Todas las mañanas salía hacer las compras con su mamá. El barrio para ella, era sólo ese conjunto de negocios de la Avenida Juan B. Justo. La revistería, la librería, el Mercadito (allí con la verdulería, carnicería, el almacén de Don Lucho y la señora de las flores). Cada parada implicaba una charla de su mamá con el o la vendedora, quienes obviamente eran saludados con sus respectivos nombres. Seguramente hablaban del clima de los movimientos del barrio, mudanzas, colectivos y otras cosas cotidianas. Ella no recuerda que se hable de política o fútbol . Su mamá era la típica ama de casa que simplemente intercambiaba conversaciones más cotidianas y barriales. La niña poco escuchaba, había aprendido que «no debía meterse en conversaciones de gente grande», por lo tanto, fue desarrollando su capacidad de observación del entorno. Vería cómo pasaban los autos, la velocidad, otras mamás con sus niños haciendo las compras, el kiosco que había sido pintado nuevamente de verde, si había llovido, analizaba dónde quedaban los charcos y las baldosas flojas. Todo observaba.

En la revistería siempre encontraría a la señora sentada en su banquito. Si era muy temprano, vendía diarios en un ritmo acelerado, al empleado del banco, a otros vecinos, a los que pasaban por allí en auto y se paraban un segundo para comprar el diario en su camino al trabajo. Más cerca del mediodía, vendía revistas en general y, ese era el momento en que la niña pasaba mirando los nuevos ejemplares de Anteojito o Billiken. Los álbumes de figuritas y alguna que otra publicación infantil también eran analizados. Clarita amaba tener su Billiken en mano y todos los días miraba si había un ejemplar nuevo, era muy pequeña y no entendía que la entrega de esa revista era mensual, así que siempre esperaba el número nuevo, como una pequeña Penélope.

El destino final de ese tour mañanero era el Mercadito. Ahh, el Mercadito, ese espacio con una entrada principal con una gran puerta tijera, que abría muy temprano y cerraba muy tarde, es por eso que Clarita no recuerda alguna vez que estuviese cerrado. La primera para era siempre el almacén de Don Lucho.

Don Lucho era un hombre grande, corpulento de ojos achinados. Nunca supo si era un chino de verdad. Con el tiempo descubrió que era más tucumano que la achilata. Tocaba la guitarra los fines de semana para sus amigos. Pero trabajaba mucho. Su negocio era su alma. Nadie más hubiera podido gestionar ese negocio. Tenía todo organizado a su manera. La heladera mostrador llena de quesos, leches, yogures y fiambres. Arriba del mostrador colocaba los maples de huevos y los diarios prolijamente cortados que usaría de envoltorio. Detrás del mostrador, las botellas de aceite, soda y gaseosas. Detrás, los estantes con las harinas, fideos, arroces y latas en general. A un costado, los estantes de yerba, café, té y limpieza. Era muy prolijo. Llevaba siempre su delantal blanco como los carniceros. Era su uniforme

Don Lucho tenía la voz grave y era un poco secote, pero amable siempre. Tenía una sonrisa para los niños porque seguramente sabia que su aspecto seria para ellos como el de un ogro achinado. Mientras su mamá pagaba, Don Lucho le regalaba a la niña un pedacito de queso cáscara negra (esos para rallar) y ella feliz lo aceptaba, ya que el queso que compraba su mamá lo retaceaba siempre para usarlo rallado.

 El recorrido continuaba adentrándose al interno del Mercadito. Ya empezaba a sentirse ese conjunto de olores especiales entre carne y verduras frescas y, se sentía la humedad en el ambiente. Cuando su madre pasaba por el puestito de flores, caminaba más despacio, para ver cuales eran las flores de estación. Generalmente no compraba nada, pero, a veces, a pedido de la abuela, llevaba claveles. A su abuela le gustaban los claveles en la casa. En primavera compraban margaritas. Este puestito era únicamente un tablón grande donde se exponían las flores y algunos baldes alrededor de la señora para mantener otras flores más delicadas. La niña veía siempre los ramos de rosas. Siempre eran ramos enormes, de rosas rojas (a veces blancas, a veces rosadas) y ese perfume intenso que banaba todo alrededor. Obviamente, esas rosas nunca fueron compradas por lo costosas que eran. En la primavera también aparecían las flores más bonitas, coloridas y perfumadas, esas alverjillas que tímidamente reposaban en los baldes de agua y competían con su perfume con las rosas. Las rosas eran señoras y las alverjillas eran muchachas saliendo a la vida.

-¿ Qué te parece si compramos un ramito de flores para tu maestra?, dijo su mamá

-¿Para qué?

-Por la primavera

Simple, ese gesto gentil y alegre quedó grabado en la memoria de Clarita. No tendría que haber motivos para regalar flores. Se las regala y listo. Se regalan color y perfumes

Luego de pasar por el puestito de flores, iban directamente a la verdulería. Cabe aclarar que habían varias, pero, su mamá tenía su elección hecha por la verdulería más variada y obviamente, adecuada al bolsillo familiar. Doña Pepa siempre tenía clientas. Nunca estaba sola. La mamá de Clarita esperaba su turno con su changuito en mano. A veces, mientras su madre esperaba, ella pedía permiso para dar una vuelta al Mercadito. Caminaba alrededor de los puestos, miraba a todos los vendedores y a todos los clientes, qué compraban, si habían más o menos productos. Observaba

La parte de atrás tenía una escalera grande y oscura que llevaba a una especie de sótano enorme. Obviamente so se podía descender, entonces veía como los carniceros bajaban las medias reces. Su mamá luego le explicaría que allí abajo estaba el frigorífico donde los puesteros conservaban y guardaban sus mercaderías durante la semana.

La otra parte interesante del Mercadito era la puerta trasera, esa conectaba con una placita y las vías del tren. Desde la puerta se veía al tren pasar tan cerquita que era totalmente magnético. La salida a la placita era una opción para los niños que acompañaban a sus madres hacer las compras. Ahí aprovechaban las hamacas y los subibajas. Clarita no era muy entusiasta de ir a la plaza sin su mamá así que únicamente observaba algunos niños jugar e iniciaba el regreso hasta la verdulería don de su mamá estaba comprando. Antes de llegar a la verdulería, siempre observaba un puesto almacén lleno de fiambres, salames, salamines, mortadelas. Colgando de ganchos carniceros. Era un almacén mucho más variado y grande que el de Don Lucho, pero su mamá nunca compraba allí

¿Por qué?

-Porque no me gusta el vendedor

Así de simple fue la respuesta. No era por los precios ni la calidad de los productos. Simplemente el vendedor era gritón y machista. Listo

Cuando Clarita regresaba a la verdulería, su mamá ya había hecho su compra y se quedaba hablando con Dona Pepa como una vecina más, porque además, Dona Pepa vivía cerca de su casa. Y lo mismo de siempre, hablaban del barrio de los nuevos negocios, de los que cerraban, del arreglo de las calles, de la inundación del fin de semana, etc. Así se entretenían

Clarita siempre recordará esa vez que dona Pepa le regaló una muñeca pepona. De plástico duro. Era una muñeca gordita y simpática. Solo articulada a la altura de los hombros para mover los brazos. Y en ese cúmulo de nombres redundantes, a la muñeca la nombro Pepa. Obviamente no podría ser de otra manera. Un poco porque era pepona y oro para recordar siempre que Dona Pepa se la había regalado. Posteriormente, Pepa la acompañaría hacer las compras con su mamá. La llevaría todas las mañanas de ahí en adelante.

Luego quedaba la compra en la carnicería y en la pollería, pero, no era algo que le interesara a Clarita. Eran lugares sin gracia. Obviamente era siempre impactante la cortadora de carne de la carnicería, esa grande y enorme de color rojo, que hacia un ruido infernal. La escena era cotidiana y grotesca. Azulejos blancos y olor a carne. En la pollería lo mismo (sin la gran cortadora), solo con los tantos maples de huevos apilados de manera prolija… Por un lado, los huevos blancos y por el otro, los huevos de color. Ese lugar era interesante solo en la Cuaresma y Pascua. La señora les hacía dibujos en los huevos y los decoraba con felpas de colores. Tiempo después no lo hacían más por salubridad. Aburridos

Y así salían del Mercadito. El regreso era por la Avenida Juan B. Justo con el changuito cargado con las compras del día. Cuando Clarita empezó el jardín, una parada final era la librería. Allí era atendida por dos señoras mayores, muy amables. Al entrar se sentía el olor a madera y papel de los mostradores y estanterías. Su mamá le compraba alguna plastilina o libritos de cuentos para coleccionar, de esa manera la iría habituando a leer y trabajar para la escuela. Al momento estaba en el Jardín, pero el próximo año ya implicaría la disciplina en la escuela.

Y es así como volvían a casa, bajo el sol que se acercaba al mediodía, con el changuito lleno, y con la aventura vivida, porque para su mamá era una costumbre cotidiana, pero para Clarita era su gran aventura, la aventura del mundo, de la gente, de cómo funcionaba todo. Hola mundo

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