Aquella línea de agua recorriendo alocadamente y entrechocando con gotas estáticas que engullía para formar parte de su cuerpo acuoso terminaría sobre aquella grieta oscura entre el cristal y la madera desvencijada de color blanco inmaculado de la ventana.
Aspiró el humo de su caducado puro, regalo de un amigo que se lo dejó en herencia antes de partir a ése lugar donde nadie regresa. La densa humareda la expulsó con fuerza hacia el cristal, como queriendo con ello borrar del mismo todas las malditas gotas que están pegadas, como garrapatas a un escuálido can.
Aplastó el tabaco, caliente y amargo a partes iguales contra la pared. Cogió el chubasquero azul que estaba tirado sobre el reposabrazos de su sillón de cuero. Salió a la calle, a pesar de la tormenta, a pesar de su tormenta y caminó dejando que sus botas hicieran el eco necesario entre las blancas paredes de la estrecha calle, como si de ese modo quisiera dejar constancia de que está ahí, vivo, que camina hacia alguna parte, que alguien sepa desde cualquier parte, entre aguaceros y relámpagos que esos pasos que se oyen fuera, son de ése loco que sale por las noches a reivindicar que está vivo.
Necesita ir allí, a la plaza, a ésa farola. Sentarse en uno de los tres escalones que rodean la misma. Sacar un cigarrillo y aspirar el humo, aspirar el aire húmedo y aspirar las gotas de lluvia, traicioneras, que se colaban en su boca. Cerrar los ojos, fuerte, fuertemente hasta doler y expulsar de nuevo el humo, el aire y las gotas.
La madrugada se dejaba ver como una sonrisa cruel y atraía con su burla a la niebla que te envolvía lentamente en su física sádica risa que el viento se encargaba de que lo escuchara con total nitidez.
La lluvia ya calló.
El cigarro ennegrecido terminó su ciclo vital intentando quemar mis dedos trémulos y por un momento dejé que siguiera quemándome hasta que la lágrima traidora se empecinó en emborronar mi vista. Lo tiré tratando de darle a un adoquín que habia sobrevivido a la tormenta y estaba extrañamente seco.
Breves chispas saltaron al aterrizar en él. Después quedó el silencio total. Aquel cigarrillo y yo formamos parte de la inmensa nada que envolvía el azorado lugar.
Volví a cerrar los ojos fuerte…fuertemente, durante un tiempo. Un tiempo sin tiempo.
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