La Nochevieja
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La ciudad de Buenos Aires estaba iluminada por las luces de los fuegos artificiales, los adornos navideños, los carteles publicitarios. El ruido de los coches, las bocinas, la música, los gritos, llenaba el aire. Era la nochevieja, y la gente celebraba el fin de un año y el comienzo de otro.
Pero en un pequeño apartamento del barrio de Palermo, no había ni luces, ni ruidos, ni gente. Sólo había un hombre solitario, que miraba por la ventana con un rostro cansado, una mirada vacía, una barba descuidada. Vestía una camisa arrugada, un pantalón viejo, unas zapatillas rotas. Su cabello era gris y escaso, su piel era pálida y arrugada, sus ojos eran tristes y apagados. Tenía cincuenta años, pero parecía tener más de setenta.
No tenía a nadie con quien celebrar la nochevieja. Sus amigos estaban lejos, su familia se había deshecho, su pareja lo había abandonado. Se sentía solo y vacío, como un fantasma en un mundo de vivos.
Decidió hacer algo diferente. Invitó a sus recuerdos a la cena de fin de año. Preparó una mesa con velas, copas, platos y cubiertos. Sacó del armario las fotos, las cartas, los objetos que guardaba como reliquias de su pasado. Los colocó en las sillas vacías, como si fueran sus invitados.
Empezó a hablar con ellos, recordando los momentos felices y tristes que habían compartido. Les contó sus penas y sus alegrías, sus sueños y sus frustraciones. Les pidió perdón por sus errores, les agradeció por sus lecciones, les dijo que los quería y los extrañaba.
Los recuerdos le respondieron con susurros, con risas, con llantos, con silencios. Le devolvieron el cariño, el reproche, la nostalgia, la indiferencia.
Cuando el reloj marcó las doce, brindó con ellos por el nuevo año. Les deseó lo mejor, les pidió que lo acompañaran, que no lo dejaran.
Los recuerdos le sonrieron, le abrazaron, le besaron, le dijeron adiós. Se desvanecieron en el aire, como pompas de jabón. Le dejaron un vacío más grande, más profundo, más doloroso.
Se quedó solo, con la mesa llena de objetos inútiles, de fantasmas que ya no volverían. Se sintió más solo y vacío que nunca, como un muerto en un mundo de fantasmas.
Y es que lo era. Había muerto hace un año, en un accidente de coche, la misma nochevieja. Su alma no había encontrado la paz, y se había quedado atrapada en su antiguo apartamento, reviviendo una y otra vez la última cena que había tenido con sus seres queridos. Una cena que nunca terminaba, una cena que nunca empezaba.
Aldo Rojas Padilla.
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