¡No me odies! ¡No me odies!
Repetía con insistencia, pero yo no le entendía, es cierto que cuando la ira invade mis nervios, mi cara toma una apariencia de troll hambriento y que mis ojos brillan con más fulgor que el mismo rayo, pero de aquella expresión facial al odio, hay un gran salto. No le odiaba, no le odio, no hay razón para odiar al pobre muchacho que se cree hombre y que en medio de su hombría terminó por herirme el rostro. ¿Qué es un pequeño moretón? ¿Qué es el sentido de la ofensa? ¿Cómo se define el golpe que no se puede controlar? ¿Cómo se define el dolor físico cuando duele más en alguna parte del alma? Hay preguntas de por medio, muchas preguntas y en ninguna de ellas resalta una respuesta y jamás habrá una justificación que empiece diciendo: «fue mi culpa» «yo lo provoqué». Jamás habrá y la palabra jamás significa mucho para mí.
El muchacho que se cree hombre porque una fecha le dicta edad. El muchacho con apariencia de hombre que comprende de la vida lo mismo que un recién nacido, eso es él. Yo lo entiendo bien, pero él no lo entiende, sigue creyendo que los libros sostienen la verdad absoluta, que la razón radica en la filosofía que alguien le enseñó y lo más penoso de todo, todavía cree que la vida es cuestión de esfuerzo honrado. Cree que el amor puro todavía existe y que todo lo puede. Se enamoró, creyó contarle sus sueños a su otra alma, pero esa otra alma no existe, tan solo fue el cinismo de una jugarreta y un polvo.
¿Bondad? No, no soy una buena persona, la razón es simple; no existe la bondad, solo las acciones y el interprete, es el interprete quién define si estas acciones son buenas o malas. El niño hombre las definió como maldad pura y su reacción natural fue levantar el puño y acariciar el rostro de quién es para él el atentando más cruel a su convicción de papel. Pero esta es la verdad y la verdad no distingue entre crueldad o dolor, la verdad no tiene sentimientos es una bruja imparcial que puede darte dicha o hacerte miserable y en esta ocasión yo me disfracé de verdad. De vez en cuando me gusta disfrazarme de cosas muy grandes para mi persona, yendo en contra de toda lógica, esa que indica que el ser humano fue creado no apto para la verdad.
¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho?
Nada que atenté la existencia de un hombre, pero todo lo que revoluciona la existencia de un niño disfrazado de hombre. Esa ocasión me disfracé de verdad, le dije que no lo amaban, que ella se regocijaba en los brazos de otro, mientras él le escribía versos de amor y con cierta alevosía le insté a dar vuelta la página con prisa, porque sabido es que, mientras más tiempo se tarde en asimilar la evidencia más tiempo dolerá la afrenta. Supongo que dancé demasiado tiempo en la herida, que la intolerancia le causó un salto directo a la violencia. Ciertamente nunca pude anestesiar la verdad, pero en este caso, siendo él la persona que más amaba, me nacía decirle lo que mis ojos vieron sin ninguna anestesia.
¿Por qué amar a un niño disfrazado de hombre?
Es contraproducente, un fuerte dolor de cabeza y en ocasiones causa impaciencia, pero no hay nada más inocente que un hombre adulto tratando de navegar en los mares de la vida portando la hombría que le dijeron tiene. Aquel que guarda sus miedos en los bolsillos, aprieta los dientes y se convence diciendo: «todo está bien» «yo estoy bien». Se lanza al mar sin saber nadar y en ocasiones trata de rescatar a alguien más, sin pensar que nadie lo rescatará a él. Inocencia pura, inocencia que vale la pena amar y atesorar, por eso lo amaba, pero lo amé hasta que su inocencia se convirtió en berrinche y sucedió esto.
¿Qué me atrae?
Con frecuencia su mirada se suele perder en los vértices de los eventos, nunca ha sido digno de mirar de frente. No porque no pueda, simplemente porque los eventos siempre son más fuertes y sus ojos tristes no pueden tolerar la tristeza que habita en la realidad. Con frecuencia lo he visto divagando en lugares lejanos, más allá del cielo que nos suele cobijar y otras tantas veces lo he encontrado admirando el suelo como si alguna fuerza invisible le estuviera llamando, pero siempre mirando por los bordes. Colgando de la realidad con uñas y dientes, como si él perteneciera a una causa ajena a esta en la que vivimos.
Eso fue lo que me atraía, pero después de este desplante irrisorio, en el que me he reído a más no poder, me he curado el rostro y me he sacudido la ilusión. El niño disfrazado de hombre, se convirtió en bestia y eso no es algo que mi capacidad de amar pueda aceptar, se rompió la ilusión, se rompió el apasionamiento.
Amigo mío, no te odio, solo ya no te quiero.
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