Pizarnik se cansaba mucho. Proust escribía en la cama. Más de uno, de los buenos en serio, vivía haciendo equilibrio. Más de uno se cayó. ¿Y entonces? Entonces nada. O sí, hay algo: un cuerpo que me recuerda, en su estremecimiento, que hace un rato temblé. Siento frío en las manos y en los pies. Huelo un nuevo temblor.
El otro día, viendo un documental, me enteré lo que Jung le respondió a Joyce cuando este comparó los manuscritos de su hija con los suyos. Lucia Joyce fue, entre muchas otras cosas, una enferma mental. Su padre, probablemente con razón, encontraba en los textos de ella más similitudes que diferencias con lo que él escribía. Una vez se le ocurrió preguntar algo así como ¿cuál es el problema?, doctor, a lo que el psiquiatra respondió: ahí dónde usted nada, ella se ahoga. Yo también me ahogo. No ahí, pero me ahogo.
El temblor llegó.
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Aunque ya está jubilada, mi madre sigue trabajando. Son muchas las personas que, por costumbre, deseo, miedo a morir de aburrimiento o algún otro motivo, siguen trabajando cuando por fin reciben dinero de parte del Estado tras de décadas de… haber trabajado. El fenómeno, ante mis ojos, resulta incomprensible. Excluyo a quienes tienen la necesidad de hacerlo. Aunque, ¿si lo que para mí es deseo —ajeno, pues el propio sigo sin encontrarlo— para mi madre es necesidad? ¿Si su necesidad incluye viajes, salidas a comer afuera y cosas por el estilo? ¿Si el costo por satisfacerla no le significa una carga? Como sea, ayer se fue de viaje por dos semanas.
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La rosa pulverizada, los ojos muertos, el fracaso. Despierto cansado. El ruido de un camión me predispone mal para el resto del día. No sé si es martes o miércoles. O jueves. O viernes.
Tal vez se suicidó por cansancio. Quizá este mundo en realidad no importa, menos aún si se está buena parte del día durmiendo y por la noche se tiene la capacidad de inventar otro mejor. Con mejor quiero decir más bello. Respiro con dificultad. Me ahogo. Vuelvo a temblar.
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Silencio no como ausencia, afluencia, río: nada de noche. La imagino en Inglaterra en la década del treinta, en un mar inmenso; flota y se hunde a la vez. Me imagino a mí a finales del diecinueve, fumando cigarrillos de El Cairo junto a Wilde, en una habitación de porcelana, en una época en la que aún conservaban cierta ingenuidad. Porque añoramos la ingenuidad. Extrañamos la inocencia, la infancia, el juego. Y una Edad de Oro que ni siquiera sabemos si existió.
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Días después de habernos encontrado, el hombre de mirada lasciva hizo su oferta. La rechacé con elegancia, dando a entender que de presentar la próxima un incremento que un caballero no pudiera interpretar como una burla, sería aceptada. Tres días después llegó la nueva oferta. Manifestaba, en cifras, su voluntad conciliadora. Lo que siguió fueron papeles, sellos, firmas.
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Cruza la calle en diagonal. Viene hacia mí con la espalda recta, el paso firme, la mirada hacia adelante. Se lo ve seguro, enérgico. Un hombre que, al menos en apariencia, tiene deseos y objetivos.
Primo querido que alegría verte disculpa la demora tuve una reunión.
No te quiero aburrir con temas laborales, dice, mientras la moza retira los vasos, ya vacíos, y pregunta si queremos algo más. Dos más, responde, y de inmediato: contame de vos. ¿En qué andas? ¿Te mudaste? Si. ¿A dónde? Por ahora estoy en lo de mi vieja. ¿¡En serio!? Bueno, no es tan grave, imagino que tendrás un plan. No te vas a quedar ahí para siempre… No, claro. ¿Y cuál es el plan? Todavía no lo definí. Ah, ya veo… ¿Y estás trabajando? Por ahora no, me estoy tomando un tiempo para solucionar algunas cosas. ¡Cuánto misterio! Sí, qué se yo… ¿Y qué hacés durante el día? Depende. No sé muy bien cómo, pero los días transcurren… ¡ah!, eso te quería preguntar: ¿te acordás de Crimen y Castigo? ¿La novela? Si. ¿Vos la leíste, no? Hace mucho. Bueno, pero algo te debés acordar. Casi nada, primo, la leí cuando éramos adolescentes. Sí, ya lo sé. ¿Pero te acordás o no? Más o menos… hay un hombre, si no recuerdo mal un estudiante, que está desesperado y no se le ocurre nada mejor que matar a una vieja, que no sería la Madre Teresa, bueno, pero tampoco era para tanto, entonces la mata, y después vienen como quinientas páginas de un dilema moral. El hombre se siente cada vez peor, habla con una prostituta para humillarse más, y entonces… lo de la prostituta es en Memorias del subsuelo. Puede ser, se me habrán mezclado… pero sacando eso venía más o menos bien, ¿no? No sé, no la terminé. Bueno, pero a qué venía la pregunta, pregunta, mientras la moza trae las cervezas. Venía a que en un momento, en la primera parte, un cochero azota a un caballo. Y un hombre, para defender al animal, se pone adelante y empieza a recibir los latigazos. ¿Te acordás si es el protagonista quien recibe los latigazos? ¿O el protagonista observa la escena? No, primo, mirá si me voy a acordar eso… Dale, hace un esfuerzo. Sinceramente no me acuerdo. ¿Vos estás bien? Por mí no te preocupes. ¿Seguro no te acordás? ¿De la escena tampoco? De la escena puede ser, ahora que lo decís. Pero no entiendo a qué viene todo esto. La escena me la contaste vos. ¿Y? ¿Te acordás cuando compramos a medias Ten, lo grabamos y ganaste el sorteo? Sí, me acuerdo. ¿A dónde querés llegar? Porque tanta nostalgia me está empezando a cansar. ¿No estarás mirando muchas películas vos, ahora que estás al pedo? Películas berretas, quiero decir. Porque estás muy cerca de un mal argumento hollywoodense… ¿Te parece? Mirá, escuchá esta, la vi hace poco. Es en blanco y negro. Empieza con un viejo en una mansión, que dice una última palabra justo antes de morir, una palabra que no sabemos lo que significa, y después se le cae una esfera de cristal, de esas que tienen nieve… ¡No me jodas! ¿Te parece una película berreta? No. ¿Y hay nostalgia? Sí, está bien, hay nostalgia, pero también un trabajo con la narración, un montón de cuestiones técnicas, y hay algunos planos que… además no empieza así. Empieza con un cartel de no pasar en un alambrado, y la cámara que pasa, entra en la mansión, y de a poco se acerca a la única luz encendida, con imágenes que se funden una con otra, y después esa luz se apaga, y… está bien, ya entendí. Olvidate de ese ejemplo. Tengo otro. ¿Película? No, libro. Hay un muchacho, francés. En un momento le da hambre, como nos pasa a todos, y empieza a comer una magdalena… pará, pará, dejame terminar. Muerde la magdalena, te decía, y de esa manera viaja a la infancia, empieza a contar su vida, llena de lugares y personajes. ¿Hay nostalgia o no? ¡Por supuesto que sí!, pero no sólo eso, primo. Hay además un gran trabajo con la forma, ¡pensé que lo sabías! Hay descripciones que hacen que uno vea hasta el ángulo de la columna de una catedral, y esa catedral es tan hermosa, te diría incluso más hermosa, que la que uno puede llegar a ver con sus propios ojos. Hay un ritmo en la prosa, primo, ¡hay tanto! Y uno daría cualquier cosa por haber escrito no te digo un tomo, medio tomo, un cuarto, menos, esa parte en la que describe el enamoramiento de Swann. ¿Vos conocés a alguien más que dedique treinta páginas a describir el estado de enamoramiento? No, no conozco a nadie. Bueno, por eso, no vas a comparar. Pero… ¿cómo llegamos acá? Por la nostalgia. Ah, sí, tus argumentos de películas, tus comparaciones dudosas. Yo no comparé nada. Está bien, pero antes, ¿en qué estábamos? Ah, en que todavía no habías definido tu plan. Vos por eso no te preocupes, en serio. No, primo, justamente por eso te escribí para que nos encontráramos. La otra vez no te vi muy bien y ahora… no lo tomes a mal, pero tampoco. Así que pensé… yo en la empresa estoy bien, hace poco me ascendieron, y tengo muy buen trato con el gerente y con las chicas de recursos humanos. No es necesario… ahora dejame terminar vos a mi. Si quisieras, te podría conseguir un puesto. No te lo puedo prometer, pero estoy noventa por ciento seguro de que en un par de meses te contratarían. Además nos estamos expandiendo, vamos a abrir nuevas oficinas, en fin… pensalo. Los sueldos son buenos, y el ambiente no será el ideal, pero te juro que hay mucho peores, los conozco. Pensalo tranquilo, no hace falta que me respondas ahora. ¿Terminaste? Si. Agradezco tu preocupación, pero… qué se yo. Dijiste uno daría cualquier cosa. ¿Eh? Dijiste, y cito textual: uno daría cualquier cosa por haber escrito no te digo un tomo, medio tomo, un cuarto, menos, esa parte en la que describe el enamoramiento de Swann. Dejate de joder, primo. Pensá en lo que te dije, haceme el favor.
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Son dos: el verdugo y el futuro decapitado. Son dos, y la muchedumbre que espera. Niños, mujeres, hombres, ancianos. El verdugo percibe algo, en él, en el futuro decapitado o en el ambiente, que lo hace cometer un error inconcebible, propio de un novato: se acerca a la víctima y la mira a los ojos. Permanece con el rostro cubierto a centímetros de la cabeza que pronto, inexorablemente, va a rodar. El futuro decapitado junta saliva de donde no tiene, inclina la cabeza y lanza un escupitajo certero, que va a parar al centro de la pupila ajena. La muchedumbre grita, cada vez más excitada. El verdugo se demora. Por primera vez, tras años de ejercer su oficio, duda. La víctima espera. Sus ojos perdieron fiereza, sus labios ahora dibujan la sonrisa del condenado. Finalmente, la hoja cae.
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