Tan guapa, mamá. Tan guapa. Y tan elegante. Con tus vestidos, con tus zapatos, con tu maquillaje. Y con aquellos caramelos de menta en un bolso lleno de misterio. Las lanas, la máquina de tejer, los retales y las agujas largas, inacabables. Como las tardes de los domingos.
La playa, mamá. La playa. Con los eucaliptos, y la brisa, y las olas rompiendo en la orilla. Y tú nadando, adentrándote, desafiando al Mar Cantábrico porque no tenías miedo a nada. Tantas veces traté de imaginar qué sería mi vida cuando faltases …y sigo sin poder imaginarlo ahora que estamos las dos asomadas al abismo.
Ahora todas nuestras Navidades caben en una mano y se van deslizando entre los dedos como agua.
Tus comidas, mamá. Tus guisos increíbles hechos con tus manos habilidosas y artesanas que ya casi no reconozco.
La playa de Rodiles, nuestro último viaje. Empieza a morderme tu ausencia.
Mi pecho es ahora mismo un acantilado lleno de aristas, mamá. Veo mis pies allá abajo, tan lejos… Qué vértigo, mamá.
Sobre mis hombros va creciendo el musgo que va extendiéndose a todo mi cuerpo y lo va llenando de la humedad del llanto de mis ojos y de cada átomo que configura lo que soy.
Suben las enredaderas hacia mis cabellos y me arrastran por esta tierra que también llora porque pocos saben amarla como tú la amabas.
La Losa, mamá. Y tus paseos con Isa. Las dos juntas allí seguís caminando cada día. Puedo veros. Puedo sentiros. Alegrando a la gente que pasa con vuestras risas y parloteos. Y los trenes pasando por debajo repletos de viajeros. Instantes suspendidos en la inmensidad. Instantes que se cuelan por la brecha del tiempo. Instantes gloriosos por su sencillez. Isa agarrando tu brazo y tú sosteniéndola como hiciste siempre. Y la curvatura de tu espalda pronunciándose cada día un poco más. La misma espalda que asoma por el camisón. Ese camisón liviano que oculta tu desnudez y tu vulnerabilidad que por primera vez, ahora, he descubierto.
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