Me sucedió al descender las escaleras de un edificio de tres plantas, y percibir que mi diálogo interno se desvanecía. Siempre reflexionaba, siempre mi voz me acompañaba, pues nunca podría concebir el pensamiento con una voz ajena a la mía. Pero algo distinto estaba ocurriendo. Llevaba días absorbido por la radio, escuchando las voces de otros, dejándome arrastrar por pensamientos colectivos.
Cuando mis pies tocaron la acera, fuera de aquella escalera de tono verdoso y escalones sucios y manchados, una bruma envolvía todo el entorno. La oscuridad abrazaba el lugar, y era tan profunda la soledad que experimentaba, que la misma opacidad me ofreció su compañía; tomó mi mano derecha y caminó a mi lado, como una amante afectuosa y omnipresente. Cesé de reflexionar, ya no tenía un diálogo propio. Tan solo sentía el frío y un miedo ancestral, un temor a ser devorado, triturado, por una garganta descomunal y hambrienta. Pero no pensaba en el miedo, ni reflexionaba sobre el dolor; solo me acosaba la sensación de estar mudo antes un fenómeno de magnitudes épicas.
Algo esencial se me había escapado, o se había ocultado más allá del alcance de mi inteligencia mutilada. ¿Quién secuestró mis dotes?
Después de un rato, cuando la luz del sol volvió a bañar las calles y edificios de la localidad, me encontré a mí mismo, que ahora había regresado con sus palabras para pensar dentro de mí ser. ¿Quién fui cuando dejé de pensar? ¿Quién es el que regresó y me instó a cavilar?
Mi amigo el psiquiatra, cuando nos sentamos en la cafetería como un año después de mi extraño y anómalo suceso, me dijo:
“Esa condición se llama afantasia. Es relativamente rara. Se define como la incapacidad de una persona para crear visualizaciones en su mente y, a veces, se le denomina ‘ceguera del ojo mental’. Aunque se requiere más investigación para determinar el número real de personas que viven con afantasia, algunos estudios sugieren que hasta un 2% al 5% de la población podría estar experimentando esta condición, lo que significa que probablemente vivan sin la capacidad de tener un monólogo interno”.
Quedé atónito, me aterraba la posibilidad de no volver a tener pensamientos propios, de perder mi voz, de caminar con miedos, de ser presa fácil ante las adversidades que ni siquiera podría vislumbrar. Entonces tomé una determinación, al menos mientras tuviera un diálogo interno, podría hacerlo.
Me desvinculé de las grandes masas, me liberé del pensamiento ajeno.
Y comprendí, de repente, que mi pensador propio podría ser reducido a cenizas por el pensamiento común. Salí de lo cotidiano para integrar las filas de aquellos que de alguna manera nadan contra la corriente general del pensamiento predominante. Mi diálogo interno y yo, seguimos juntos.
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