Odio la guerra. Siempre he pensado en esto, siempre he reflexionado sobre los horrores de la guerra. Siempre quise evitar situaciones violentas; maldita sea la fuerza o entidad burlona que me dotó de un talento sin igual para destruir. Pero odio la guerra. Deserté, sí, porque mi conciencia no podía soportar más horror. La ironía del destino quiso que escapar de un infierno me llevara a otro, uno personal, ineludible. Mi celda es fría y no me protege de lo que debería; solo espero el día de mi ejecución. Nunca fui particularmente simpatizante del gobierno que empezó a hacer desaparecer a ciudadanos y asediar comunidades enteras que se le oponían, pero para cuando la guerra civil estalló, ya era parte de la Policía Militar en la fuerza de tarea especial. En retrospectiva, ya se estaban preparando, los desgraciados. Fue cuando descubrí que varios de mis familiares estaban siendo injustamente víctimas de estos atropellos que comprendí que debía huir. Deserté para poder vivir mi vida junto a mi amada, en la finca de papá.
Allí pretendía recuperarme de los traumas del conflicto. Yo nunca fui soldado ni agente policial, en el fondo, siempre fui un hombre del campo y de las letras. Las secuelas habían dejado una marca en mi psique, episodios casi indescriptibles de parálisis del sueño, varios todas las noches, acompañados de pesadillas dantescas. Frecuentemente me encontraba inmóvil en mi cama, sin mi esposa, sin saber si estaba dormido o despierto, atrapado en esa insoportable neblina de realidad difusa he inaceptable. La oscuridad de la noche se convertía en el escenario de una sensación casi inenarrable, acompañada por un hormigueo insidioso que se adueñaba de mi cuerpo petrificado. Al principio, el murmullo del viento era apenas un susurro lejano,recuerdo que trataba de calmarme tratando de identificar a cuantas cuadras escuchaba ese fuerte sonido. Pero pronto se transformaba en un coro macabro, iba notando que el viento lejano eran en realidad aullidos horrendos e imposibles que tenían un mezcla de sonidos sobrenaturales desde las profundidades de la noche, resonando cada vez más cerca de mi. Escuchaba el viento susurrar y luego aullar con fuerza a dos cuadras de mi casa. Con los minutos, iba descubriendo que el sonido del viento se transformaba en aullidos tenebrosos e imposibles, que se acercaban a mi casa cada vez más. De forma directamente proporcional, la sensación de hormigueo se intensificaba hasta convertirse en un dolor punzante, como miles de agujas clavándose en mi piel.
Odio la guerra, pero ni los ecos de los disparos ni los gritos de ira e indignación de los ciudadanos tienen importancia ya, después de lo que vivo a diario desde esa horrenda noche.Desde que la perdí, todo lo perdí. Intenté solucionar mis episodios de parálisis siguiendo los consejos de un «sabio» amigo; intenté tener un sueño lúcido, pero terminé abriendo las puertas a lo que realmente yace en los insondables abismos del cosmos, de otros mundos. Justo cuando, durante mi pesadilla, los aullidos espectrales se acercaban a mi casa, logré levantarme de mi cama para salir a confrontar a las criaturas o la presencia que me acechaba durante las noches. No había nada en el pasillo, pero un grito desgarrador e inolvidable me despertó en la realidad.Abrí los ojos y bajé corriendo las escaleras, para descubrir una sala llena de sangre, la sangre de ella, los miembros cercenados de mi amada y lo que con dificultad podría comparar a figuras deformes o indirectamente similares a lobos, presentando características alarmantes y casi esqueléticas, impregnadas en carmesí, aullando con un tono que helaba la sangre mientras se esfumaban en fisuras en los recovecos del techo y los rincones de las paredes, fundiéndose en la nada junto a esas abominaciones.
Odio la guerra, pero ahora estoy pidiendo volver a ella, como castigo, tal vez así termine mi tormento. Acusado de un crimen que no cometí, condenado sin escapatoria, espero ahora el final en este agujero de desdicha. Pero lo sé, lo sé con la certeza que da el terror más profundo: no fui yo. Odio la guerra, repito, no solo por lo que me hizo en el exterior, sino por cómo me transformó en el interior, cómo abrió puertas que debieron permanecer cerradas. La noche que perdí a mi amada, no fue a manos de un hombre, sino de esas abominaciones angulares, nacidas de mis intentos por escapar de mi propia mente.
Me dicen loco, me juzgan por crímenes terrenales, pero la verdad reside en una esfera que escapa a la razón humana. En esta celda, esperando la muerte, sé que esos Sabuesos volverán, no por mí, sino por aquellos que, como yo, se atrevieron a huir, a soñar más allá de los límites. «Odio la guerra», es el último pensamiento que me aferra a la humanidad, irónicamente, mientras las sombras se ciernen y los ángulos de mi celda forman sombras que parecen distorsionarse. Siento un hormigueo y me da náuseas, escucho el viento soplar desde fuera de la prisión, mismo que se intensifica hasta volver a convertirse en cientos de aullidos horripilantes al unísono que se acercan. Sucede todos los días y las noches, pero no quieren matarme. ¿Por qué siguen torturándome?
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