Encartes el desdeñoso

En el barrio la América de Medellín vive Encartes el desdeñoso. Un filósofo a medio tiempo que ejerce su filosofía unas tres horas diarias en las esquinas de la calle de su casa. A veces se aventura un poco más allá de la frontera sagrada. Sobre todo, en los momentos que vende su ingenio a la carpintería más miserable del barrio. A seis mil pesos vende dos horas de trabajo Encartes en ese lugar.

Mucha gente ansiosa por cualquier nuevo acontecimiento le dice «el desdeñoso» para hacerle soltar chascarrillos acompañados de silogismos, que concluyen con una rabieta argumentada ─¡trátame serio, amistad!─. No se queda callado ante ninguna provocación, arremete al instante. Declara que «Desdeñoso» es un calificativo para describir a una persona que no tiene nada valioso en su consciencia y se le nota el repudio en la mirada y en el hablar. Desdeñar es solo el efecto de un espíritu envejecido. ─No estoy tan viejo─, repite más de una vez, con bastante duda.

Como si advirtiera la provocación, él sigue cualquier disputa en todos los frentes posibles del lenguaje. Remata su defensa y se echa flores. Saca a relucir los rasgos «superiores» con los que la naturaleza lo dotó. Siempre hace un gran esfuerzo por deslindarse de todo mestizaje. Ignora a propósito su figura, que tanto recuerda esa presencia de arriero antioqueño, atarván para criticar. Con más pinta de Cosiaca mezclado con el Quijote que del ilustrísimo doctor proyectado en su mente. ─De arriero no tengo sino el carácter. Arreo las ideas como si fueran mulas llenas de maderos. También me gusta arriar a los porfiados, porque cuando estoy parado en la razón no hay burro viejo que me gane en fuerza─.

Así es que un buen martes sin la acostumbrada lluvia de la tarde, salí campante en mi bicicleta hacía el barrio la Floresta, con cosas urgentes en mis pensamientos y algunas responsabilidades del diario vivir. Durante el paseo no sentí mucha culpa, porque al poco de cruzar un par de calles hacia el noroccidente, vi a Encartes el desdeñoso estirando sus largos brazos en gesto de protesta y de que actuaba como rector. Frente a él vi una muchacha y un muchacho, asustados y medio irritados por la reprimenda pedagógica. En sus manos traían unos folletos relacionados a una estafa bastante conocida que consistía en un formato de raspa y gana, el detalle es que, en lugar de ganar dinero, la víctima debe pagar el valor de lo que indique la casilla raspada. Había un corrillo de personas, lo vieron todo desde el principio. La cosa se repetía. Me hice un poco apartado de la situación, de tal manera que pudiera ver bien el rostro de los involucrados.

Los muchachos recurrieron a todo tipo de estrategia retórica para lograr su propósito. No sabían que Encartes estaba muy entrenado en resistir cualquier tipo de convencimiento, y más, si se trataba de dinero.

─¿Quiere contribuir a la causa de los niños? ─.

─¿Las causas aristotélicas? ─.

─¿Qué? Ay, no, ja, ja, ja, ja. Trabajamos para una fundación que le ayuda a los niños pobres, ¿quiere raspar una casilla? ─.

─¡No compro la lotería! ─.

─Ay, no, ja, ja, ja. Esto es otra cosa, es como caridad, pero nosotros recogemos el dinero por las calles─.

─Bueno, ¡qué les rinda mucho! ─.

─¡Ave maría, señor! No sea amarrado, colabore con los niños huérfanos miserables sin apoyo alguno más que el de nuestra institución─.

─Ni mi mamá me manipulaba con tanta bajeza. Casi me convencieron con lo de la causa… Creo que me iré ya─.

Cuando iba a dar dos pasos, los jóvenes se le atravesaron. No lo iban a dejar ir, ya lo habían hecho parar, estaba todavía bajo el influjo de la conversación. Le propusieron que no importaba cuál número sacara después de raspar el folleto, podía pagar la mitad del resultado. Y nada, Encartes empezó a argumentar

─Si me gasto la plata con ustedes luego no podré comprar cigarros ni pagar las mesas de billar. Y no puedo dejar de hacer estas actividades. Con el billar repaso la sabiduría de la geometría combinada con la física y los cigarros me ayudan a soportar las largas jornadas de meditación encerrado en mi casa─.

─Pero podría salvar a los niños sin hogar─.

─Ellos no son responsabilidad mía, en todo caso, ya existen instituciones que lo hacen─.

Se enfrentaron durante cuarenta minutos. Ninguna de las partes cedía. Cuando el muchacho se cansaba de alegar, entraba la muchacha para apelar a la dulzura del viejo filósofo. Por momentos, parecía que todos los argumentos pronunciados por Encartes eran para sí mismo. Gagueaba y recortaba las palabras. Casi caía en la trampa de aquellos bribones de misión santifica. Con cada equivocación retrocedía su resistencia.

Amagaba la lluvia, y como si fuera un designio de la derrota; Encartes saca una moneda de cincuenta pesos de las viejas. En un acto impensable, agarró el folleto y raspó una de las casillas. El maestro había sido derrotado. Pero cuando vio el precio que debía pagar ¡cien pesos, a mitad, o sea cincuenta! Los entregó mientras soltaba una risa ─Todos ganaron, o lo que es lo mismo; nadie ganó─.

De tanto tirar para un lado y el otro, el tumulto en el que se había convertido aquel corrillo se desplazó hasta cercanías de la cuadra querida de Encartes. Sintió un vigor que le avisaba de una posible ventaja para sobreponer la recién victoria coja. El tráfico colapsado por la hora del día no fue obstáculo para la masa de personas que desde afuera confundió y repelía a todo aquel que la vio pasar. Solo los que conocían a Encartes supieron la maña cocinándose detrás.

Todos seguimos el paso de Encartes, que guiaba con una clarividencia del que ha deambulado por las calles sin descanso. Muchos ya habían formado apuestas del enfrentamiento. Existía un sistema del engaño en torno a las recurrentes discusiones del filósofo. Apenas dos veces perdió, con estos muchachos y otra en contra de Prácula el insoportable. Con los demás siempre se trató de una estafa pactada. La víctima dispuesta a discutir y Encartes más que preparado para actuar. Entonces aparecía un gran número de ludópatas parasitarios que empezaban con la apuesta truncada que proponían a los que ni se imaginaba la verdadera naturaleza de la parafernalia presenciada. No brotaban ríos de dinero, todo era mediocre para semejante demostración filosófica callejera.

Hice el esfuerzo de separarme del casino ambulante. Apenas me estaba alejando, el jolgorio todavía se escuchaba hasta La Gran Esquina, cuando eso no existía el puente sobre el deprimido de la ochenta con San Juan. En hora pico da pereza moverse en bicicleta entre el tráfico, por lo que es preferible tomarla en una mano y navegar entre los carros y buses. Venía con la vista al piso, traté de esquivar la mirada de los ciudadanos a esa hora entre el hollín y el calor de una noche que no se abría a la lluvia. Encontré cincuenta pesos tirados en el piso, ¿Era la moneda de Encartes? Podría guardarla para recordar al viejo mañoso ese. ¿O tal vez era el cebo de la maldición de las verrugas? Recién bautizado en la incredulidad, sabía que esa moneda podía significar casi cualquier cosa en ese momento. El inicio de un ahorro a manera de salvar la contramoraleja, o intentar replicar lo que Encartes el desdeñoso había acabado demostrar. Decidí tirar con fuerza la moneda al deprimido, sonó el golpe contra un carro, ojalá fuera contra un taxi. Tomé la bicicleta y me devolví a mi casa por toda «Calle caliente».

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