UN ENTIERRO Y LA VENTANA

Eran horas de la tarde, estaba trabajando en mi pequeño laboratorio de joyería, cuando escuché una algarabía que venía de la calle, pitos de motos y vehículos, sonaban con estridencia, seguidos de disparos al aire, acompañados por una música, que enviaba mensajes extraños.

Me levanté de la mesa de trabajo, ya mi señora estaba en la ventana, mirando atónita a la calle, entonces le pregunté, utilizando una de mis palabras favoritas.

—¡Carajo!, que está pasando allá afuera. —Mi señora, giró la cabeza, como la niña del exorcista, casi ciento ochenta grados, y me respondió.

—Es el entierro de un muchacho de dieciocho años, que mataron ayer en un barrio del sur, observa, que todos los locales están cerrados, y algunos policías acompañan la caravana, para evitar que le hagan daño a los desprevenidos transeúntes que pasan por allí.

—Quitémonos de esta ventana, puede llegar un tiro loco y nos va a impactar —le dije, mi voz sonó triste, en eso escuché una oración, implorando por el alma de ese muchacho.

Mi mente siguió cavilando, no entendía lo que veía a diario por esa ventana, llegué a la cocina, donde me preparé un café, y comenté con mi desgastada voz, originada por los años, voz que muchas veces había sido motivo de una imitación.

—Cómo era posible, que a ese joven que iban a enterrar, se le hiciera tan dramático ritual, a ese muchacho, lo iban sacando de su ataúd, que llevaban en hombros, y a su inerte cuerpo, le daban tragos de ron, y le colocaban en su boca, unos cigarrillos raros…

Dejé de trabajar esa tarde, me invadió una macabra tristeza, busqué la hamaca, mi consejera, me acosté en ella, de inmediato pensé en mi pueblo, en un entierro donde se respetaba el difunto, se le homenajeaba cuando partía al más allá, en esos velorios, en el cual los familiares, amigos y hasta desconocidos, cada vez que alguien fallecía, se preparaban para organizar el ritual de despedida, cada persona sabía que debía hacer, su función a desempeñar.

Cuando alguien moría en el pueblo, enseguida se enviaban mensajeros a pie o en animales de carga, usaban también los mensajes por radio, para que se enteraran todos los familiares y amigos del difunto que este había fallecido, desde ese mismo día se observaba una romería de personas de diferentes lugares, que arribaban al pueblo, a pie, en bestias, los que no podían caminar los trasladaban en hamacas o sillas improvisadas como vehículos cargueros, era importante que todos estuviesen presentes en la despedida del muerto.

Los hombres bajaban del techo de la casa, el cajón para enterrar el muerto, ataúd que a veces tenía mucho tiempo de estar allí, si no lo tenían iban donde otro familiar o amigo para prestarlo, y allí colocaban al fallecido, el día del entierro, todos los dolientes, iban vestidos con sus mejores galas, entonando rezos, plegarias, u oraciones casi en silencio, hasta llegar al campo santo.

Un grupo de familiares, se encargaban de preparar suficientes comidas que alcanzaran para todos, durante las nueve noches, estas comidas variaban todos los días, además el café, calientillos o infusiones tenían que llegar a los asistentes al velorio en forma periódica, las jóvenes se encargaban de que nadie se quedara sin el café o calientillo, también era común la instalación de mesas de juego, lugares escogidos para relatar cuentos o anécdotas, la mayoría de las personas permanecían en la casa del difunto las nueve noches.

Nueve noches, en las cuales se llevaban a cabo todas las actividades organizadas para despedir el alma del finado, el último día, la novena noche, realizaban el ritual de despedida, el rezandero, o quien fungiera de rezandero, era el encargado de guiar esa alma a su eterna morada.

La novena noche el altar tenía arreglos especiales, era el día de despedida del muerto, empezaban los rezos, apagaban las luces, velas o mechones, todo quedaba a oscura, se escuchaban palabras incomprensibles, golpes, gritos, el rezandero le pedía al muerto que siguiera su camino, que ya no era de los vivos, y los familiares lo alejaban llorando, entonando rezos, u oraciones, finalizado el ritual, otra vez encendía las luces, todos tenían una cara de satisfacción, comprendiendo que ya el alma del difunto se había ido.

Después de pensar en un entierro en mi pueblo, me levanté de la hamaca, me dirigí donde estaba mi mujer, viendo televisión, y le dije,

—Tú eres de ciudad, de pronto no me vas a entender, pero qué diferente es el entierro de ese muchacho, con los que hacían en mi pueblo. —Otra vez giró su cabeza, como la niña del exorcista, ciento ochenta grados, me miró, sonrió, y siguió viendo a los Simpson.

Más tranquilo, me dirigí donde estaba mi consejera, mi hamaca, me acosté, estaba seguro de que ya el entierro había llegado al cementerio, porque ahora, a lo lejos, se escuchaban voladores y disparos… aunque estoy seguro de que ese entierro fue grabado, pronto será un espectáculo, macabro-morboso, de las comunicaciones actuales.

GUSTAVO HERRERA BOBB

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