La noche envolvía el pequeño pueblo con un manto de silencio mientras Samsa se adentraba en el tranquilo parque que había sido su refugio desde la infancia. Cada árbol, cada sendero y cada rincón de aquel lugar contenía recuerdos tanto dulces como amargos, pues allí había compartido momentos inolvidables con quien fue su amiga y confidente. A pesar de la traición que había marcado su relación, el parque seguía siendo un lugar sagrado para Samsa, donde la nostalgia y el dolor se entrelazaban con la belleza de la naturaleza.
Samsa recordaba las palabras reconfortantes de Amara y la certeza de que no estaba sola en su lucha para sanar. Después de la consulta se sentía un poco más ligera, como si una parte del peso que cargaba en sus hombros se hubiera aliviado. Con cada paso que daba, se sentía más segura de que, aunque el camino hacia la sanación sería difícil, no estaba destinada a cargar con ese peso para siempre.
No le temía a caminar en la noche; los pensamientos que la atormentaban le causaban más miedo que la oscuridad misma. Allí, entre la naturaleza exuberante, encontraba la paz que tanto ansiaba.
Mientras tanto, en el refugio acogedor de su hogar, Amara, la guardiana de los secretos del alma, contemplaba la oscuridad desde la ventana con su mirada perdida en el infinito de la noche. Pensaba en las noches de su propia juventud, marcadas por la angustia y la desolación, un pasado oscuro que había moldeado su camino hacia la luz.
Amara detuvo por un momento sus pensamientos para observar a sus dos hijas, Maya y Elena, que dormían bajo su cuidado atento. Las miró con ternura, recordando todo lo que habían pasado juntas y fue inevitable que las lágrimas brotarán de sus ojos hasta encontrarse con sus labios delgados. Había sido un camino difícil para ella, criando a sus hijas sola después de perder a su esposo en un trágico accidente que partiría su vida en dos. En el siniestro no solo habría perdido a su esposo y al padre de sus hijas, sino también a su mejor amiga, o al menos a quien pensaba que lo era.
La historia de Amara era tan intrincada como las ramificaciones de un árbol antiguo, con raíces que se hundían en lo más profundo de su ser. Había conocido la pérdida, el dolor y la traición desde muy joven, pero en lugar de sucumbir ante la oscuridad, había encontrado fuerza en su propia vulnerabilidad. Dedicó su vida a ayudar a otros a encontrar el camino hacia la sanación, sabiendo que su propósito era más grande que sus propias luchas.
Con cada paciente que cruzaba el umbral de su consulta, Amara veía reflejados sus propios demonios internos, recordándole el camino tortuoso que había recorrido para llegar a donde estaba hoy. Y aunque no siempre tenía todas las respuestas, siempre estaba dispuesta a escuchar, a ofrecer consuelo y orientación a aquellos que habían perdido su camino.
El sonido del teléfono rompió el tranquilo ambiente de la casa, y Amara se apresuró a contestar, sabiendo que podría ser uno de sus pacientes necesitando su ayuda. Mientras tanto, en el parque, Samsa se detuvo junto a un banco de madera, para leer un mensaje de Lucia, su compañera de trabajo.
«¿Sam, podemos cambiar el turno de mañana? No creo que alcance a llegar, estoy fuera del pueblo. Por favor. Te regalo un helado ¿Sí?»
Samsa regresó a su pequeño apartamento, resignada a reemplazar a Lucia en el trabajo al día siguiente. No podía evitar sentir una sombra de desconfianza, no era la primera vez que le pedía este tipo de favores, y aunque no le gustaba hacerlos, aceptaba a regañadientes.
Aunque compartía el espacio de trabajo con Lucia, su presencia le resultaba inquietante. Samsa mantenía una distancia cautelosa, consciente de que la traición podría acecharla. No confiaba plenamente en su compañera de trabajo, pero por el momento, era la única compañía con la que contaba fuera de las cuatro paredes del consultorio de Amara.
Encendió la lámpara de su mesa de noche y se sumergió en las páginas de su diario, dejando que las palabras fluyeran libremente como un río turbulento buscando su cauce. Cada letra, cada línea trazada con cuidado, era un reflejo de sus pensamientos más íntimos, una ventana a su alma atormentada.
Vio el reloj y se asombró al notar que era más tarde de lo que creía. Aún no tenía sueño, pero sabía que debía dormir para alcanzar a descansar suficiente para el turno que había cambiado.
Volvió a dejar su diario en uno de los cajones de la mesa de noche, tomó uno de los libros que llenaba las estanterías de su habitación y leyó hasta quedarse dormida.
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