(Publicado en la revista D Histórica. Número 60, enero del 2024)
El
16 de agosto de 1275 el sultán Abu Ibn Yusuf desembarca en Tarifa,
al mando de la nueva oleada africana de los benimerines, que
atraviesan la frontera granadina e invaden toda la Andalucía
cristiana. La crónica benimerín de Rawd
al-Qirtas
es muy viva y explícita en la narración de esta invasión de la
Península, que coincide con los últimos años del reinado de
Alfonso X el Sabio. El texto se recoge en la Crónica
de Alfonso X,
que publicó el historiador hispano-italiano Antonio Ballesteros
Beretta (1880-1949), medievalista y americanista notable.
«El emir de los musulmanes, Aben
Ibn Yusuf, partió con todo su ejército para acometer a los
infieles, y no se paró, ni se detuvo a hacer caso de los que se
retrasaban, ni gastaron sus párpados el sueño, ni saboreó comida,
ni bebida hasta llegar al Guadalquivir, por miedo a que advirtiesen
los cristianos su avance o fuesen avisados. Allí confió a su hijo
el emir Abu Yacub la vanguardia y le dio cinco mil caballos, banderas
y tambores. Sus tropas se extendieron por las tierras del
Guadalquivir como una inundación, o como una nube de langostas que
alza el vuelo. No pasaron junto a un árbol que no talasen, ni por
aldea que no arrasen, ni por rebaño que no robasen, ni por mieses
que no incendiasen. Se apoderaron de todos los rebaños de la región,
mataron a los hombres que encontraron, cautivaron a los niños y
mujeres, y continuaron su marcha hasta el castillo de Almodóvar, en
tierras de Córdoba, matando, robando y quemando los sembrados,
destruyendo alquerías y propiedades hasta asolar todos los
alrededores de Córdoba, Úbeda, Baza y sus dependencias. Mataron
miles de cristianos y cautivaron otro tanto de mujeres y niños».
Después
de la derrota de los almohades en la batalla de las Navas de Tolosa
(15 y 16 de julio de 1212 / Jaén), y el fallecimiento de su último
califa, Abu Abd Allah Muhammad «al Nasir» (1199-1213), el famoso
Miramamolín
de las crónicas castellanas, su imperio desaparece y resulta
reemplazado en las tierras africanas del Magreb por el poder de las
combativas tribus de origen bereber-zenata (1244-1465). Se trata de
unas poblaciones nómadas y ganaderas, cuyo núcleo fundamental
reside en las montañas del Atlas y el norte del actual Marruecos.
Llamados benimerines, mariníes, meriníes o merínidas, por las
crónicas castellanas, su nombre procede de la dinastía confederal
de los Banu Marin, forjadores de un nuevo imperio tras conquistar y
establecer su capital en la ciudad de Fez (1248). Desde finales del
siglo XIII y hasta mediados del XIV, los benimerines también
cruzarían el estrecho de Gibraltar hasta en siete ocasiones,
protagonizando las últimas invasiones norteafricanas de la península
ibérica.
En la actualidad, los benimerines
están olvidados, pero esa confederación de las tribus bereberes,
que reconocían la autoridad de los sultanes háfsidas ─gobernantes
en Ifriqiya, actuales Argelia, Bujía y Túnez─, llegaron a dominar
plazas muy significativas de la Andalucía castellana. Aliados o en
oposición a los nazaríes del Reino de Granada, los merínidas
iniciaron una disputa con el Reino de Castilla y León por el control
del Estrecho, puerta de comunicación del comercio mediterráneo
hacia el Atlántico. En esta lucha, los reyes castellano-leoneses son
apoyados por la marina de la república de Génova, que derrotada en
Oriente por los venecianos, sus mercaderes quieren asegurar su
comercio en el Mediterráneo occidental y el Atlántico, abriendo el
Estrecho a las naves cristianas, hasta que Castilla resulte capaz de
dotarse de una verdadera marina de guerra.
Tal
y como registra la mencionada crónica merínida de Rawd
al-Qirtas, el
primer sultán en cruzar el Estrecho y desembarcar en Tarifa fue el
mencionado Abu Ibn Yusuf, acompañado por su hijo y heredero Abu Ibn
Yaqub, quien tras el fallecimiento de su padre en 1286 continuaría
con la expansión del sultanato, tanto por el resto del Magreb como
por la península ibérica. Con aquel primer desembarco, se inicio la
denominada Campaña del Estrecho por los historiadores. Un largo
conflicto que se extendió desde 1275 hasta mediados del siglo XIV, y
en el que se enfrentaron los reinos de Castilla, Aragón, el
sultanato benimerín y el reino nazarí de Granada, marcando la
definitiva pérdida del poder de los musulmanes en la Península.
Todo comenzó cuando el rey de
Castilla y León Alfonso X el Sabio, pactó la paz en 1273 con los
nobles rebeldes de su reino, apoyados por el viejo sultán de Granada
Muhammad I (1237-1273), instigador de la sangrienta rebelión mudéjar
de 1264. Su hijo Muhammad II (1273-1302), recién ascendido al trono
tras la muerte en febrero de su padre, se avino a firmar en Sevilla
la paz con Castilla, declarándose vasallo de Alfonso y dispuesto a
restablecer las parias o tributos que les garantizaban su seguridad y
el no ser invadidos por los reinos cristianos, abonando la fabulosa
suma de 300.000 maravedíes de oro y plata. Sin embargo; el monarca
castellano no quiso zanjar el llamado pleito de los arráeces: los
reyezuelos de Málaga y Guadix celosos de su autonomía y contrarios
a la autoridad del monarca granadino, que recibían el apoyo
encubierto de Alfonso, porque el monarca no quería renunciar a su
permanente influencia en el Reino nazarí. Este conflicto no
resuelto, fue el que iba a precipitar e incendiar la nueva invasión
norteafricana.
LAS DESGRACIAS SE SUCEDEN
Como los Banu Marin se
consideraban herederos naturales del califato almohade y de sus
pretendidos derechos históricos sobre al-Ándalus, una vez
conseguida la toma de Tánger y Ceuta en 1274, el sultán Aben Ibn
Yusuf se preparaba para controlar el estrecho de Gibraltar y dar el
salto a la Península. Había que devolver la afrenta por la derrota
de las Navas de Tolosa a los infieles politeístas, y sólo le
faltaba una buena excusa para hacerlo. Esa fue la llamada y demanda
de ayuda del joven soberano granadino Muhammad II. Hasta ese momento,
Ibn Yusuf se había limitado a enviar al Reino de Granada el socorro
de algunos destacamentos de voluntarios de la fe coránica, sus
famosos y temibles guerreros zenetes, una caballería bereber que ya
había servido en el pasado como tropas de choque a la dinastía
Omeya. Pero gracias a la conquista en septiembre de 1274 del nudo
caravanero de Siyilmasa, la principal escala en las rutas que
conectaban el Mediterráneo con el centro-oeste de África
atravesando el desierto del Sáhara, el soberano tenía las manos
libres para embarcarse en una operación de mayor envergadura.
Fue entonces cuando a Ibn Yusuf
le llegaron las cartas y correos del monarca granadino, indicándole
que se trataba de la mejor ocasión para su intervención en la
Península, dadas las circunstancias que atravesaba Castilla y León,
con su rey ausente por el pleito exterior de su acceso al trono del
Imperio Romano Germánico, y las penosas consecuencias de la reciente
rebelión de los nobles frente a la Corona, que habían debilitado
las defensas de la frontera andaluza y agotado las arcas del Reino.
En ese momento de debilidad, Muhammad II se ofrecía a poner sus
tropas y los puertos de Tarifa, Málaga y Algeciras a su disposición,
como cabezas de playa para facilitar el desembarco de sus huestes a
este lado del Estrecho.
El
infante don Fernando de la Cerda, regente y primogénito de Alfonso
X, se encontraba por el norte de Castilla y León requiriendo
impuestos, y con él se halla Nuño González de Lara, dueño del
señorío de Écija y adelantado de la frontera castellana con el
Reino de Granada, que se muestra confiada por las treguas pactadas
con los musulmanes granadinos. De ahí que la irrupción en la
Península del nuevo poder magrebí resulta espectacular y
arrollador. Según el cronista benimerín Ibn Abi Zar, autor del Rawd
al-Qirtas, al
que Ballesteros Beretta cita con profusión, la invasión tiene lugar
a comienzos de mayo, puesto que el día 15 las tropas benimerines
saquean e incendian las afueras de Vejer de la Frontera y Jerez, e
igual suerte sufren las villas de Marchena, Carmona, Cazalla y otras
muchas fortalezas que componen el limes
granadino, sembrando el pánico y la desolación entre sus
pobladores, aunque no consigan apoderarse de ninguna ciudad
significativa.
Por su parte, la contraofensiva
castellana se aglutina en tres frentes: el eje Jerez-Sevilla, sobre
el que recae la primera embestida, defendido por el noble Alfonso
Fernández «el Niño», señor de Molina y de Mesa, hijo natural de
Alfonso X, al que su padre había encomendado la defensa de Sevilla y
su alcázar; la localidad de Écija, a la que regresa con rapidez
Nuño de Lara; y el obispado de Jaén, acosado por los ataques
granadinos, de cuya defensa se encarga Sancho de Aragón, arzobispo
de Toledo e hijo del rey Jaime I de Aragón. Pero los acontecimientos
se precipitan con el refuerzo del desembarco de nuevas tropas
bereberes, dejando una situación de tal gravedad que a la Corona
castellano leonesa apenas le quedan opciones de triunfar.
El 8 de septiembre muere Nuño
González ante las murallas de Écija, y el 21 de octubre, cerca de
Martos (Jaén), corre la misma suerte el arzobispo de Toledo, Sancho
de Aragón, dejando descabezada a la mayor dignidad eclesiástica de
los reinos peninsulares. Pero el suceso más doloroso para Alfonso X
es la muerte repentina en Vila Real (actual Ciudad Real) del infante
Fernando de la Cerda, cuando se preparaba para acudir con sus huestes
a la frontera andaluza. Además de dejar sin regente al Reino, su
muerte también lo deja sin heredero y el pleito sucesorio que se
abre entre su primogénito Alfonso de la Cerda, de cinco años en ese
momento, y su hermano Sancho, segundo hijo varón de Alfonso X,
traerá funestas consecuencias.
El infante Sancho, de diecisiete
años (había nacido en Valladolid en 1258), se hace cargo de la
situación y en ausencia de su padre y el gobierno del Reino,
emprende la defensa del territorio fronterizo con el apoyo de don
Lope Díaz de Haro, uno de los nobles antes sublevados, a la vez que
se declara hijo mayor y heredero del trono. Con el rey ausente en la
localidad francesa de Beaucaire, negociando su ambición al trono
europeo con el papa Gregorio X, el reino invadido por los musulmanes
y el regente muerto, Sancho se ganará por su valentía el apodo de
el Bravo, reuniendo en torno suyo a muchos partidarios. Al final,
acabará deponiendo del trono a su progenitor en el concilio o
«conciliábulo» de Valladolid ─así lo llaman algunos
historiadores─, del 21 de abril de 1282, poco antes de su boda con
la singular María de Molina. Todo ello conlleva la paradoja de la
petición de socorro de Alfonso X, ahora recluido en Sevilla, a su
enemigo Ibn Yusuf, proclamando en su testamento (9 de noviembre de
1282) la maldición y el desheredamiento de don Sancho. Pero su
decisión no tendrá efecto, al fallecer el rey el 4 de abril de 1284
y ser coronado Sancho IV como rey de Castilla y León en Toledo el 30
de abril.
RETIRADA DE IBN YUSUF
Con una energía y determinación
impropias para su edad, el infante don Sancho acampa en Córdoba al
mando de sus tropas de refresco y refuerza los puntos débiles de la
frontera castellana. Primero encarga a Lope Díaz de Haro la defensa
de Écija, en cuyas filas se encuentra Alonso Pérez de Guzmán,
quién se hará célebre en el sitio de Tarifa como Guzmán el Bueno;
luego envía a Jaén las tropas de las órdenes de Santiago y
Calatrava, al mando respectivo de los maestres Rodrigo González de
Girón y Juan González, y por último, ordena armar en Sevilla una
flota con todas las naos disponibles para evitar nuevos desembarcos
de tropas procedentes del otro lado del Estrecho. La entereza de
ánimo que demuestra resulta tan contagiosa, que esta insufla nuevos
ánimos en las huestes castellanas, empezando por su hermanastro
Alfonso Fernández «el Niño», defensor de Sevilla.
La
preparación de la flota de don Sancho tiene un rápido efecto
disuasorio. Al temer quedar bloqueado en Algeciras, Ibn Yusuf se
apresura a regresar a Fez el 19 de enero de 1276, firmando una tregua
de dos años con los castellanos. Así se pone fin a la primera
campaña invasora de la Castilla
Novísima,
tal y como se la denominaba entonces, un territorio ganado a los
musulmanes por Fernando III el Santo, que figuraba como el más rico
y extenso de todos los reconquistados por Castilla y León hasta
darse de bruces con el Reino nazarí. De ahí que su hijo Alfonso X
el Sabio desplegara con gran intensidad y constancia su labor
repobladora de Andalucía, haciendo de Sevilla la nueva capital del
Reino, una vez sofocada la rebelión mudéjar de 1264. Pero siendo
una región fronteriza con Granada, Portugal y el Magreb, Alfonso X
no se limitó a repoblar los espacios vacíos del valle del
Guadalquivir, sino que fue consciente de la necesidad de revitalizar
la región y procurar su defensa, liquidando el proyecto fernandino
de una Castilla cristiano-mudéjar. Con ello da comienzo la
militarización de toda Andalucía como tierra de frontera, y la
fundación de nuevos asentamientos que han llegado hasta nuestros
días, tal y como el Puerto de Santa María, convertido muy pronto en
uno de los más dinámicos de la Baja Edad Media. Todo ello le otorgó
un enorme poder a la Corona, muy superior al de la Iglesia y la
nobleza, que tantos quebraderos de cabeza le procuraron.
Tal y como señala el profesor
Miguel Ángel Manzano Rodríguez, uno de los grandes especialistas en
esta época: «Con la afluencia de miles de colonos procedentes de
otras tierras peninsulares, incluyendo a portugueses, catalanes,
aragoneses, vascos y navarros, pero también franceses y genoveses,
se formó en el sur peninsular un gran poder de la Corona castellana,
que llegó a modificar el centro de gravedad del Reino. Así, Sevilla
se convierte en el eje de la Corona con mayor energía y termina por
desplazar a Burgos y Toledo, arrebatándolas la primacía política y
cultural, e incorporando lo mudéjar y lo transmarino a la vida
castellana. Si los benimerines hubieran contado con las capacidades
militares para someter al asedio a las grandes urbes andaluzas, la
suerte de Castilla hubiera estado en juego».
SEGUNDA CAMPAÑA MERINIDA
La tregua con los benimerines
dura poco, y el 28 de junio de 1277 Ibn Yusuf vuelve a desembarcar en
Tarifa para emprender una segunda campaña contra los cristianos. El
sultán aprovecha la mala situación interna del reino castellano,
tras la ejecución del infante don Fadrique, hermano del rey, y don
Simón Ruiz de los Cameros, tesorero de la Corona y uno de los
mayores magnates de Castilla, lo que provoca la fuga de buena parte
de la nobleza que abastecía con sus huestes el frente fronterizo.
Esta segunda incursión resultará tan cruel y devastadora como la
primera.
Las tropas bereberes se dirigen a
Algeciras y después a Ronda. El caudillo Axkilula de Málaga,
antiguo aliado de Alfonso X, y sus hijos se unen a Ibn Yusuf, como
arráeces de Málaga y Guadix, para marchar juntos contra Sevilla. La
antigua amistad con los castellanos se ha desvanecido y el 2 de
agosto salen de Ronda todos los contingentes musulmanes unidos para
devastar toda la región del Guadalquivir entre Jerez, Cádiz y
Niebla. La única contrapartida es la muerte de Axkilula, que rompe
la alianza de los benimerines con los nazaríes, al instalarse un
poder africano en Málaga, que significa la manzana de la discordia
entre Muhammad II y el sultán de Fez.
Por
fortuna, al carecer de ingenios útiles para los asedios, los
norteafricanos resultan de nuevo incapaces de cercar plazas bien
fortificadas, más allá del asalto a los alcázares y poblaciones
mal defendidas. En la crónica de Rawd
al-Qirtas, se
adivina esta impotencia que los obliga a pasar de largo sobre las
ciudades más importantes, sin poder tomarlas: «El ejército de los
benimerines y granadinos se distribuyó por los alrededores de
Córdoba y por sus castillos, aldeas y ciudades, matando, cautivando,
destruyendo y arrasando. Tomaron por asalto la fortaleza de Zahora.
El emir de los musulmanes acampó ante Córdoba tres días, hasta
devastar sus aldeas, quemar sus mieses y arruinar su tierra. De
Córdoba marchó contra Porcuna, y entró en sus campos a sangre y
fuego. Siguió hasta Arjona e hizo lo mismo que con Porcuna. Envió
sus tropas contra la ciudad de Jaén, y repartió columnas que se
difundieron por todos aquellos territorios causando terror y
espanto».
No obstante; los castellanos y
sus aliados aragoneses pelean con denuedo y Alfonso X convoca Cortes
en Burgos para financiar la guerra, hasta lograr expulsar de nuevo a
los invasores a la otra orilla del Estrecho. A partir de entonces,
las incursiones procedentes del Norte de África se ralentizan y en
1286 se firma una tregua entre Sancho IV (1284-1295) y Abu Ibn Yaqub
(1286-1307), que se prolonga hasta 1291, año en el que el rearme
castellano permite la reanudación de las hostilidades entre Castilla
y el sultanato por el control del Estrecho. Los castellanos-leoneses
impiden un nuevo intento de intervención benimerín en la Península,
al batir a la flota enemiga con el apoyo genovés el 6 de agosto de
ese año, batalla en la que también contaron con la colaboración de
los granadinos. Cercaron Tarifa, que los benimerines no pudieron
socorrer, al tiempo que los nazaríes se hacían con el resto de sus
plazas ibéricas. Tarifa cayó tras cuatro meses de asedio y los
intentos por recuperar la plaza fueron mínimos, limitándose al
envío de un contingente de apoyo a los nazaríes en 1294, que
trataban de arrebatársela a los castellanos. Como todos sabemos, la
plaza fue defendida por Guzmán el Bueno, hasta que en agosto de ese
año una flota castellano-aragonesa, junto con tropas terrestres, la
liberó del asedio.
Perdidas las posiciones
peninsulares, el sultán se centró entonces en la conquista del
Magreb, sometiendo a Tremecén (Argelia) a un largo asedio de ocho
años (1299-1307), que al final fracasó. En 1305, Abu Yaqub sufrió
la rebelión de un pretendiente al trono dentro del sultanato,
apoyado por Granada, que pretendía mantener su dominio indirecto
sobre Ceuta. Abu Yaqub cercaba por entonces Tremecén, pero, ante el
avance del pretendiente, que contaba con el apoyo del clan tribal de
los Gumara y se había apoderado de Larache y Arcila, tuvo que reunir
un ejército que entregó a su hijo para frenar el avance del rival.
Este ejército fue vencido y el pretendiente sostenido por Granada
pudo proseguir su marcha y hacerse con Tiqisas y Alcazarquivir
(1307). La revuelta no quedó sofocada hasta el reinado siguiente.
Desde
los tiempos de Abu Yusuf, se hizo frecuente que los disidentes
benimerines que se rebelaban contra el sultán y eran derrotados
pasasen a la península ibérica, a menudo al servicio de los
nazaríes granadinos. Estos contingentes no perdían la ilusión de
hacerse con el trono de Fez y trataban con los enemigos del monarca,
tanto musulmanes como cristianos. Los reyes granadinos los empleaban
como medio de desestabilizar al sultán merínida y como refuerzo
militar frente a los reinos cristianos peninsulares. De ahí que
estas tropas norteafricanas también obtuvieran un notable poder en
Granada.
LA DEFINITIVA BATALLA DEL SALADO
Con el advenimiento del nuevo siglo las
incursiones norteafricanas se suceden, siendo la más notable de las
tropas benimerines cuando estas logran romper el cerco castellano de
Algeciras en el invierno de 1339-1340, emprendiendo sus crueles
razias por Arcos de la Frontera, Medina Sidonia y Jerez, hasta que
fueron vencidas por las huestes jerezanas. Sin embargo; la flota
merínida venció de manera contundente a la armada de Alfonso XI de
Castilla, el 8 de abril de 1340 en aguas del Estrecho. En este
combate naval, el almirante Alonso Jofré Tenorio perdió la vida y
la escuadra cristiana quedó muy mermada. Tras su victoria, los
musulmanes pudieron trasladar sin dificultad a muchos contingentes de
tropas a la Península, emprendiendo una nueva campaña que resultó
el último azote al norte del estrecho de Gibraltar. Por su parte,
Alfonso XI reforzó las defensas de la plaza de Tarifa y trató de
reconstruir su armada, solicitando la ayuda de otros estados
cristianos para poder recuperar el control del Estrecho.
Los genoveses aportaron quince galeras en
junio de ese año, y los benimerines y sus aliados nazaríes por fin
sufrieron una aplastante derrota a manos de una coalición
castellano-portuguesa en la batalla de Tarifa o del Salado, iniciada
poniendo cerco a la plaza el 23 de septiembre de 1340. Las tropas
castellanas contaron con el apoyo de las lusas encabezadas por su rey
Alfonso IV de Portugal, suegro de Alfonso. El sultán benimerín Abu
l-Hasan y el de Granada Yusuf I, perdieron el dominio del Estrecho y
el primero hubo de regresar al Magreb, amenazado por una revuelta en
su Reino.
La amplia derrota que sufrió la coalición de
granadinos y norteafricanos fue de tal magnitud, que sus soberanos
tuvieron que huir con rapidez del campo de batalla, dejando tras de
sí innumerables riquezas que se convirtieron en un cuantioso botín,
sumado a los rescates por muchos nobles apresados, incluido uno de
los hijos de Abu l-Hasan. Si bien parte de estas joyas y bienes
suntuarios fueron robadas por la tropa, la mayor parte de ellos
llegaron al poder del monarca Alfonso XI. Y de vuelta ambos reyes a
Sevilla, Alfonso ofreció a su suegro que tomara del espléndido
botín capturado todo lo que le pareciera. La respuesta de Alfonso
IV, rehusando compartir lo apresado en el campo de batalla, ha sido
ensalzada por los historiadores tanto españoles como lusitanos,
conformándose el rey portugués con algunos objetos de carácter
simbólico y escaso valor material.
Gracias a este descalabro total de los
benimerines, se puso fin a las campañas de la dinastía merínida en
la península ibérica. No así a los intentos de volver a cruzar el
Estrecho. Pero las flotas al servicio de Alfonso ─genovesa,
aragonesa, portuguesa y la propia castellana─ impidieron el paso de
las tropas norteafricanas a al-Ándalus en el invierno de 1341-1342,
y volvieron a lidiar con naves enemigas en mayo de 1343. En estos
choques, las flotas norteafricanas llevaron la peor parte y no
pudieron trasportar grandes contingentes de tropas a la Península.
La victoria en el mar le permitió al rey Alfonso XI emprender el
asedio de Algeciras el 3 de agosto de 1342. Los intentos de socorrer
la plaza fracasaron y Algeciras, la primera ciudad fundada por los
musulmanes en la península ibérica, se rindió definitivamente a
los cristianos el 25 de marzo de 1344, tras soportar un largo asedio
y pedir la mediación del sultán granadino Yusuf I.
Reyes
nazaríes de Granada:
─ Muhammad
I (1237-1273).
─ Muhammad
II (1273-1302).
─ Muhammad
III (1302-1309).
─ Nasr
(1309-1314).
─ Isma´il
(1314-1325).
─ Hasta
veinte monarcas entre 1326 y 1453.
─ Sa´d
(1454-1462), primera vez.
─ Yusuf
V (1462).
─ Sa´d
(1462-1464), segunda vez.
─ Abu
Al-Hasan Alí Muley Hacen (1464-1482).
─ Abu
Abd Allah Boabdid (1482-1483).
─ Abu
Al-Hasan Alí Muley Hacen (1483-1485), segunda vez.
─ Abu
Abd Allah Boabdid (1485-1492), segunda vez.
─ Los
Reyes Católicos incorporan el Reino de Granada a la Corona de
Castilla el 2 de enero de 1492.
Reyes de Castilla y León:
─ Fernando
III el Santo (1230-1252). Tercera y definitiva unión de Castilla y
León.
De 1217 a 1230, rey de Castilla.
─ Alfonso
X el Sabio (1252-1284).
─ Sancho
IV el Bravo (1284-1295).
─ Fernando
IV el Emplazado (1295-1310). Regencia de su madre María de Molina.
─ Alfonso
XI el Justiciero (1310-1350).
─ Pedro
I el Cruel (1350-1369).
Dinastía de Trastámara:
─ Enrique
II de las Mercedes (1369-1379). Hijo natural de Alfonso XI y Leonor
de Guzmán.
─ Juan
I (1379-1390).
─ Enrique
III el Doliente (1390-1406).
─ Juan
II (1406-1454).
─ Enrique
IV el Impotente (1454-1474).
─ Isabel
I y Fernando V (1474-1504). Unión de las Coronas de Castilla y
Aragón.
─ Doña
Juana la Loca. Reina no ejerciente (1504-1555).
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