Hace mucho tiempo, en un mundo distinto.
La noche se cernía devorando las últimas luces del atardecer y Marcelo apuró el paso. Cada ruido era una amenaza que lo sobresaltaba. El adviento había comenzado semanas atrás y El Krampus podía surgir en cualquier lado, ya que poseía la facultad de aparecer y desaparecer a voluntad en cualquier lugar a cielo abierto.
La casa de Javier se encontraba a poca distancia de la suya. En otra ocasión no se hubiese aventurado a esas horas a visitarlo en esa época del año, pero había descubierto algo importante, y las ganas por compartirlo con su amigo pudieron más que su miedo.
Marcelo escuchó tras de sí una bronca y gutural risa junto al tintineo de una campanilla, y al instante se arrepintió de su decisión. Una ola de sudor frío lo golpeó y sólo atinó a correr y gritar, mientras la risa y el retumbe metálico lo perseguía. Al acercarse a la casa de Javier lo vio, por la ventana del dormitorio, sentado a una mesa, escribiendo.
—¡Javier, Javier, abrí, rápido! —gritó.
Javier volteó, y al verlo se levantó y abrió la ventana.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Marcelo ingresó raudo trepando a través del marco de la ventana.
—Es el Krampus, me persigue, cerrá —dijo espantado.
—¿Qué? —Javier echó una rápida ojeada, cerró las persianas, luego las ventanas, se dio vuelta y dijo:
—No vi nada, ¿por qué iba a perseguirte?, ¡ni que fueras el peor de la aldea!
—Eso no importa, él se divierte asustando; pero esto se acaba: ya sé como hacer para sacárnoslo de encima.
—¡Claro, seguro! —contestó con sarcasmo Javier.
—Escuchá esto —dijo, y a continuación extrajo un viejo cuaderno de la bandolera que traía colgada. Lo abrió, volteó unas cuantas páginas, se detuvo en una de ellas y comenzó a leer:
En el año de la llegada de los Milenos, iniciado el adviento, a la puesta del sol, un conjunto de niños reunidos en un granero abandonado, que lindaba con el bosque de Arcazon, habían encendido una fogata que ardía alimentada por ramas secas y paja. Cada uno de ellos cargaba un viejo juguete del cual querían deshacerse. Los más grandes habían ideado un ritual que consistía en arrojarlos a las llamas para que Papá Noel los reemplazara por otros nuevos en Navidad. Una niña pelirroja de cabello rizado, Marta, llevaba una muñeca de trapo sin sospechar que el hermano le había colocado dentro un frasco con alcohol, con el propósito de que al lanzarla a la fogata hiciera de golpe una enorme llamarada que asombrara a todos. A su turno, al caer la muñeca al fuego, las telas prendieron rápido y a los pocos segundos, al calentarse el frasco, se produjo un estallido y volaron llamas en todas direcciones. Unas cayeron sobre los chicos e hicieron arder sus ropas, las que pudieron apagar ayudándose entre ellos. Otras, en cambio, se esparcieron por el granero con extrema rapidez transformando el lugar en un infierno. Todos huyeron, pues temían que sus padres acudieran en cuanto divisaran el humo y los encontraran allí. Si eso sucedía no tardarían en descubrir quienes eran los responsables del incendio, y en consecuencia serían castigados. En la huida, a varios, se les cayeron aquellos juguetes de los que no habían tenido oportunidad de deshacerse.
Ese anochecer, el viento soplaba en dirección al pueblo por lo que los habitantes pronto olieron y divisaron la humareda. De inmediato llenaron sus carretas con toneles de agua y baldes, y acudieron apresurados a fin de evitar que el fuego se propagara. Ya en el lugar necesitaron horas de ardua lucha para extinguirlo.
Al regresar a sus hogares vieron desparramados algunos objetos: una muñeca por un lado, un balero por otro, un toro tallado en madera más allá. Pronto un padre identificó uno de ellos: era de su hijo; luego otro padre reconoció otro; y lo mismo los demás. Al ser interrogados los chiquillos no tardaron en confesar. Entonces, para castigarlos, los adultos inventaron una historia. Papá Noel, triste por el accionar que habían tenido y por haber puesto en peligro al bosque, decidió que no repartiría regalos esa Navidad. Además, una criatura de la noche lo reemplazaría: el Krampus. Un ser antropomorfo, con enormes cuernos, de grueso pelaje y patas con pezuñas a quien no se podía combatir, sino sólo temer. Él los castigaría por lo que habían hecho.
En la mañana de Navidad no sólo no hubo obsequios, sino que habían desaparecido sus más preciadas posesiones y, además, hallaron una carta que decía:
«Por su pésima conducta y no saber valorar lo que les fue regalado, me he llevado los juguetes. Los asustaré durante el adviento, y en la nochebuena deberán escribir una carta de arrepentimiento por las malas acciones que hayan cometido en el año. Si así no lo hicieran, o si juzgo que el arrepentimiento no es sincero, me llevaré todas sus pertenencias.
El Krampus.»
Los chicos, atemorizados, prometieron comportarse en forma debida en adelante. Todo marchó bien durante unos meses, pero con el pasar del tiempo la farsa cayó en el olvido. Los adultos juzgaron que sus hijos ya habían sido castigados esa Navidad pasada y que no volverían a hacer de las suyas. Sin embargo, algo sucedió. La noche del comienzo del adviento, un bronco y áspero sonido se esparció en eco por la aldea. «Un oso», dijo la mayoría. Entonces los hombres se reunieron portando palos, escudos, hachas, y se internaron en el bosque donde creían se escondía. Partieron a la mañana, y entrada la noche nadie retornó. Al día siguiente el grupo apareció desarmado, balbuceando, luciendo demacrados y sin fuerzas como si hubiesen pasado días sin dormir y comer. Y sólo mascullaban una palabra lo bastante clara como para entenderse: «El Krampus». La historia se propagó por los alrededores, y desde esa fecha, al inicio del adviento, aparece para asustar y quitarles las pertenencias a los infantes que se comportaron en forma indebida. Aunque había algo más, algo terrible, que nadie imaginó: el Krampus, en ocasiones, se llevaba a un niño.
Tras unos instantes de silencio, Javier agarró el cuaderno, lo hojeó con curiosidad y preguntó:
—¿De dónde lo sacaste?
—De un baúl en la casa de mis abuelos. Hay otras historias anotadas, pero no del Krampus. ¿Pero te das cuenta lo que dice? El Krampus apareció después del incendio y de la historia que inventaron. ¿Por qué se volvió real? Creo que todo es por el granero. Se me hace que hay que reconstruirlo para que todo vuelva a ser como antes. Tenemos que ir y convencer a los aldeanos.
—Lo de los Milenos fue hace casi 50 años. ¿Cómo saber si el granero no fue reconstruido o que no levantaron una casa o que ahora el lugar es parte del bosque? El texto no menciona de donde eran los chicos, sólo el bosque de Arcazon. Hay varias aldeas cerca —retrucó Javier.
—Mi abuelo debe saber cual es.
—Puede ser, aunque no creó que lo que dijiste sea la solución; pero bueno, vayamos a visitarlo mañana para preguntarle.
Así lo acordaron. Marcelo pernoctó con Javier, como solía hacerlo algunas veces, y al día siguiente visitaron al anciano.
—¡Hola, abuelo! —saludó Marcelo.
—¡Ah!, ¿cómo está mi nieto favorito?
—¡Soy tu único nieto! —protestó Marcelo.
—Y por eso eres mi favorito —dijo apoyándole la mano en la cabeza y revolviéndole el pelo.
—¿Y que te trae por aquí tan seguido? Pero mejor entremos, está muy fresco aquí fuera; además, acabo de preparar un sabroso té y la abuela una exquisita tarta de manzana. Vamos, hay para ti también, José.
—Me llamo Javier.
—Claro que sí, eso dije: Javier —corrigió.
Ingresaron, el abuelo los invitó a sentarse, fue a la cocina y regresó trayendo una bandeja con tres tazas de té.
—Ya viene la abuela con la tarta, la está cortando. ¿Y a qué se debe el gusto de esta visita?
—A esto —respondió Marcelo y extrajo el cuaderno de su bandolera.
Al reconocerlo, el anciano se puso serio.
—Eso estaba en el baúl, no debiste tomarlo —le reprochó y agarró el cuaderno.
Marcelo no puso excusas y preguntó:
—¿De qué aldea eran los chicos?
—No es algo que deberías saber —le respondió.
La puerta de la cocina rechinó y tras ella apareció la abuela portando un plato con rebanadas de tarta de manzana.
—Hola, Abu —saludó Marcelo.
—¡Ay!, que linda sorpresa, mi nieto favorito —contestó ella.
—¡No!, ¿vos, también?
La anciana rió, dejó el plato sobre la mesa y al acercarse a saludar a los chicos, vio a su esposo afligido con la cabeza gacha.
—Bueno, discúlpenme —dijo él—, tengo que cortar y juntar leña, además de reparar el gallinero. —Dicho lo cual abrió la puerta y salió de la casa. Entonces, la mujer preguntó:
—¿Pasó algo con el abuelo?
Marcelo bajó la cabeza y explicó:
—Ayer, vi abierto el baúl del armario y me llevé el cuaderno que estaba dentro para leerlo.
La anciana movió la cabeza hacia los lados en negación.
—¡Ay!, Marcelo —le reprochó.
—¿Por qué el abuelo no quiere hablar de eso?
—Verás, es algo doloroso. No sé si debería decírtelo, aunque supongo ya tienes edad suficiente para saber algunas cosas. Lo que leíste no cuenta todo, omite una parte. La explosión del frasco arrojó astillas de vidrio que hirieron a algunos de los chicos. Marta se llevó la peor parte, era la que estaba más cerca, sufrió heridas que al principio no parecían graves; pero por desgracia sí lo eran y falleció a los pocos días.
—¿Cómo sabés esa parte? —interrumpió Marcelo.
—Porque ella estaba ahí —contestó el abuelo quien había regresado y se encontraba de pie en la puerta.
—¿Usted también señor? —preguntó Javier.
—No, yo no —contestó en forma tajante y agregó:
—Creo que deberían regresar a sus casas. La abuela y yo tenemos cosas por hacer y poco tiempo.
Los chicos no preguntaron más y obedecieron.
Y una vez que se retiraron.
—¿Qué ibas a decirles, Beatriz? —le reprochó el viejo a la mujer—. ¿La verdad?
—¡Oh, por supuesto que no. No digas eso!
—Pues procura que así sea. Nadie debe saberlo, por lo menos mientras yo viva.
En el camino Marcelo comentó:
—Creo que están ocultando algo. La abuela es de Hotowiz, eso no está cerca de Arcazon.
—¿Y tu abuelo?
—Él es de Baterson.
—Más lejos todavía. Nos quedamos sin saber donde sucedió.
Los días se sucedieron sin que los chicos pudieran averiguar nada relevante hasta que llegó el día de víspera de Navidad.
Esa tarde, en casa de Javier, ambos amigos se ayudaron entre sí y redactaron las cartas de arrepentimiento. Lo mismo hicieron los niños del pueblo, ayudados los más pequeños por los padres. Cerca del anochecer Marcelo se retiró a su hogar a pasar la Nochebuena en familia.
Al llegar dejó la carta para el Krampus en la mesa del velador de la habitación, agarró del armario algunas pequeñas figuras talladas a mano con las que se distraía y pasó al comedor. Cerca del calor del fuego de la chimenea, se puso a jugar con ellas. Tenía especial apego a un caballo de madera sobre el que montaba un jinete: un regalo del abuelo. Su hermana, de menor edad, se entretenía con una muñeca a unos pasos de él. Al ver al hermano tan entretenido decidió jugar a la par de él, y cuando este no la veía, desmontaba al jinete y colocaba a la muñeca sobre el caballo y reía. Marcelo, cada vez que se percataba de la situación, sacaba a la muñeca y volvía a colocar el jinete.
—¡No! —exclamaba ella con enfado infantil. Y al rato volvía a repetir el juego. Así, una y otra vez.
Marcelo, molesto ante tanta insistencia, agarró y arrojó con enfado la muñeca hacia un lado con tal mala fortuna que fue a parar en medio del fuego de la chimenea. Enseguida el fuerte llanto de la niña alertó a los padres quienes ante la evidencia de lo sucedido reprocharon el comportamiento de su hijo y lo mandaron a la cama en penitencia. En vano fueron los intentos por defenderse; no hubo ruego que valiera.
Marcelo creía injusto el castigo y, ya en el dormitorio, estaba demasiado perturbado para pensar en otra cosa. Por lo que se durmió, olvidándose de anotar ese incidente en la carta al Krampus. ¡Justo una muñeca, justo al fuego!
Algo más tarde, a unos cientos de metros del lugar, Javier intentaba dormir, pero algo le molestaba: Baterson, ese nombre le rondaba la cabeza, ¿por qué? A punto de dormirse lo recordó. Se levantó, se dirigió al comedor y arrimando una silla al armario, se subió a ella y agarró un mapa antiguo de la zona que el padre guardaba en lo alto del mueble. Lo desplegó sobre la mesa y allí estaban: Baterson del Sur y Baterson del Norte. Pero el último había cambiado de nombre a Nueva Aldea. El poblado había sido destruido por un incendio y al reconstruirlo lo renombraron, lo que hizo que al quedar un único Baterson, este perdiera la antigua denominación y pasara a ser conocido simplemente con ese nombre; y lo más importante: Nueva Aldea lindaba con Arcazon. Ya no tenía dudas que el relato ocultaba más de lo que había contado la abuela.
«¿Y si el abuelo fuera de Baterson del Norte?, ¿por qué habría dicho una verdad a medias?», se preguntó Javier.
—¡Claro, el frasco! —exclamó exaltado. Miró el mapa una vez más, lo dobló y lo guardó de nuevo en el armario. A continuación se retiró a dormir, deseoso que llegara el nuevo día para contarle a su amigo lo que creía haber descubierto.
Al despertar no había rastros de una visita del Krampus. Sus pertenencias continuaban en la habitación. Desayunó rápido y fue hasta la casa de Marcelo. Al llegar, varios vecinos rodeaban a los padres, que lloraban desconsolados. Temiendo lo peor, enfiló con prisa al dormitorio. Al ingresar vio que, además de que los juguetes y la ropa habían desaparecido, la carta estaba hecha un bollo tirada en el piso; señal de que el Krampus había desaprobado el contenido. Sin perder tiempo corrió a la cabaña del abuelo. Agitado, golpeó la puerta al llegar.
—Señor Frego…, Marcelo…, el Krampus.
La puerta se abrió:
—¿Qué dices, Javier? —preguntó el anciano.
—El Krampus…, se llevó a Marcelo —dijo jadeando.
Al oír estas palabras el rostro del hombre se transformó en una mueca de dolor y los ojos se le inundaron de lágrimas.
—No, él no. —Y rompió en llanto.
—Podemos salvarlo, la Navidad aún no termina y creo saber como detener al Krampus.
—¿Qué?, eso es imposible —expresó el anciano con la voz quebrada.
—No lo es, la aldea de la narración es Baterson del Norte, ¿no? Usted nos mintió. Su esposa no es de allí, usted sí, y lo ocultó porque temía que averiguáramos lo principal: ¿quién otro podía saber que la muñeca contenía un frasco más que el que lo introdujo en ella? Marta era su hermana.
El viejo se dio vuelta, dándole la espalda a Javier.
—Eres listo para tu edad. Es cierto. Me incriminé solo con la narración. Nunca tuve claro el motivo por el que escribí en el cuaderno lo que sucedió esa noche. Ni siquiera tuve el valor de contar todo. Sin embargo, eso no evita el dolor y el remordimiento que siempre siento al releerla. Quizás por eso lo haya hecho, una forma de condena que me impuse. —Hizo una pausa y añadió:
—Es mi culpa que esa criatura se lleve a uno de ustedes en Navidad, eso ni figuraba en la carta falsa del Krampus. Creo que lo hace para martirizarme por mi pecado.
—No diga eso. ¿Qué pasó con la carta de arrepentimiento? ¿No debería haberlo solucionado todo?
—No tuve el valor de redactarla por temor a que la leyeran mis padres. Tuve miedo de que descubrieran que ella murió por mi culpa. Escribí una ya adulto, pero al parecer mi oportunidad se había ido junto con mi infancia. Al Krampus, extraño o no, pareció no importarle que la obviara cuando yo era un niño.
—¿Y si no es por la edad?, ¿sino que él esperaba que le pidiese perdón a Marta?
—No hay ocasión en que visite su tumba y no lo haga.
Javier pensó un momento y dijo:
—¿Y si no es así como debía hacerlo?
—¿Que quieres decir? —inquirió el viejo, incrédulo.
Digo, ¿y si lo que espera el Krampus es que no le redacte la carta pidiéndole perdón a él, sino a su hermana?
El anciano dudó, nunca se le ocurrió eso.
—Es una posibilidad, pero ya ha pasado la Nochebuena. Tendría que esperar a la siguiente Navidad para redactarla.
—Podríamos ir adonde está enterrada Marta y dejarla sobre la tumba y ver que sucede.
—Cualquier intento es bueno si hay posibilidad de recuperar a Marcelo. Ojalá estés en lo cierto, Javier.
Ya frente a la tumba, el viejo sacó un papel plegado del bolsillo del pantalón, lo desdobló, y lo dejó sobre la tierra donde yacía la hermana. La carta decía lo siguiente:
Hola, Marta:
Soy Juan, tu hermano, el único responsable de tu muerte. Mi corta edad no me permitió prever las consecuencias de mi conducta de esa trágica noche. No hay un solo día en que el recuerdo no me torture. Cuánto quisiera volver atrás, tomar tu lugar para que te salves, pero no es posible. Lo único que puedo hacer es rogarte, una vez más, que me perdones no sólo por mí, sino para terminar con el Krampus y recuperar a Marcelo. Te lo pido sobre todo por él. Siempre estarás en mi corazón.
Con afecto, Juan.
Luego de unos segundos, la porción de terreno bajo la carta crujió y se abrió, tragándola, y luego brotaron pedazos granulados de tierra a la manera de un geiser. Un aroma a humus y madera carcomida por la humedad y los hongos invadió el ambiente. Entonces, una niña emergió por el hoyo, elevándose hasta que los pies le quedaron a nivel del suelo. Una pequeña de rizos y cabello pelirrojo, vistiendo ropa quemada con manchas de sangre, que llevaba de la mano a Marcelo quien, inmóvil, tenía los ojos cerrados. Con el gesto adusto, imperturbable, ella se quedó mirando al viejo y luego de unos instantes soltó la mano del niño quien entonces abrió los ojos, como si despertara de un sueño, y al ver al anciano corrió hacia él y lo abrazó. Ella en ningún momento desvió la mirada de ese hombre que conoció de chiquillo, y le extendió la mano. El viejo, emocionado y trémulo, hizo a un lado a su nieto, se acercó a ella y la estrechó suavemente con la suya. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo al volver a sentir el tacto de su pequeña hermana después de tantos años. Se miraron por un rato, como si con los ojos se estuvieran contando todo lo que no habían podido decirse durante todos esos años. En un momento ella sonrió y él le devolvió la sonrisa. Marta se dio la vuelta, dando la espalda a los chicos. El anciano miró una última vez a su nieto y alzó la otra mano saludando y sonriéndole, con los ojos enrojecidos. Marcelo quiso decir algo, pero las palabras se le atragantaron. El viejo se dio vuelta y en un instante ambos hermanos fueron tragados por la tierra, la cual volvió a amontonarse y lucir como antes de la aparición.
—¡No, abuelo! —gritó Marcelo, y se dejó caer de rodillas en la tierra.
—Es el fin, amigo. No hay nada que hacer —dijo Javier, mientras lo consolaba apoyándole la mano en el hombro.
Después de unos minutos de desazón, añadió:
—Volvamos a casa. Tenés mucho para contarme.
De regreso, una fiesta se vivía en la aldea. Papá Noel había regresado.
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