Abre los ojos y es como si no lo hiciera. Faltan algunos minutos para que la enfermera de turno irrumpa en la habitación y eleve las persianas. Sin embargo, algo ocurre… Algo pasa allá afuera: algo que demora la irrupción diaria.
Su compañera de cuarto hace días que no está. Y no sabe bien por qué. No ha preguntado por prudencia, por preservación, por temor. En la NO pregunta prima una negación que la protege del miedo a morir. O es, al menos, lo que ella considera.
Aprovecha los minutos más que tendrá de intimidad- conoce a la perfección la dinámica del lugar que es, ahora, su hogar-. Observa sus manos y extraña- con dolor- la piel que sólo ve en viejas fotografías.
Cada vez que las circunstancias le regalan unos minutos más (por la mañana) y está tendida en su cama… SE REDESCUBRE: palpa las arrugas de su rostro, descubre sus senos sensibles (siempre tapados por la violencia de su exmarido y la cultura), se estira lo más que puede dibujando en su estómago el nombre de un antiguo amor y cuando el recorrido pasa por la ingle sonríe, porque la recorre un escalofrío doloroso y placentero. Y desea… Comprende que, a pesar del tiempo, tiene el derecho de desear.
Un estallido calmo de estímulos, una reactivación lenta de sus hormonas, una batalla de pensamientos la recorren de pies a cabeza y, en la escena de su gastada memoria, aparece el cirujano. El mismo que nombró con la yema de sus dedos en el valle de su estómago.
Llora la picardía que habita en su recuerdo. Se observa ingresando al consultorio donde cada miércoles- a espaldas del mundo, sus hijos y su marido- vivía el encuentro más revolucionario que su sexo conoció. Y su cuerpo era otro, su movilidad también… Pero lo real del suceso aplica una intensidad tal que, después de sesenta y ocho años, es capaz de transitar la excitación como si estuviera viviéndola allí, en el consultorio color beige y con la secretaria del lugar cancelando turnos a pedido del cirujano.
Mientras sus dedos acarician sus rincones más intensos y sensitivos, se cuestiona con juicios ensordecedores y violentos si podrá- alguna vez- volver a sentir lo mismo. Al instante se responde que NO.
Hace un repaso de su deterioro; del olvido de las fechas importantes; de la confusión del nombre de sus nietos y recorre, en su mente, el lugar en el que está. Basta que numere las condiciones del acuerdo que configura el paso del tiempo (SU paso del tiempo) para negarse a la posibilidad del placer.
Como la segregación de una canilla rota, ella ha acabado. Suspira sin la valentía de ponerle nombre a las cosquillas que ha sentido (¡siempre el recuerdo de su exmarido y la cultura!); borra con la palma de la mano el nombre del cirujano y su estómago parece joven por unos segundos. Luego, las grietas de lo vivido vuelven…
La enfermera ingresa y abre las persianas. Ambas se dan los buenos días.
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