación sí había sido una buena idea después de todo.

Cuando el sol se estaba poniendo decidimos que partiríamos e iríamos por algo de comer. Me besó la frente y se sentó en el borde de la cama. Yo permanecí acostado, observándola. Su enorme espalda, completamente blanca y adornada con algunos lunares estratégicamente posicionados, era espléndida. Decidí que la próxima vez me la comería en cuatro y la admiraría como se debe. Entonces se puso de pie y vi por primera vez su culo completamente desnudo. Era enorme y tan blanco como su espalda. Sus nalgas eran firmes y estaban recubiertas por una infinidad de lo que parecían ser quemones de cigarrillo. Mi corazón se partió en mil pedazos.

-¿Y esas cicatrices?- pregunté con un nudo en la garganta

-Ah, ¿estas? Son marcas de cigarrillo. Antes, cuando me embriagaba, me gustaba que me quemaran al follar- respondió con total naturalidad –Ya sabes, cosas de borracha- agregó al notar que algo no andaba bien conmigo.

Completamente destrozado, asentí con la cabeza…

Partí a Estados Unidos convencido de que todo estaría bien y que Isabella me esperaría. Sabía que ella me quería y, pensaba, que ya no era el tipo celoso y posesivo de antes. En el avión no hice más que pensarla y escribirle cartas y poemas. No podía sacarla de mi cabeza un instante. Pensé que bien podríamos estar juntos por siempre y hacernos felices, sin embargo, de vez en cuando y sin razón aparente, la imagen de su culo cubierto de quemones de cigarro volvía a mí y no podía hacer otra cosa que imaginar a otro man comiéndosela y quemándola. No entendía por qué dejar de pensar en eso me resultaba imposible. La imagen venía a mí una y otra y otra y otra y otra vez. Nunca antes me había pasado algo parecido. En un punto el malestar fue tal que, atrapado en un avión a 10.000 metros de altura, sin la posibilidad de fumarme un cigarro (y menos de tomarme un trago), decidí encerrarme en el baño y masturbarme. Y mientras lo hacía cerraba los ojos y solo podía ver la misma imagen de Isabella con otro. Imagen que, para mi mala suerte, me excitaba tremendamente. Eyaculé a chorros y, junto con mi arrechera, desapareció mi malestar. Salí del baño y volví a mi asiento. Mirando las nubes pensé en lo que había acabado de hacer. Sentía que algo andaba mal, pero decidí no meterle más mente al asunto. Bajé la mesita y seguí escribiendo. Jamás imaginé que ese vuelo cambiaría mi vida para siempre y que, peor aún, mi relación con ella jamás sería la misma.

El viaje fue, por falta de una mejor palabra, un completo infierno. No solo la extrañaba tremendamente, además no pude nunca sacar esa imagen de mi cabeza. Y sin mi amado alcohol para apagar las llamas que ardían en mi interior, el cigarro y la masturbación fueron mi único escape. Me masturbaba por lo menos 4 o 5 veces al día. A veces muchas más, dependiendo de lo mal que me sintiera. Un día el sufrimiento fue tal que no pude evitar encerrarme en el baño de mis viejos y tomar un par de tragos de alcohol medicinal.

Entendí, al poco tiempo de estar allá, que seguía siendo el mismo perdedor celoso y paranoico de siempre. La única diferencia es que ya no bebía. La rehabilitación es una pérdida de tiempo, no hay duda de ello, pensé mirándome al espejo tras el primer trago de alcohol. Tenía unas enormes ojeras y mis ojos estaban terriblemente rojos. Lágrimas caían por mis mejillas.

Mis celos crecían exponencialmente y sin razón alguna. Isabella nunca me dio verdaderas razones para sentirme así. Hablábamos todos los días y ella fue siempre dulce, atenta y comprensiva. Sin embargo, esto poco me importaba. Parecía que mi cabezaba trabajaba por sí sola. Cuando me decía que iba a salir con sus amigos pensaba que iba a verse con algún man, y cuando me decía que no estaba haciendo nada pensaba que me mentía. De seguro te van a quemar el culo.

Y con el paso de los días mi nuevo hábito de masturbarme mientras la imaginaba con otro provocó en mí un terrible cambio. Empecé a asimilar el placer con los celos y la tristeza, y poco a poco me convertí en un masoquista sin remedio. Llegó el punto en el que no me masturbaba para dejar de pensar en ello, sino que pensaba en ello para poder masturbarme.

Cuando terminó el viaje era otra persona por completo. Mi seguridad, tan nueva y tan frágil, había desaparecido sin dejar rastro. Mi amor por Isabella se había transformado en una especie de obsesión fetichista. Si bien la quería igual, o por lo menos eso creía, ya no sentía cariño ni alegría cuando pensaba en ella. No sentía nada más que dolor. Un terrible dolor que me carcomía por dentro.

Al volver a Bogotá retomamos nuestra relación, pero ya nunca volvió a ser como antes. Fui afortunado de, así fuera por un par de meses nada más, conocer lo que es el amor de película. El amor cuando se comporta de forma desquiciada y atrevida, pero tierna y alegre, y siempre sincera. Supongo que muchos pasan la vida entera sin hacerlo. Hasta hoy mi consuelo es el mismo…

Llevar la relación con mi constante malestar resultaba casi imposible. Sin embargo estaba loco por ella, y me esforzaba inmensamente por hacer que las cosas funcionaran. Tocamos el tema algunas veces, pero nunca a profundidad, pues sentía que hacerlo significaría el fin de nuestra relación. En el interior siempre supe que Isabella era mucho más de lo que podía manejar. A veces lograba mantener la calma por un par de días y la pasábamos de maravilla (más allá de mis videos éramos la pareja perfecta), pero eventualmente el malestar volvía y con él nuestra relación se iba a la mierda.

Recuerdo una tarde que fuimos a un concierto de música escocesa en el colegio de su hermana. Estaba particularmente tranquilo ese día. Tumbados en el suelo tomados de las manos, escuchamos la música un rato mientras hablábamos de política con algunos de sus amigos. Si bien todos opinaban lo mismo y la conversación resultaba extremadamente monótona y sin sentido, me encantaba ver a Isabella hablar tan apasionadamente. Me enternecía de sobremanera.

Cuando la conversación terminó y todos se pararon a bailar, ella me obligó a hacer lo mismo. Apenado, me puse de pie e hicimos, en la medida de lo posible, el tal baile escocés en gancho, que vaya uno a saber si en verdad alguien baila así en Escocia. Hice este comentario y reímos y recordamos lo que era divertirnos juntos.

Cuando estaba cansado y ya quería sentarme le dije que volvieramos a nuestro sitio, a lo que ella respondió que fuera yo, que ya me alcanzaba. Eso hice. Mientras me fumaba un cigarro la observé en la distancia bailar y reír con sus amigos y gente que acababa de conocer, y recuerdo pensar que ella era precisamente la mujer que necesitaba conmigo.

Y entre muchos malos, y algunos pocos buenos, nuestros días pasaron más rápido de lo que queríamos, pero mucho más lento de lo que necesitábamos. Bastaron dos meses tras mi llegada para que lo nuestro se destruyera por completo. Sin siquiera haber estado juntos por un año, nos habíamos transformado en personas completamente diferentes a las que éramos cuando nos enamoramos. Yo, un obsesivo paranoico: puto cuando no triste. Celoso y extremadamente controlador. Ella, una cruel y despiadada arpía.

Sin terapias, y avergonzado de tratar el tema con cualquiera, mis videos nunca desaparecieron, y mis inseguridades crecieron a pasos agigantados. Y ella, solo puedo suponer, cansada de mi comportamiento, decidió de una vez por todas asumir el rol que tanto me había empeñado en asignarle desde esa tarde en el motel, cuando vi sus nalgas quemadas por primera vez. Ahora, más que su novio, me había vuelto su víctima.

Si bien puedo decir con absoluta certeza que nos amábamos, no puedo afirmar con la misma seguridad que no nos odiábamos. Y aunque esta nueva relación me causaba un terrible sufrimiento, y no tengo ninguna duda que a ella también, jamás pensé en acabarla. Me gusta pensar que fue el amor que sentíamos el uno por el otro, y la certeza de que cambiar y volver a lo de antes era posible, aquello que nos mantuvo unidos, y no la inmensa excitación que, sin duda, nos producía esta nueva puta dinámica.

Alcanzamos el punto de no retorno una despejada tarde de junio. Se acercaba mi cumpleaños y la idea era verme con Isabella para planear la celebración. Sería mi primer cumpleaños después de la recuperación, y si bien nunca fui de aquellos que disfruta celebrar de la ocasión, siempre me acompañaba de unos tragos para calmar la tristeza que me producía saber que otro año de fracasos quedaba tras de mí y, por sobre todo, la ansiedad que me invadía por saber que otro igual empezaba. Así que sabía que necesitaría de su apoyo y compañía.

Se suponía que debía recogerla e iríamos a almorzar a Wok, sin embargo faltando ya pocos minutos para que saliera de mi casa, me escribió. Me dijo que no tenía ganas de salir, que quizás una amiga suya iría a visitarla en la noche y que mejor nos viéramos otro día. Perdí la cabeza cuando leí su mensaje. No podía (ahora entiendo que no quería) entender por qué me trataba así, y sin embargo no le peleé. Me tragué mi orgullo y le dije que todo bien, pero supe que debía hacer algo.

Tenía claro que jamás la dejaría, que si esta relación se acababa sería por decisión suya, pero que mientras eso pasaba (que sin dudas iba a pasar) tenía que hacer algo para poder vivir sin sentirme un completo imbécil. Sin perder por completo mi dignidad. Y tratando de no ser un imbécil tomé la decisión más imbécil de todas, y decidí que me comería a otra. Haciendo esto, pensé, me sentiría más tranquilo y, cuando ella me tratase como un culo, cosa que indudablemente volvería a pasar, porque en el fondo así lo quería yo, sabría que yo tenía la delantera, pues yo había estado con alguien más (y sí, señores, así funciona la cabeza de un adicto (o quizás la de cualquier hombre)).

Saqué entonces mi celular y le escribí a la única vieja que sabía me copiaría cuándo y dónde fuera.

Hola tú. Voy para tu casa en una hora (??? pm)

Llegué a la casa de Liliana a eso de las 8 de la noche y le escribí para que bajara. Estaba extremadamente nervioso pero decidido de lo que debía hacer. Saqué la caja de vino que había comprado en el camino y la esperé fumando un cigarro. Se subió a mi carro y nos saludamos de pico. Aceleré y anduve unas pocas cuadras hasta una calle cerrada detrás de Unicentro. Apagué el carro y destapé la caja de vino. Bebimos un buen rato mientras nos poníamos al día. Le conté de Isabella y ella me contó no sé de quién. El vino me entró perfecto. Me sentía tranquilo y listo para hacer lo que debía.

Si bien Liliana se moría por comerme, sabía que convencerla de hacerlo en el carro requeriría de algo de esfuerzo, por lo cual rápidamente puse mi plan en marcha. La conocía como a la palma de mi mano y sabía la forma perfecta de endulzar su oído. Y entre más vino tomaba, más disfrutaba mi capricho. Me sentía bien. La puta madre que me sentía muy bien. Como hacía mucho no me sentía: con el control.

Hablé mierda como tan bien sabía hacerlo. Le conté lo que pensaba sobre la fidelidad, de cómo el licor me hacía sentir tan bien, de por qué debía comerme en ese instante. Se abalanzó sobre mí cual loca enamorada y nos besamos. Desabotonó mi pantalón y puso mi verga en sus manos. La detuve inconscientemente. La miré a los ojos y le dije que no podía hacerlo. No podía creerlo. Maldita Isabella, ¿en qué me has transformado? La aparté y quise llorar. Me contuve. Sacó sus pequeñas y morenas tetas y, mientras pellizcaba sus pezones con una mano, bebía de la caja con la otra. Se pasó al puesto de atrás, restregándome el culo en el proceso, y desabotonó sus pantalones. La mano que hacía dos segundos pellizcaba sus pezones, ahora acariciaba con dulzura su clítoris, y aquella que sostenía la caja de vino, apretaba con fuerza mi hombro.

Entendí en ese momento que no podría comérmela. Le pertenecía a Isabella y a más nadie. Por mucho que quería venganza, y follar en ese momento, sabía que no lo haría. Así que, mirando a mi acompañante en el espejo retrovisor, me masturbé mientras pensaba en ella, en mi novia, mi dueña, mi Isabella. Lo acepto, Isa, soy solo tuyo. Sufriré lo que tenga que sufrir a tu lado hasta el día en que me dejes. Cerré mis ojos y me vine a los pocos minutos. Volteé a mirar a Liliana, quien me miraba tremendamente excitada. –Vamos por algo para limpiar esto y por otra caja de vino… a ver si la próxima logras convencerme.-

Algunos días después de mi cumpleaños, durante el cual las cosas estuvieron bastante bien con ella, me fui de viaje una vez más con mi familia. Iríamos a Grecia y Turquía. Isabella me acompañó al aeropuerto en esa ocasión y recuerdo sentirme feliz por el detalle. La tomé de las manos y le dije que la echaría de menos y que sus ojos estaban más bonitos que nunca. Se sonrojó y me dijo que era porque me estaban viendo a mí, o algo por el estilo. Sonreímos y nos besamos y recordamos lo bien que podíamos funcionar cuando estábamos tranquilos. Siempre esos destellos de felicidad nos llenaban de esperanza. Maldita esperanza.

Le pregunté qué quería que le trajese y me respondió que nada. Le dije que se portara bien. Me hizo mala cara y no me respondió. Me sentí estúpido por arruinar nuestra despedida. Mentira, amor, gritó cuando ya algunos metros nos separaban, Cambié de opinión, tráeme una de esas rosas negras que solo se dan por allá… y sí, me portaré bien, tonto. Asentí con la cabeza, sonreí, y me propuse cambiar las cosas cuando regresara. Ella lo merecía. Ahora solo debemos sobrevivir este viaje, pensé, sin tener idea que tal cosa no era tan siquiera una opción.

Han pasado ya más de 6 meses desde entonces, y cada día la extraño más. Observando la ciudad desde lo alto, la imagino brillando entre la multitud en algún lugar bajo mi mirada. Tan bonita como siempre.

Pienso que seguro ya tiene a alguien más, y no puedo hacer más que llorar y desearle buena suerte. Y a ella también.

Ahora cargo la rosa negra siempre conmigo. Completamente seca entre mis libros, esperando algún día poder dársela, y pienso que no pudo escoger un regalo más apropiado.

Huelo un pase, le escribo a Liliana y subo el volumen del radio

(…) think of all the stories that we could’ve told 

– T

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