Había llegado a Posadas cerca del mediodía, con dos indicaciones del chofer del colectivo pude ubicar fácilmente la dirección del edificio, preferí no llegar ni tocar al timbre. Invadido por la típica y razonable ansiedad de encontrarme con un amigo, pero en casa de una desconocida, pasé de largo del lugar e intenté hacer tiempo caminando por las plazoletas de las avenidas, esperando la llegada de Esteban, era seguro que me sentiría mejor llegando con un conocido en común, al fin y al cabo, era el cumpleaños y el departamento de Sofia, en verdad, no tenía mucho que hacer ahí mas que encontrarme con él.
El calor agobiante me hizo desear refugiarme en algún comercio cercano, pero como es bien sabido, esta es una de esas ciudades del interior argentino que respetan con vocación religiosa el horario de la siesta vespertina, así que recorrer las veredas durante esas horas puede llegar a ser una experiencia muy solitaria, incluso los pájaros que abundan por acá, guardan silencio escondidos en la sombra de los aleros de las casas y bajo los balcones de los departamentos. Es un paseo hasta desesperante si no se tiene un lugar a donde llegar.
Después de cuarenta minutos sin cruzarme a nadie más que algunos chicos de la calle, decidí llamar a Esteban y preguntarle si se demoraría mucho más; el se disculpó por las cinco horas que aun le faltaban para resolver no sé qué asunto laboral o sobre Manteca su gatita, pasaron muchas cosas desde entonces y esos detalles los fui dejando en la orilla del camino.
“Andá a lo de Sofía, ella te va a estar esperando, yo le aviso” Me dijo antes de colgar, como si el amigo de ella fuera yo y no él. Pensé fugazmente que la mejor opción tal vez sería volver a casa, tomar el primer colectivo hasta la terminal y después vemos. Al bajar el teléfono y terminar la llamada, el widget del clima indicaba unos impresionantes cuarenta y dos grados. Mi mente fue incapaz de convencer al cuerpo de que eso fuera al menos tolerable, se me hizo asfixiante la idea de esperar un colectivo, el amontonamiento en la terminal y el viaje a casa. En cambio, entre idas y vueltas ya estaba ahí a dos cuadras del edificio de Sofia.
Respiré profundo para disimular mis nervios y toqué el timbre.
—¿Si?
—Soy Damián, el amigo de Esteban, me dijo que iba a decir que…
—Si ahí bajo.
Vi desde la calle abrirse el ascensor y me acerqué a la puerta. “Cuando la veas la vas a reconocer, tiene una cicatriz”, solo eso me había dicho Esteban. Esa descripción que sospeché escaza fue más que suficiente para concluir que quién se dirigía a la puerta era la anfitriona de la reunión de esa noche.
Sofia era una persona de aspecto peculiar, estoy seguro de que todos quienes la hayan conocido deben recordar tan claramente como yo la primera vez que la vieron; bajita, con el pelo lacio y la piel oscura, de caminar gracioso como de pequeños saltos, producto de una leve inmovilidad de su pierna derecha, condición que según supe luego, la había adquirido en el mismo accidente que le dejó un ojo completamente blanco al centro de una notoria cicatriz que dominaba el occidente de su rostro, dándole a su piel una textura entre papel arrugado y metal fundido. Apenas la vi reconocí en esa cicatriz el daño causado por el fuego, mismo que en mi brazo izquierdo había decidido ocultar con un gran tatuaje de manga.
De alguna manera, el compartir una cicatriz de ese tipo me hizo sentirme más cercano y cómodo.
—¿Damián? — Preguntó, creo que, por pura formalidad, apenas abrió la puerta.
—Si, ¿Sofía? — Pregunté yo, por pura formalidad.
—La misma, ¿qué pasó? ¿estabas impaciente por venir a conocerme?
El tono serio de la pregunta me hizo desear haberme fugado cuando aun era tiempo, de verdad no tenía nada que hacer ahí, y estaba incomodando, no quería responder, me quedé callado viéndola fijamente y de seguro haciendo notar en cada pulgada de mi rostro la ansiedad creciente.
—Hee— dije —Pasa que, Esteban…—
Ella ahogó una pequeña carcajada que de salir me hubiera convertido en un amasijo de sudor frio y vergüenza.
—Si flaco, todo bien, pasa vamos a hacer un tere.
—¿Segura? Mirá, me voy a la costa y vengo después con Esteban.
—No amigo, está bien, hacen sesenta mil grados, no estoy haciendo nada. Ósea, Esteban me habló mucho y bien de vos, supongo que no sos un pelotudo.
—He, no, supongo que no.
Subimos al ascensor y concluí que el único que estaba incomodo en esa circunstancia era yo cuando sin muchas vueltas me preguntó por el tatuaje del brazo.
—Si, son perros de caza, pero no tengo nada particular con los perros, solo me gustó el diseño, la idea era tapar la cicatriz esta que tengo, es una quemadura de hace unos años, no me gustaba verla.
No había terminado de explicarme cuando caí en cuenta de lo que estaba diciendo, si ella y yo suponíamos que no soy un pelotudo, ese comentario vendría a demostrar todo lo contrario.
—¿Y cómo te quemaste? — La pregunta me sorprendió no solo por el abuso de confianza, digamos que yo no le hubiese preguntado a ella cómo se hizo esa cicatriz en el rostro siendo que no hacia ni dos minutos que la había conocido, sino que la sorpresa venía de que hubiera ignorado, o no se hubiera dado cuenta de lo ofensivo de mi comentario anterior.
—Pequeño accidente de cocina— expliqué mientras entrabamos al departamento.
—Resulta que estaba friendo unas milanesas, congeladas, con aceite muy viejo ya, no sé si eso tuvo algo que ver, pero, en fin. Venía todo bien con las milanesas, pero la última ya estaba bastante descongelada, y se ve que se hizo algo de agua en ella, cuando la tiro al aceite salpica, pero muchísimo salpica, y no va que cae el aceite al fuego y se incendia el sartén, y yo pavote, intento sacarla del fuego, pero cuando la muevo explota y salpica un tanto de aceite prendida sobre mi brazo. Pero así con el brazo prendido fuego pensé que si no sacaba el sartén afuera se me quemaba la casa, y lo levanto, y una llama sola salgo al patio, y recién cuando tiro todo al pasto empiezo a manotearme el brazo para apagar el fuego. Y bueno, agua y viaje a la guardia del hospital. Quemaduras de primer y segundo grado, sesenta por ciento de antebrazo y mano con quemaduras, y después con cicatrices.
Esa es una historia que me gustaba contar, era un tema para empezar conversaciones, y como siempre me costó eso de charlar, en algún punto creía que hasta me había ido bien con ese accidente, pero la fascinación de Sofia con mi relato era algo que nunca había visto en nadie; siguió atenta cada palabra, intuyo que imaginaba la escena sobreponiéndose a lo tosco y descolorido de mi narración. Cuando terminé se me quedó viendo como quién espera más, pero ya no había más de esa anécdota y se hizo un pequeño silencio.
—¿Y las milanesas? ¿Quedaron buenas? — Y liberó brevemente la carcajada que se había guardado minutos antes.
—Mejor que mi brazo seguro— y me hice amigo de esa risa que ahora daba vueltas en la habitación.
—¿Y no te dá miedo el fuego y esas cosas ahora?
Negué con la cabeza y retorciendo por un segundo los gestos de mi cara.
—Pasa que muchas personas— continuó ella— después de un accidente así se quedan con miedo, o traumadas, algo así, viste como dicen, ven una vaca y lloran, yo no podría ver el fuego, ni los autos.
—También noté tu cicatriz.
La ironía se dibujo en su rostro y me sentí un imbécil de nuevo.
—No me digas, pensé que no se veía. Igual, no viste nada.
—Entiendo.
Sin que se lo pidiera o lo insinuara, comenzó:
—Fue un accidente con el coche, en el 2007, yo tenía trece años. Todo fue bastante confuso en verdad, estalló una goma, derrapamos y volcamos. Manejaba mi viejo, el golpe no fue la gran cosa para él, salió caminando, pero yo me quedé atrapada, la puerta de mi lado se aplastó contra mí y me rompió la pierna, se atoró el cinturón y no podía salir, no estaba tan mal, pero el coche se incendió, el fuego me alcanzó de a poco. Y yo a los gritos pidiendo que me saquen, mi viejo quería arrancar la puerta, pero no pudo, hasta que se le ocurrió sacarme por el parabrisas ya me había quemado todo. Y ahí quedé internada, dos semanas, con quemaduras de segundo y tercer grado, perdí el ojo y me quedé renga. Cosa de nada.
Quería preguntarle si las cicatrices no la acomplejaban, una chica de esa edad, pasando su adolescencia con ese aspecto no debió ser fácil, eso imaginé. Pero la pregunta no solo se me hizo demasiado personal para ese día, sino que además intuí que la respuesta hubiese sido que “no”. Nada en ella hacia presumir de inhibiciones ni molestias sobre la marca en su rostro.
—Igual, todo bien— continuó ella, como si la pregunta que entonces me reservaba, ya la hubiese respondido cientos de veces a decenas de personas. —Creo que me queda bien la cicatriz, de chica era fan de Avatar y me re cabía el príncipe Zuko, así que quedó el cosplay permanente.
Me sentí habilitado a bromear sobre el tema, ya saben, el momento en que haces la primera broma sobre un trauma de alguien es cuando se decide si lo que sigue es una amistad o la antipatía e indiferencia.
—Te quedaste con la cara de Zuko pero sin fuego-control.
Su ojo bueno se hizo repentinamente grande y brillante, tomó aire y exhaló convencida —¡Eso sí que sería hermoso!
Ahora, en retrospectiva, pienso en la emoción con la que dijo eso. En ese entonces pensé que sería una gran fan de esa animación y nada más, el tiempo y los sucesos que se desencadenarían en los días posteriores me demostró que algo más ardía allí.
El carácter accesible de Sofia me invitaba a seguir indagando, pero mi pretensión se vio interrumpida por la llegada de los primeros invitados; más personas desconocidas, y la incomodidad volvió; llegaron dos parejas, un grupo de tres chicos más jóvenes que yo, un señor mucho mas grande que todos y una chica muy joven que intentaba por todos los medios llamar la atención del señor mayor.
Todos parecían conocerse y Sofia los atendió muy amablemente, a todos saludó con besos y abrazos, se hacían bromas y comentarios, chistes internos y anécdotas de ida y vuelta daban la pauta de un grupo de prolongada amistad, sería esté el nuevo grupo de amigos de mi amigo, que por algún motivo había insistido en que debía conocer. Yo solo me acomodé en el sofá, encendí un cigarrillo tras otro, alguna mano me acercó una lata de cerveza, y algunas voces preguntaron por mi nombre y de dónde conocía a Sofia, “de ningún lado, hoy la conocí” me limitaba a responder. Pasaron los minutos y luego las horas.
Pasó un rato hasta que asumí que de Esteban no iba a llegar, más tarde lo confirmó con un mensaje de disculpas. Lo mejor era irme, de verdad desaparecer. Fue Sofia quien insistió en que me quedara. Un simple y convincente “quédate quiero charlar con vos” fue suficiente para cambiar mi actitud y torcer el resto de mi vida.
La noche siguió en la misma monotonía entre el resto de los invitados, pero con ella nos perdimos en una charla, que saltando entre banalidades y estupideces nos arrastró hasta la madrugada y para entonces era muy difícil disimular las ganas que teníamos de que todos los invitados se fueran y nos dejaran a solas. Con el paso de las horas el departamento se había convertido en una sauna viscoso de humedad, calor y humo de tabaco, por lo que cuando todos se habían ido, Sofía abrió completamente todas las ventanas y una brisa fresca oxigenó el departamento.
El dormitorio pasó de las penumbras a una tenue claridad en el trascurso de los minutos del alba, dejándome ver lo que había anticipado instantes antes con mis manos; la cicatriz de su rostro no era única, avanzaban desde sus hombros, cubriendo completamente uno de sus pechos, tomando el ombligo y cerrándose en su muslo derecho justo por encima de su rodilla, la mancha dibujaba el rastro de las fauces de la gran bestia ígnea que había intentado engullirla.
Nos encontramos como viejos amantes, con la intensa paciencia de quienes se conocen profundamente. Yo logré recorrer cada una de las protuberancias, que formaban pequeñas cierras y valles rojizos que navegué como un rio con las yemas de mis dedos. Su piel dañada vibrante recibía mi tacto amable. La tomé a sus espaldas, ella sujetó con ímpetu violento mi brazo izquierdo, besó y acarició la media docena de sabuesos que disimulaban las marcas. Al borde del final, sus dientes se ajustaron con vehemencia sobre las cicatrices escondidas de mi mano, y un pequeño hilo de sangre fue la culminación extasiada de esa primera vez. Borrachos y adormecidos nos dejamos mirando al techo con la satisfacción de la tarea cumplida.
En silencio me quedé viendo la sangre brotar como gotitas de roció en los bordes de esa mordida, pensaba si eso me dejaría una nueva cicatriz permanente.
—¿Pensaste alguna vez en el fuego? — fueron sus palabras para terminar el silencio
— Hay algo en el fuego— continuo— espera, arde lento mientras es una braza o una chispa, hasta que encuentra el oxigeno y el alimento necesario, y entonces crece, arde intensamente, y mientras más fuerza tiene, más rápido se acerca a su muerte, necesita destruir lo que le dá vida si quiere seguir viviendo. Destruye para crearse, y se crea con tanta vida que se agota a si mismo.
—Parece que me cogí a Heráclito—
—Si, más o menos— me dijo mientras se reía sin casi fuerza para estar despierta— Es que a veces siento que el fuego tiene voluntad, que no quiso asesinarme, si me hubiese consumido toda, hubiéramos muerto los dos, pero no me asesino, me hizo suya.
—¿Suya cómo?
—De todas formas. Sexualmente. Fijate, vos venís hoy, me tocas, me besas, me penetras, pero después te vas y de vos no queda nada en mí. Pero yo aprendí mi cuerpo viendo y tocándome sobre las marcas que tengo, eso es para siempre.
—Entiendo— le respondí sin entender realmente nada, mi animo en ese momento no permitía ponerme filosófico, pero me gustó escucharla hablarme con tanta confianza.
—De esto es que quería charlar cuando casi te fuiste, no de todas las pavadas que hablamos, creo que me podés entender.
Dubitativa, se incorporó y de entre sus cajones tomo una vela y un encendedor.
—Ahora vas a verme de verdad—– me anunció mientras encendía la vela. Sentada en la cama recorrió la superficie de las marcas de su pierna con la llamita amarillenta. Mientras la veía hacerlo, pensé en esas prácticas masoquistas de personas que se estimulan con el dolor sin llegar a hacerse daño realmente, la idea me excitó un poco, aun así, un pequeño escalofrío me erizó la nuca cuando vi a la velita detener su moviento, quedándose fija bajo su muslo. Sofia le permitió a la llama quemar su piel libremente hasta el punto de dejar ver un hilito de humo que ascendió lento hasta el techo.
Su rostro no era el del dolor, sino el del placer, los ojos cerrados y los labios apenas abiertos dejaban pasar el aire en suaves jadeos, mientras su mano libre recorría sus cicatrices con suavidad hasta detenerse en su sexo. El movimiento de vaivén de su mano ganaba en intensidad cuando un pequeño chisporroteo de grasa quemada se escuchaba bajo su muslo.
El espectáculo despertó en mí, sensualidades insospechadas. Sentía la calentura de un adolescente que descubre la desnudez de una mujer por primera vez. Ella me estaba enseñando otra forma de desnudez, una forma que nunca había pensado que siquiera existiera. En mi último instante de cordura entendí el daño que podía llegar a hacerse e intenté tomar su mano y retirar la llama, pero me detuvo. Con firmeza y un fondo de cariño en la voz, me dijo;
—Antes de que digas nada, probalo vos mismo.
Ella me inspiraba una seguridad inexplicable y sin motivos, el miedo a sentir dolor desapareció y dejé que hiciera de mi lo que le apeteciera. Repitió su ritual de las caricias de fuego a lo largo de mis piernas hasta detenerse bajo mi rodilla, al llegar el dolor intenté concentrarme en el aroma de mis bellos quemados, respiré profundamente y le permití a sus manos acariciarme. Sin quitarme el fuego, rodeo mi miembro con su mano, y con enorme delicadeza me llevó al orgasmo más profundo e intenso que jamás había experimentado.
Los días siguientes trascurrieron dentro del dormitorio. Si tenía algún lugar a donde volver o algún compromiso que atender eran cuestiones que me resultaban insignificantes. Tal vez pasaron cuatro o cinco noches, es difícil recordar, si salíamos del departamento era solo para reponer las botellas de vino y ginebra que bebíamos. Repetíamos el ritual de la vela de forma casi ininterrumpida, apenas nuestros cuerpos volvían a predisponerse para el sexo volvíamos a comenzar. Nuestra piel se había convertido en un páramo de llagas abiertas y círculos chamuscados. Curábamos las nuevas heridas abiertas solo con algo de agua, las ampollas que veíamos brotar llenas de líquido se habían convertido en puntos especialmente erógenos de nuestros cuerpos. En mi brazo izquierdo, media docena de sabuesos ahora corrían despellejados con carne viva al viento.
En un momento habíamos empezado a apagar los cigarrillos directamente sobre nuestros vientres. Jamás pasó por nuestras mentes lo enfermizo de la situación ni nos importó el deterioro visible que nos devolvía el espejo en cada viaje al baño, estábamos conscientemente entregados a ser consumidos por eso, sea lo que fuere, que estaba creciendo entre nosotros.
Una tarde, quizás fue en domingo, lo pienso por lo desierto de la calle, la fiebre atrapó a Sofia y se me hizo difícil despertarla. Su piel ardía, pero esta vez desde su interior. Rozando la piel que se desprendía a parches y tiras de mis brazos la levanté de la cintura y la arrastre a la ducha, con la esperanza de mermar su ardor.
Pude ver la grasa bajo su piel agujereada, pude ver el pus brotando de las heridas, el agua que caía fría se calentaba al bajar por sus cabellos, sus labios se resquebrajaban de sequedad y su ojo bueno insistía en voltearse hacia atrás. Apoyando la toalla con suavidad sobre su cuerpo la sequé sin poder evitar arrancar girones de piel muerta y abrir ampollas gigantescas que drenaban un líquido amarillento.
La subí a un taxi. El imaginarme explicándole a un médico, y seguramente a la policía, como fue que Sofía llegó a esa condición me generó nauseas, era imposible pensar en la mínima comprensión o empatía de alguien más. Nadie que viera este espectáculo desde fuera lo encontraría menos que enfermizo. En su departamento solo éramos nosotros dos, el resto del mundo no existía, ahora la certeza de que estaría expuesto al juicio de una tropilla de funcionarios, familiares y amigos, todos desconocidos para mí, era más de lo que podía soportar.
La dejé en la puerta de la guardia.
Pase también esa noche en su departamento. Me aseguré de cubrir mis quemaduras primero con vendas y luego con la ropa. En la mañana me presenté al hospital y pregunté por Sofia. Quemaduras aisladas, pero en todo el cuerpo, algunas de tercer grado, infección generalizada, deshidratada, está delicada, pero consciente, con antibióticos en terapía intensiva, si no es pariente no la puede ver. Esa fue toda la información que me dieron en la recepción. Decidí esperar.
A los pocos minutos una enfermera me hizo pasar a un consultorio. Allí, sentado junto a la puerta y frente a la enfermera y un empleado de seguridad, negué saber lo que había pasado, negué también que pudiera contactar a un familiar y negué haber sido yo quien la llevó al hospital la tarde anterior. Ante cada negación, el guardia y la enfermera intercambiaban miradas. Imagino que pensaron en un caso de maltrato, si en ese momento me hubieran acusado de eso me habría aliviado, ellos tendrían una explicación sin que yo tuviera que dársela, pero ya no me dejarían verla, y esa no era una opción.
—Si no me pueden decir nada más sobre el estado de Sofía, y además no puedo verla, voy a esperar en sala de espera cualquier novedad— dije interrumpiendo prepotente el interrogatorio.
Supe luego que tampoco Sofía había dado ninguna información sobre parientes que pudieran acompañarla. Pensé entonces que estaría tan avergonzada como lo estaba yo. Mas absurdo que las razones de estar en esa situación, me pareció que la dejaran sola. Esperé durante horas entre accidentados, afiebrados y niños llorando. A cada hora volvía a preguntar por su estado, sin obtener más novedades. Cerca de las once de la noche, una doctora que no había visto hasta entonces se me acercó sin que yo la buscara. En su rostro no había mas emociones que el hastió y las ojeras de varias noches en vela.
“Está con antibióticos, mucha fiebre, no mejora, y se niega a ser sedada. ¿Sos familiar? ¿No? Entonces no podés verla.”
La impaciencia e impotencia de no poder verla hizo que decidiera que como fuera me colaría para encontrarla. Debo decir que la burocracia del hospital resultó mucho más firme en el discurso que la práctica. Siguiendo las indicaciones de la cartelería pude llegar hasta Sofía sin mayor desafío que agachar a cabeza y desviar las miradas de un par de enfermeras que descansaban en el pasillo.
Apenas estaba despierta, pero me reconoció con una mirada brillante.
—Sabía que ibas a venir.
—Perdón, fuimos demasiado lejos. ¡Al cargo nos fuimos!
—Fué idea mía, y no me arrepiento. Como te dije, cuando crece demasiado lo consume todo.
Su voz temblaba y cada palabra se arrastraba durante segundos, estaba visiblemente debilitada. Me odié a mí mismo, sentí asco y vergüenza de participar de ese juego y dejar que se hiciera tanto daño. Junto a su cama lloré hasta ahogarme. Su mano se descolgó lenta de la cama y me acaricio la cabeza.
—Vos no te culpes de nada. Ahora necesito tu ayuda.
Cualquier cosa que la hiciera sentir mejor seguramente aliviaría mi culpa, entonces no pensé y solo respondí a su pedido. Algunas horas después volví a colarme hasta su cama, esta vez fue aún más fácil, o tal vez fue que simplemente ignoré las voces que me decían que no podía estar ahí.
Sofía estaba aun mas débil, su condición había empeorado visiblemente en el tiempo que tardé en ir a su departamento, tomar el bolso y volver. Con todas sus fuerzas, me hizo saber que se alegraba de verme.
—En la mochila… una bolsita… de madera… dame eso.
Dejé sobre su mano lo que me pedía. Lentamente abrió la bolsa y sacó una botellita.
—Dejame— me advirtió con repentina energía cuando intenté pararla. —Te dije como es, si quiere ser tan grande como pueda, tiene que consumirlo todo.
Abrió la botellita, volcó el líquido sobre su cabeza, su pecho, sus piernas. Reservó un resto que bebió de un trago. De la bolsa tomó un encendedor. Volteó a verme.
—Esto no es por ningún dolor— e hizo volar las chispas del encendedor.
El fuego creció rápidamente, no intenté detenerlo, no hice nada, me quedé viendo, no estaba paralizado sino hipnotizado en el crepitar de la cabeza y los ojos incendiados de Sofia, estoy seguro de haber reconocido los gestos exactos de sus orgasmos, juro haberla escuchado gemir en su último suspiro en el centro de la habitación completamente inundada por las llamas. No busqué la muerte, pero deseé enormemente compartir ese éxtasis, así que allí me quedé, derrumbado en piso, perdido en un placer sin culpas hasta quedar inconsciente.
Desperté tiempo después, no se realmente cuánto. Enloqueciendo de dolor apenas abría los ojos volvía a ser sedado. Poco recuerdo de esos días.
Ahora estoy consciente, implante tras implante de piel, veo aun los rastros del fuego en mi estómago, mi pecho, mis piernas.
La misma enfermera viene cada mañana, es joven, delicada, y hasta diría que sexy. Se toma el tiempo en bañarme con suavidad, recorre cada pulgada de mi cuerpo con su esponja, me habla muy bajito, con un tono cariñoso. Me siento realmente cuidado. Me gusta verla mientras me limpia, porque tiene especial cuidado con mis genitales, pensará que puede romperlos ¿pensará en que si me provoca una erección la piel se desgarrará? Yo si lo pienso. La idea me entusiasma, pero al menos por ahora estoy impotente.
Casi nunca le hablo. Ayer le pregunté si alguna vez pensó en el fuego, en cómo se aniquila para poder vivir. Creo que no me entendió, pero mañana voy a preguntarle de nuevo.
OPINIONES Y COMENTARIOS