¿Qué hice durante los últimos meses?
La mayoría puede responder fácilmente esa pregunta; yo no. Los veo difusos, como una sucesión de etapas cuyo núcleo, por llamarlo de alguna manera, es una decisión o una acción determinada. Están los últimos días en mi departamento, la etapa de la mudanza. Están las semanas de convivencia con mi madre, con quien, ahora que lo pienso, no compartí muchos momentos. Nuestros horarios eran diferentes, y es probable que haber pasado varias horas leyendo en la cama, con la puerta cerrada, haya dificultado el encuentro y la comunicación. Está también la venta del auto, con sus días de burocracia. Y por último estas semanas en las que nuevamente estoy solo. Etapas.
Etapas como retazos que, en perspectiva, quizá compongan una tela amorfa, o multiforme, pero que vistos de cerca no son más que eso: retazos de cine, de música, de literatura; meses de tomar mate, de caminar sin dirección ni propósito, de suspender en el aire eso que llamamos tiempo.
*
La imagen apareció sin que yo la buscara, ayer por la noche, antes de dormir.
Hoy desperté cerca de las diez, con un entusiasmo que hacía meses no experimentaba. Observé la cama, la mesa de luz, el sillón del living, el televisor, los adornos y otras tantas cosas: brillaban. Sin embargo, no era suficiente; requería otra confirmación. Fui al baño, me lavé la cara y me miré en el espejo. Entonces sí: mis ojos, también brillaban. No puedo, pensé, negar el brillo. No puedo tampoco negar la opacidad. Debo creerla necesaria, mejor aún, ineluctable, como es la modalidad de lo visible.
Hace años, leí las primeras cien páginas del libro que tantos hablan y tan pocos leyeron. Al margen de la confusión, de la dificultad para discernir, por momentos, el adentro del afuera, rescaté esa frase, que aún me maravilla, y que repito como un mantra en ocasiones especiales: la ineluctable modalidad de lo visible. La ineluctable modalidad de lo visible. La ineluctable modalidad de lo visible. La ineluctable modalidad…
*
-Gonzalo al habla, ¿con quién tengo el gusto?
-Dale, boludo, si te sale mi nombre. ¿O no me tenés agendado?
-Veo que el estoico no ha despertado con el mejor de los humores…
-No me jodas, que tengo que pedirte algo.
-¡Por Zeus! Aquél hombre capaz de soportar en silencio las más terribles aberraciones, de adentrarse en los más oscuros laberintos de la mente y en la neblinosa esfera del Ser, ¡pide ayuda!
-¿Por qué hablás así?
-Para joder un rato. Y porque estamos ensayando una obrita que escribí, y mi personaje habla más o menos así.
-¡¿En serio?!
-No, es parodia.
-Me imaginaba. Te preguntaba si en serio están ensayando una obra tuya.
-Sí, empezamos hace poco. Veremos qué pasa…
-¡Qué dispone la diosa Fortuna, qué los dioses del Olimpo, qué el imponderable azar! ¿Estoy cerca?
-Bastante. ¿Bueno, qué querías?
-¡Quién lo viera! ¡El mismísimo Hombre Espiral, el Paladín de la retórica, tomando por una vez el camino más corto, elaborando una pregunta directa!
-¡Así me gusta, Titán! Abandone el aislamiento y regrese al fragor de la batalla. ¡Deje salir al demonio que ríe! ¡Entréguese, de una vez y para siempre, al exceso dionisíaco!
-Jajaja está bien, ganaste… ¿podemos hablar en serio?
-Absolutamente. Mis cinco sentidos lo escuchan con atención.
*
¿Y si en un momento determinado la única opción es aislarse, disputar los márgenes y la dicha? ¿Si la huida es regreso, es consumación?
Ojalá exista algo así como una intuición a medias, o ni siquiera tanto: un principio de intuición.
*
-¿Qué tal el viaje?
-Bien. ¿Qué pensás hacer?
-Tal vez me vaya a Uruguay.
-¿De vacaciones?
-A una casa que me presta un amigo, Gonzalo.
-¿Gonzalito?
-Si.
-¿Sigue de novio?
-Está conviviendo.
-Qué bien, lo podrías imitar.
-Qué tal el viaje.
-Hermoso. ¿Cuándo te irías?
-En una semana, más o menos.
-¿Cuánto tiempo?
-No lo sé.
-¿Después pensás volver acá?
-No.
-¿Y a dónde vas a ir?
-No lo sé.
-¿Y de qué vas a trabajar?
-No lo sé.
-¿Y todavía creés que estás resolviendo?
*
Marina dijo, dijo, hace minutos, el Paladín, que no tiene problema. Una casa, dijo Marina, según el Paladín, está hecha en primer lugar para ser habitada. Y si un amigo la necesita, ella está dispuesta a ayudar. Aunque también aclaró, Marina, que todo tiene un límite. Que si fueras mi amigo El Gordo, vos lo conocés, no accedería ni borracha ni drogada, porque el Gordo, según ella, pasa demasiado tiempo en alguno de esos dos estados, o en un tercero que surge de la combinación de ambos. Pero como vos sos distinto, y ella te quiere, dijo el Paladín que Marina dijo, palabras textuales: yo no tengo problema, por mi decile que sí.
*
Fui a lo de Gonzalo a buscar la llave, me explicó cómo llegar, me recomendó la forma más barata de ir, saqué ahí mismo, con su tarjeta de crédito, un pasaje en lancha para dentro de seis días, le pagué el pasaje y tomamos una cerveza, a mi pesar un poco a las apuradas, porque él tenía un compromiso, un cumpleaños o algo por el estilo. Luego regresé al hogar materno, cansado, con ganas de dormir.
*
Cuando estoy por realizar un viaje de algunos meses, dedico un rato a la selección de libros que voy a llevar. El criterio es siempre el mismo: uno o dos pendientes, uno o dos que actúen de sostén. Esta vez, empiezo por el sostén.
Me acerco a Zarathustra; dudo. Hojeo Ecce homo, estoy a punto de, pero tampoco. Finalmente me decido por La gaya ciencia. Ahí está el Nietzche que vislumbra lo que va a venir. Está el comienzo de Zarathustra
y el verano milagroso, está el dios que agoniza y muere, y esa diatriba memorable contra todos, a favor de la gran salud, contra sí mismo, a favor de sí mismo, esa que dice nosotros, partos prematuros, argonautas del ideal, nosotros los nuevos, necesitamos. Para equilibrar, separo además El banquete.
Definido el sostén, queda lo pendiente. Elijo, sin vacilar, Crimen y Castigo.
*
Faltan tres días para que me vaya a Uruguay. A la espera, le sumo la ansiedad. Quisiera saltearme estos días, no vivirlos. Evitar así la angustia que suelo sentir antes de cada viaje, y el tedio, la insoportable combinación de ansiedad, angustia y tedio que probablemente empiece a experimentar a partir de mañana, cuando termine de preparar la mochila. Quisiera eludir, además, la despedida de mi madre. Ya haber viajado en lancha primero, en micro después, entrado a la casa, haber dejado la mochila, dado un vistazo general y, sobre todo, ya estar pisando descalzo la arena.
Porque lo único que me mueve, el único deseo, es caminar por la playa y detenerme en un lugar preciso. Estar donde debo estar. Replicar, con el cuerpo, la imagen que intuí.
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