I
Encendí la radio. Analógica. No una aplicación, ni artefacto del siglo veintiuno; no un ipod, por decir. La radio. Similar, en su mecanismo interno, a la que escuchaba mi abuelo para recibir noticias de la guerra. De la segunda guerra, si empezamos a contar por la de trincheras, porque guerras hubo siempre, desde que el hombre es hombre. Encendí la radio con ganas de escuchar noticias de la tercera guerra mundial. Quería sentir un miedo al que poder atribuirle una causa.
No comenzó (todavía). Hay música pop, fútbol, cifras. Son cuarenta y siete —afirma una voz— las salas en las que puede verse el último tanque estadounidense. Hago rodar la perilla una voz cansada me resulta querible. Sobre arpegios de guitarra, voz de folclorista en madrugada. Lo sobreviene un locutor; también cansada, la voz. Imagino que su rostro es el de Horacio Guaraní. Habla acerca de los miles de millones de dólares que va a recaudar el partido de Barcelona. Al parecer juega la semana que viene, en horario poco habitual para favorecer la televisación de oriente. Ustedes vieron cómo es la cosa, dice Horacio. Apago la radio, vuelvo a la guerra. La cuarta, dijo Einstein, será con palos y piedras.
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Nietzche en sus años de locura, o por entrar de lleno en eso que no sabemos lo que es y que nuestra sociedad, como la europea de fines del diecinueve, llama locura. Éxtasis, furia, desenfreno, mutismo. Una consciencia que ve grietas; un tensar la cuerda por demás. Como sea, Nietzche en Turín, años después de Zarathustra. Al ver cómo un cochero azota a un caballo, decide proteger al animal. Recibe los latigazos, lo abraza y llora. La escena es conocida, casi mítica. Y es similar a una de Crimen y Castigo.
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El sol me reclama; eso no es cierto. El sol no reclama nada. Más bien el día soleado invita a caminar por calles arboladas, reclamando el sol en cada esquina, aunque tampoco es cierto: el día no invita a nada. Tomo mi cuaderno de notas y salgo. En el cielo, un dron.
Abro el cuaderno en una página al azar, motivado vaya uno a saber por qué. En una página escrita, vaya uno que no sea yo. Porque acá estoy, yo, uno entre tantos, parado en la vereda bajo la copa de un árbol, con mi cuaderno de anotaciones. Leo: hasta alcanzar el extremo de su debilidad. Como aquellas aves, cuyo nombre no importa.
Hay aves cuyo nombre no importa que, en un momento dado, se refugian en soledad y se despluman a sí mismas. Dedican a la tarea el tiempo necesario para cumplirla. Esperan en carne viva el nuevo plumaje, más fuerte que el anterior. Tanto al comienzo de su transformación, cuando se aíslan, como durante la espera —incluso cuando las nuevas plumas empiezan a crecer— permanecen en soledad.
Sigo caminando y llego a la esquina en la que ayer encontré a mi primo. Tengo un primo, dos años mayor. Cuando éramos adolescentes pasábamos bastante tiempo juntos; hablábamos sobre todo de cine, música y libros. Ayer fuimos a un bar. Le pregunté cómo estaba. Quise saber si sentía, por así decirlo, alguna forma de paz. Respondió con números: estoy siete, siete y medio, dijo. No pregunté cuál era la escala. Más tarde me explicó los beneficios del crédito en un país como este, en el cual, según dijo, el mal mayor es la inflación. Mi primo, el mismo que hace unos veinte años, en una habitación en penumbras, me leyó con voz quebrada la escena de Crimen y Castigo en la que un personaje recibe los latigazos dirigidos a un caballo, quiso convencerme de que comprara algo en cuotas, no recuerdo qué. Salí del bar extenuado, con náuseas.
Doy un paso más, y otro: abandono la esquina y la náusea. No soy el mismo porque el río etcétera, pero, si el Universo está en constante movimiento, si cada segundo es único, si, digamos, por decir lo ya dicho, devenimos, ¿cómo explicaría el célebre bañista que todos los días, desde hace más de lo que me animo a confesar, me resulten igualmente insoportables? ¿Cómo explicaría esta sensación de devenir en falso, como un tornillo inútil, desprovisto de función? Probablemente así, como lo que es: una sensación. Me fastidia formular preguntas que contienen en sí mismas la respuesta.
Ya en mi cueva, respiro aliviado. Me protege el cemento, la madera de la puerta, la cerradura, el vidrio de las ventanas cerradas, las cortinas que impiden el paso de la luz, los dos pisos por escalera y, más cerca, las plumas, mi remera de Soundgarden, la frazada verde y negra, el subrayado en Zarathustra, el vaho, el aire, y una música que escucho, cada vez más nítida, sin saber de dónde proviene.
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Casi todo el tiempo estaban tristes o enojados. Parecían llevar el estigma de un siglo sangriento que, en sus últimos coletazos, los encontraba la mayoría de las veces más enojados que tristes, como a nosotros. Escuchábamos sus gritos en su habitación o la mía, nos emocionábamos con la inflexión de una voz, con una línea de bajo, con un solo de guitarra. Él, que sabía inglés mejor que yo, me traducía lo que no llegaba a comprender. Algunas tardes salíamos a un parque, conversábamos durante horas y luego cada uno se iba para su casa. Siempre la música, los libros, el cine.
Una vez compramos un CD que pagamos a medias y que más tarde copiamos en mi computadora. Hicimos un sorteo; ganó él. Le correspondía tener el original en sus manos durante la primera semana. Yo lo tendría la segunda, él la tercera y así sucesivamente. El acuerdo era justo.
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La necesidad y la urgencia me obligan a actuar. Busco un cuaderno, me siento a la mesa y escribo, de acuerdo al orden riguroso en el que se me presentan las cosas: un auto, una cama de dos plazas, una heladera, un lavarropas, una mesa, cuatro sillas. Trazo una línea vertical en la mitad aproximada de la hoja. Del lado izquierdo quedaron, una debajo de la otra, el auto, la cama, la heladera, el lavarropas, la mesa y las sillas. Trazo otra línea, horizontal, en el primer renglón. Sobre esta última dibujo, del lado derecho, un signo pesos.
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Los últimos días vi películas, leí, dormí… dormí mucho. También recibí a una pareja joven que quería ver la heladera y el lavarropas. Se van a mudar juntos. Como los dos viven con sus padres, casi no tenían muebles. Se me ocurrió entonces ofrecerles todo a muy buen precio —necesitaba vender rápido, no tengo a dónde llevar las cosas—. Tras debatirlo unos minutos, aceptaron. Luego la chica, muy operativa, consiguió un flete que va a venir mañana.
Se podría decir que tuve un golpe de suerte. O que recibí un guiño de la Providencia.
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Camino con una lentitud pasmosa, haciendo crujir, con mis pisadas, las hojas caídas de los árboles. Paso por un local de tatuajes en el que suena a todo volumen Santeria, de Sublime. No sé por qué, pero esa canción me conmueve. El arpegio del comienzo, desde la primera vez que lo escuché, despierta algo en mí. Algo latente. Está también el tema de la voz, sobre todo la voz: le creo. Como a Shannon Hoon, como a Vedder y a Cornell. Los escucho y les creo. Así de simple.
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Hice cuentas: viviendo una vida austera, tres meses. Tres meses sin la necesidad de pedir prestado más que un hogar y lo que él contiene. Tres meses más el dinero del auto, que ya puse en venta, más el depósito del alquiler que me debe la inmobiliaria; bastante más de tres meses, pero, ¿dónde?
Gonzalo, conviviendo. Mis tíos, no, Mi primo, menos.
No tengo alternativa.

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