«Patético…» El susurro se desliza en el aire cargado de nieve, una manta silenciosa que envuelve la escena. La blancura inmaculada se mancha con el contraste brutal de un charco rojo, la esencia de la tragedia que se despliega. En el corazón del caos, un hombre de cabello blanco, coronado, y otro de cabello rojo con un bastón, se alzan como figuras macabras. Pilares de hielo, testigos mudos, rodean el escenario, mientras una ventisca comienza a aullar, acompañada por la ominosa presencia de una garra negra entre la sangre.
En medio de la nevada, un mechón de cabello blanco se agita, tintado por la sangre, una visión de desesperación. La escena cambia bruscamente, revelando el rostro atormentado de su portador, cuyos ojos dorados reflejan un terror profundo. Una nueva transformación: un hombre de cabello plateado y mirada dorada emerge junto a una criatura empalada por un pilar de hielo. En su mano, una ballesta, y en la criatura, un cuchillo clavado en su clavícula. Tembloroso, murmura:
«¿Qué he hecho…?»
Sus ojos se desvían ligeramente, la escena se trastoca a su perspectiva en primera persona. Observa cómo el hombre coronado y el de cabello rojo se desvanecen en la distancia, mientras un velo carmesí nubla su visión. Con manos manchadas de sangre temblorosas, recarga la ballesta y vuelve su mirada a la criatura. Un grito del hombre coronado lo sacude:
«Termina con esa abominación de una vez.»
Asiente en silencio. La escena retorna a la tercera persona, mostrando cómo el hombre apunta a la criatura, mientras una amalgama de emociones tumultuosas atraviesa su mente: miedo, culpa, tristeza y, quizás, un ápice de alivio. Con la voz quebrada, susurra:
«Perdóname, hijo.»
El hombre de cabello plateado aprieta el gatillo de la ballesta y todo se sumerge en la oscuridad, donde sólo resuena el sonido angustioso del llanto desgarrador de un alma quebrada.
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