Belchite, el Guernica de Aragón

Belchite, el Guernica de Aragón

La
primera noticia militar adversa y dolorosa que recibió el nuevo
presidente del Consejo de Ministros Juan Negrín, fue la crucial
caída de Bilbao en manos de los sublevados (19 de junio de 1937). Se
trataba de una pérdida enorme porque significaba el control enemigo
de la crucial industria siderúrgica y minera vasca, además de
aumentar la presión sobre la aislada zona republicana de Santander y
Asturias. El desplome de Vizcaya, también ocasionó el primer
desánimo del ministro Indalecio Prieto, titular de la cartera de
Defensa y líder del socialismo vasco. Negrín tuvo que rechazar su
dimisión, ratificarle su confianza e insuflarle ánimos para que
siguiera en el cargo, al tiempo que el Gobierno solicitaba al jefe
del Estado Mayor republicano, Vicente Rojo, que tomara alguna
iniciativa en la conducción de la guerra, tanto para aliviar la
situación del frente Norte y la capital, como intentar ganar tiempo
a la espera de un cambio en la escena internacional que aliviara la
coyuntura militar de la República.

De
ahí que el Ejército Popular emprendiera, sucesivamente, las
ofensivas de Brunete (julio de 1937), para retrasar el ataque sobre
Santander; la de Belchite (agosto), para frenar la caída de
Asturias; y la de Teruel (navidades de 1937-1938), para aliviar el
asedio sobre Madrid, reforzado tras la eliminación del frente del
Cantábrico. El último episodio de esta estrategia, algo suicida,
sería la gran batalla del Ebro (julio-noviembre de 1938) para
detener el avance franquista sobre Valencia.

En
el caso de la batalla de Belchite, celebrada desde el 24 de agosto al
6 de septiembre de 1937, esta resultó una ofensiva demasiado audaz.
La República buscaba apoderarse de Zaragoza en apenas una jornada,
asestando un durísimo golpe al enemigo, por tratarse de una de las
ciudades más pobladas de España y un enclave fundamental de la
retaguardia rebelde. Pero el ataque falló en los tres frentes
previstos y, ante la dura resistencia del pueblo de Belchite, uno de
los puntos fuertes del frente de Aragón en manos de los insurrectos
─a tan solo 50 kilómetros de Zaragoza─, fue entonces cuando se
decidió centrar los esfuerzos en la toma de esta población como una
victoria simbólica. El trágico resultado fue la destrucción total
de la ciudad y la muerte de más de cinco mil combatientes, incluidos
algunos centenares de civiles.

Con
la perspectiva que da el tiempo, podemos afirmar que Belchite se ha
convertido en el Guernica
aragonés, puesto que no solo quedó arrasado como consecuencia de
esta batalla y su posterior bombardeo en marzo de 1938 por la Legión
Cóndor

alemana y la Aviación
Legionaria

italiana, sino porque el general Franco decidió dejarlo como ejemplo
de la derrota y escarnio de «la barbarie roja» frente a «la
Victoria Nacional». Belchite fue la única ciudad en toda la guerra
que los sublevados renunciaron a socorrer y proceder a su
reconquista. A este respecto, la crudelísima batalla de Belchite
destaca por ser uno de los sucesos bélicos más mitificados de toda
la Guerra Civil española, ampliamente difundida en su día por la
prensa internacional y sin duda, la más rememorada ─junto con
Teruel─ del frente de Aragón.

Magnificada
por la propaganda del régimen franquista hasta equipararla a la
liberación del Alcázar de Toledo, o el asedio al santuario de
Nuestra Señora de la Cabeza, el Caudillo otorgó a Belchite los
títulos de: Muy
Noble, Leal y Heroica Villa,

concediendo la Cruz Laureada de San Fernando en su modalidad
colectiva, a todos sus vecinos por el patriotismo y valor demostrados
en su heroica defensa. Resulta por tanto sorprendente el comprobar
que lo que había sido una derrota del bando rebelde y una masacre
que afectó a la mayor parte de sus habitantes, se convirtió con
rapidez en una narrativa bélica de exaltación patriótica y
heroísmo de los vencedores.

Una
consideración hoy felizmente superada al igual que esa
interpretación tan maniquea, gracias a la recuperación de la
memoria histórica que los aragoneses muestran en las visitas guiadas
por las ruinas del Pueblo Viejo de Belchite, convertidas en el mejor
ejemplo para recordar todo el horror, el sufrimiento y la destrucción
vividos durante la contienda española. El recorrido por las ruinas
de Belchite sobrecoge a los miles de visitantes que, cada año, se
acercan a este escenario bélico del que fuera uno de los grandes
municipios zaragozanos, cuajado de iglesias y edificaciones propias
del arte mudéjar, que todavía muestran en sus torres y muros
desvencijados la presencia de varios siglos de historia. En la
actualidad, las ruinas de la iglesia de San Martín de Tours, que fue
la parroquia principal del municipio ─una edificación de
principios del siglo XV, reformada en el XIX─, el visitante podrá
leer en una de las puertas de su fachada el siguiente poema:

Pueblo viejo de
Belchite

ya no te rondan
zagales

ya no se oirán
las jotas

que
cantaban nuestros padres



LA
OFENSIVA REPUBLICANA

A
finales de agosto de 1937 Vicente Rojo planificó la conquista de
Zaragoza, cuartel general del V Cuerpo del Ejército franquista, al
mando del general Ponte, quien contaba con más de 40.000 efectivos,
repartidos entre dos divisiones (51ª y 52ª) y dos brigadas (móvil
y de posición), encargadas de defender una población que constituía
un importante centro logístico y de comunicaciones para la
retaguardia rebelde. Hasta entonces, el frente de Aragón era una
sucesión de posiciones bien defendidas y separadas por amplios
espacios vacíos aptos para llevar a cabo grandes maniobras de
infiltración, máxime, teniendo en cuenta que además permanecía en
una relativa calma, defendido solo por pequeñas unidades dispersas y
alejadas del fragor de los combates habidos en otros escenarios.

La
zona republicana estaba gobernada con gran autonomía por el Consejo
Regional de Defensa de Aragón, siendo mayoritarios dentro del mismo
los dirigentes anarquistas de la CNT y el POUM, más dedicados a
realizar la revolución social que combatir a las tropas rebeldes.
Por ello, la ofensiva del Ejército Popular, además de las
consideraciones militares, también tenía como objetivo político
recuperar la autoridad del Gobierno central, restando influencia a
las milicias anarquistas, muchas procedentes de Cataluña, que debían
operar en lo sucesivo bajo las órdenes de los militares
republicanos.

El
coronel Vicente Rojo Lluch (1894-1966), jefe del Estado Mayor del
Ejército Popular, ayudado por los comandantes Enrique Líster Forján
(1907-1994) y Juan Modesto Guilloto (1906-1969), diseñó una
ofensiva que contó con 80.000 efectivos del recién formado Ejército
del Este, que se había puesto al mando del general zaragozano
Sebastián Pozas Perea (1876-1946), uno de los militares que por su
lealtad a la República más confianza inspiraba al Gobierno. A estas
fuerzas se sumaron las tropas de dos Brigadas Internacionales: la XI,
formada por combatientes alemanes y austriacos; y la XV, con
británicos, canadienses y norteamericanos; ambas a las órdenes del
famoso «general Walter», el polaco Karol Waclaw Swierczewski
(1897-1947). Todas estas fuerzas estaban apoyadas por un centenar de
los nuevos carros de combate soviéticos BT-5
─más rápidos y mejor artillados que los T-26─,
que los rusos querían poner a prueba en España, además de tres
escuadrillas de aviación que sumaban unos noventa aparatos de los
dos modelos Polikarpov:
I-16
(Moscas)
e I-15
(Chatos), sumando abundante artillería.

El
despliegue republicano consistía en atacar de manera simultánea por
tres puntos principales y cinco secundarios en dirección a Zaragoza,
con un audaz movimiento de pinza que abarcó unos cien kilómetros de
frente, entre las localidades de Zuera y Belchite. Al dividir las
fuerzas republicanas entre ocho ejes de penetración distintos, se
dificultaban los posibles contraataques del enemigo y la efectividad
de sus fuerzas aéreas. Este extremo era muy importante porque desde
la batalla del Jarama (febrero de 1937), la aviación republicana ya
no dominaba el cielo y peleaba en inferioridad de condiciones
técnicas y numéricas frente a la Legión
Cóndor

alemana y la Aviación
Legionaria
italiana.
Precisamente, el nuevo caza Messerschmitt
Bf 109

había entrado en acción en la costosa ─por sus pérdidas─
batalla de Brunete, además de su participación en el bombardeo de
la localidad vasca de Guernica (26 de abril).

Ahora
bien, el elaborado plan de Vicente Rojo requería de un mayor
esfuerzo de coordinación entre todas las tropas desplegadas a lo
largo de ese amplio frente, tanto para cruzar el cauce del Ebro ─por
Pina de Ebro─, como luego envolver a las fuerzas enemigas
concentradas en la población de Quinto, algo que no se consiguió
llevar a la práctica pese a que los republicanos obtuvieron una gran
ventaja inicial, favorecida por el factor sorpresa. La captura de los
pueblos que jalonaban el camino a Zaragoza, como Belchite, tropezó
con serias dificultades y la ofensiva debió detenerse a mediados de
septiembre. La combinación del intenso calor de la canícula
aragonesa y las malas comunicaciones entre los mandos republicanos
atascaron su ofensiva, sumada a la feroz resistencia que iban a
encontrar en Belchite y Fuentes del Ebro, localidades que Modesto se
empeñó en atacar antes de proseguir en dirección a Zaragoza.

Tampoco
ayudó la determinación comunista que representó el comandante
Enrique Líster, al mando de la 11ª División, de controlar en
exclusiva la conducción de las operaciones, que tuvo como resultado
el que las milicias de la CNT, todavía resentidas por su
militarización forzosa, se viesen relegadas y carentes del armamento
adecuado, siendo en cambio las que más y mejor conocían el terreno
en el que se luchaba. Estas divisiones políticas internas restaron
efectividad al ataque del Ejército Popular, pese a que las tropas de
la 45ª División Internacional, dirigidas por el oficial ucraniano
Emilio Kléber (Manfred Zalmánovich Stern, 1896-1954), llegaran a
tan solo seis kilómetros de la capital aragonesa, amenazando
directamente la ciudad, pero sin conseguir penetrar en ella al verse
falto de recursos.

Mientras
tanto, las tropas de la 35ª División, al mando del general Walter y
el comandante Pedro Sánchez Plaza, con 8.000 hombres a sus órdenes,
se enfrascaban en aplastar la resistencia del foco de Belchite, en
torno al cual se habían concentrado unos 1.800 hombres, soldados y
falangistas, con apenas diez piezas de artillería y los 2.200
vecinos que permanecían en el pueblo, dirigidos por el alcalde de la
población Ramón Alfonso Trallero.

Este
edil, elegido por sus ciudadanos en tiempos de la República, era un
político conservador que recuperó la alcaldía tras el asesinato de
su homólogo Mariano Castillo. Trallero decidió ofrecer una
resistencia numantina para cerrar el paso a los atacantes,
convenciendo a la guarnición para que levantara barricadas
utilizando sacos de tierra, carros y aperos de labranza, escombros y
muebles para hacer parapetos, además de emplear las bodegas y
almacenes existentes en las casonas de los labriegos como refugio
para sus fuerzas. Al principio, los defensores contaban con abundante
munición y suficientes víveres para resistir un asedio que no fuera
de las proporciones que tuvieron lugar. Un exceso de confianza que al
final se reveló como una tragedia.

SEIS
DÍAS DE INFIERNO

Según
lo previsto en el plan de ataque, Belchite fue envuelto desde el sur,
el suroeste y el noreste, completando su aislamiento el jueves 26 de
agosto por parte de las brigadas mixtas 32ª, 117ª y 131ª. Desde
ese día, los defensores solo pudieron ser abastecidos por el aire.
Al principio del asedio, abundaron las escaramuzas y los tanteos
previos de los sitiadores, pero a partir del domingo día 29 se
recrudecen los combates por la posesión de la plaza. Desde Zaragoza,
el lunes 30 las tropas rebeldes lanzan una contraofensiva intentando
socorrer a la población, pero son detenidas por la 45ª División de
Kléber y el martes 31, los brigadistas ocupan la fábrica de aceite
y la Puerta de la Villa. A partir de ahí, van a sucederse seis días
de auténtico infierno, con combates casa por casa, calle por calle y
cuerpo a cuerpo. Salvo su Calle Mayor, Belchite es una intrincada red
urbana de callejones estrechos, propios de su pasado mudéjar y
judío, muchos de apenas un metro de anchura, a donde no pueden tener
acceso los carros blindados y un solo francotirador, bien apostado y
a cubierto, puede mantener a raya a los que osen ponerse en su punto
de mira.

También
los campanarios elevados de sus dos iglesias principales: San Martín
de Tours y la del convento de San Agustín, además de las
edificaciones del Ayuntamiento y el Seminario, se convierten en
improvisados nidos de ametralladoras de los defensores que siembran
las calles de muertos. No obstante, la canícula de agosto y el corte
del suministro del agua a la población, el polvo de los derrumbes,
el humo de los incendios, el hedor nauseabundo de los cadáveres
insepultos, crean una atmósfera irrespirable que envuelve todo el
aire del pueblo. Y para aumentar su sufrimiento, la falta de víveres,
los lamentos de los heridos que mueren y se desangran sin remedio por
la falta de suministros médicos, la proliferación de las moscas, el
agotamiento y la desesperación de los hombres, pronto vencerán toda
resistencia convirtiendo a Belchite en una verdadera antesala del
Hades.

En
total, hasta siete brigadas mixtas participan en el asedio a la
población y, de los 80.000 soldados republicanos implicados en la
ofensiva sobre Zaragoza, 20.000 son desplegados en la punta de lanza
gubernamental al sur del Ebro, destinándose hasta 8.000 efectivos a
la lucha por la plaza de Belchite, cuando la toma de la capital
aragonesa ya había fracasado. Además de esos cuantiosos efectivos,
los republicanos despliegan su artillería pesada sobre el Cabezo del
Lobo, un promontorio elevado a cuatro kilómetros del pueblo desde el
que se domina todo su casco urbano y alrededores, logrando bombardear
todas y cada una de las posiciones defensivas. El martes 1 de
septiembre, la aviación republicana también acribilla a conciencia
el municipio y, acosados los defensores como ratas, en el ardor de la
batalla su alcalde muere al estallar un mortero en la Plaza Nueva.

Como
vencer la resistencia de Belchite es cuestión de unos pocos días,
el mando republicano encomienda a la XV Brigada Internacional el
asalto final a la población. Durante el viernes y el sábado 3 y 4
de septiembre, los brigadistas luchan de forma encarnizada casa por
casa, para eliminar los últimos reductos franquistas localizados en
las iglesias de San Martín y San Agustín, la Puerta del Pozo y el
Ayuntamiento, situado en la Plaza Nueva. Entre tanto, algunos civiles
logran escapar del cerco y se entregan voluntariamente a los
republicanos en el Cabezo del Lobo, incluyendo algunos jóvenes
falangistas que habían sido reclutados a la fuerza por el partido.
El domingo día 5 los intentos de huida se suceden, hasta que en la
madrugada del lunes 6 de septiembre se produce la salida a la
desesperada de los últimos combatientes que quedan vivos. Unos
trescientos consiguen cruzar las líneas republicanas arrastrándose
entre las ruinas y reptando por las acequias que utilizan como vías
de fuga, aunque de todos ellos solo ochenta logran llegar hasta
Zaragoza.

Los
republicanos, por su parte, hicieron un total de 2.411 prisioneros,
entre militares y civiles, procediendo con rapidez a la quema de los
cadáveres de sus propios combatientes por el temor a las epidemias.
Pero el balance de sus bajas también resulta aterrador: alrededor de
2.800 muertos y 6.000 heridos. Se trata por tanto de una victoria
pírrica, al tiempo que Santander cae en manos de sus enemigos y
Asturias tiene los días contados. Unos reveses que pronto obligaran
a Vicente Rojo a retrasar la línea del frente aragonés al punto de
partida de antes de emprender su ofensiva.

Hubo
que esperar a marzo de 1938 para que Belchite fuera recuperado por el
bando sublevado. Las supuestas «defensas inexpugnables» que los
republicanos habían construido a su alrededor con la ayuda de los
asesores soviéticos, con base en túneles, casamatas y abrigos de
hormigón, no resistieron el bombardeo preciso de la artillería y la
aviación franquistas, con el funesto desenlace de la pérdida del
reñido enclave y el fusilamiento de los oficiales y soldados
republicanos a los que se les consideró responsables de no haber
resistido lo suficiente. Los asesores soviéticos, tan acostumbrados
a las purgas de Stalin, de nuevo exigieron sus cabezas de turco.

ESPIRAL
DE VIOLENCIA

En las elecciones de febrero de 1936 los
socialistas se hicieron con la alcaldía de Belchite nombrando a
Mariano Castillo Carrasco como regidor del Ayuntamiento. La población
contaba entonces, según el censo de 1935, con 3.812 habitantes. Tras
el golpe de Estado contra el gobierno republicano, la comarca de
Belchite, dedicada al olivar y la producción de aceite en sus
molinos, sufre la acción de las tropas sublevadas formadas por
falangistas y guardia civil, que recorren los pueblos deponiendo a
los Ayuntamientos del Frente Popular y deteniendo a los cargos
electos de izquierdas y simpatizantes más significados, que más
tarde son «paseados» y asesinados en las afueras. Se estima que se
fusilaron a un mínimo de 300 personas en los pueblos de la comarca.
En Belchite fue detenido Mariano Castillo y su familia, siendo su
cadáver hallado el 31 de julio en el lugar denominado las Borderas.
También su hermano y su mujer fueron ejecutados junto con otros
políticos y maestros republicanos, como el de Samper del Salz,
además de decenas de campesinos, jornaleros y algunas mujeres,
incluido un edil puesto por los sublevados, Victorián Lafoz y
Benedí, nuevo alcalde de La Puebla de Albortón, por oponerse al
fusilamiento de sus vecinos republicanos.

Bibliografía:

El
frente de Aragón. La Guerra Civil en Aragón (1936-1938)
.
José María Maldonado. Mira Ediciones (2007).

Fue
ayer: Belchite. Un pueblo frente a la cuestión del pasado
.
Stéphane Michonneau. Prensas de la Universidad de Zaragoza (2017).


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