Deja ir, déjalo ir, dejala ir…

En la vida contemporánea, donde las redes sociales amplifican la comparación constante, es común caer en la trampa de responsabilizar a otros por nuestra felicidad o infelicidad. Este comportamiento, en lugar de aliviarnos, a menudo se convierte en un ciclo vicioso de dependencia emocional que oscurece nuestra propia capacidad de autorrealización y satisfacción.

A menudo, atribuimos nuestro bienestar emocional a las acciones o inacciones de los demás: una pareja que no cumple nuestras expectativas, amigos que no son lo suficientemente atentos, o incluso colegas que no reconocen nuestros esfuerzos. Nos convertimos en espectadores pasivos de nuestras propias vidas, esperando que alguien más escriba nuestros próximos capítulos.

Sin embargo, la verdadera liberación llega al reconocer que la clave de nuestra felicidad radica en nuestro interior y en nuestra relación con Dios. No implica ignorar las relaciones humanas ni subestimar su importancia, sino entender que la base de nuestro bienestar no debe estar condicionada por terceros.

Depender de Dios nos ofrece un refugio sereno y estable. Al centrar nuestra vida en lo espiritual, descubrimos un propósito y una paz que no están sujetos a las fluctuaciones de las relaciones humanas. Esto no equivale a una vida sin problemas, pero sí a una vida en la cual nuestra alegría y paz no son vulnerables a las circunstancias externas.

Este enfoque nos desafía a cultivar una relación más profunda y personal con lo divino, reflejando nuestra autonomía y madurez emocional. En lugar de esperar que el mundo cambie para sentirnos mejor, podemos buscar en nuestra fe las herramientas para cambiar nuestro enfoque y percepción.

Es crucial reexaminar cómo percibimos las fuentes de nuestra felicidad. Es hora de dejar de lado la creencia de que alguien más tiene la llave de nuestra alegría. Nuestra felicidad, arraigada en la fe y en la autocomprensión, es más robusta y genuina. Al dejar de buscar en los lugares equivocados y dejar que Dios tome el control, encontramos la verdadera libertad: ser felizmente responsables de nuestro propio bienestar.

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