LA AÑORANZA DEL DESASOSIEGO

LA AÑORANZA DEL DESASOSIEGO

Victoria conducía su vehículo intentando contener las lágrimas que brotaban sin su

autorización. Su pecho soportaba una carga que sabía perfectamente de dónde procedía,

pero no podía espantarla. Se había colado ahí, como una serpiente sibilina que buscaba

un hueco calentito dónde poner sus huevos. Dibujaba una sonrisa picassiana en su cara.

Lo hacía por Pablo, que viajaba a su lado en el asiento del copiloto.

Su destino era el aeropuerto, Pablo se marchaba. Su hermanito, Pablo, cinco años menor

que ella, y la causa de su desasosiego desde hacía muchos años.

Se habían criado en una familia aparentemente normal, pero el horror se

mascaba una vez superada la puerta de entrada. Un padre alcohólico, una buena madre,

pero incapaz de enfrentarse a la situación. Violencia y miedo. Hacía tiempo que tanto

ella como sus tres hermanos habían abandonado el nido, pero los demonios que lo

habitaban se habían instalado en su equipaje, y hasta se había filtrado en sus venas de

forma inexorable.

Victoria se había mimetizado con el dolor y la ansiedad, e incluso les había dado cobijo

de forma natural. No se planteaba otra forma de vivir.

Pablo se había refugiado en el alcohol. Era previsible. Era un chico guapo, con unos

preciosos ojos azules, y sorprendentemente un carácter jovial y divertido. Pero estaba

roto. Victoria podía distinguir las precarias costuras en su bello rostro.

Lo había intentado con todas sus fuerzas, ingresando de forma voluntaria en un centro

de deshabituación. Durante un año consiguió caminar sin su aterrador acompañante.

Pero era un espejismo que Victoria adivinaba en sus preciosos ojos azules Estaba

incluso más roto que antes. Volver a abrazar a su amigo dentro del vaso fue una

transición natural.

Victoria pasaba su vida esperando una llamada que confirmara sus malos presagios.

Pablo había tenido un accidente, o se había quedado sin trabajo y en la calle,

sólo por nombrar algunos ejemplos, y ella siempre acudía en ayuda de su hermanito

dejando una parte de su sosiego en cada ocasión. Pero ella sabía que ejercía de pulmón

para él y no podía negarle la capacidad de respirar. Llegó a pensar que su vida mejoraría

mucho si Pablo desapareciera. Era un pensamiento fugaz, que duraba sólo unos

segundos, pero que dejaba en su boca un amargo sabor a vómito. Sin embargo era recurrente pues a veces sentía que no podía más.

Pablo conoció a una chica mexicana, y en una huída hacia adelante, se deshizo de sus

pocas posesiones y voló en busca de esa vida que él presumía plena y feliz para

siempre. Sus ojos chispeaban de camino al aeropuerto.

Durante un tiempo Victoria vivió más tranquila, al menos aparentemente, porque su

alma seguía pegada a Pablo y enredada en sus ojos, rezando para que todo fuera bien.

Pobre ilusa, eso nunca sucedió. 

Y todo explotó cuando el teléfono le escupió en plena cara: Pablo ha muerto.

Desapareció el suelo bajo sus piés, y el aire de sus pulmones, la oscuridad la envolvió, y

antes de caer al suelo su corazón pidió desesperadamente irse con Pablo.

Se enfadó con Dios y con ella misma. ¿Por qué habría deseado que Pablo

desapareciese? ¿Por qué Dios le había hecho caso en esta puñetera

ocasión? Su alma se había marchado con él, y algo le decía que nunca volvería a tener

una. Daría su vida por sentir eternamente el desasosiego que sólo su hermanito

mantenía vivo.

Victoria conducía su coche, los ojos anegados en lágrimas y el aire negándose a entrar

en sus pulmones. Volvió su vista al asiento del copiloto y continuó su camino hacia el

cementerio maldiciendo su vida vacía ahora, porque le faltaba su amado desasosiego de

ojos azules.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS