Las dos amigas se cuentan confidencias sentadas en ese banco de la calle. Casi, casi, una le susurra a la otra los secretos del barrio de los que se ha enterado tomando café por las mañanas, en el Aroma. Como si estuvieran en el sofá de su casa, una de ellas se descalza las sandalias y la otra apoya el pie en el respaldo de dicho banco. Una de ellas lo sabe todo a cerca de la gente del barrio, gracias a sus cafés matinales y a que es de una asociación de vecinos donde todo se comenta.
El egipcio de la tienda de cachivaches las mira disimuladamente porque ellas se han sentado en su banco y piensa que ellas podrían comprar algún trasto de su tienda. Bueno, eso no significa que el banco sea de su propiedad pero todos los días se sienta allí a la misma hora; esa hora. Desde ese mismo banco controla la entrada de la tienda por si llega algún cliente o alguien con no tan buenas intenciones.
Ambas chicas hablan de una tercera que está sentada en el balcón de la esquina, encima del Aroma, a la que ven de frente. Ésta ha sido compañera de ellas en la universidad y se conocen. Por lo visto, la del balcón tiene muy mal café y contesta muy mal, siempre. Muchas veces, más de las imaginables, tuvo problemas con profesores y alumnos. Andaba sola por los pasillos de la facultad, se sentaba sola y se marchaba sola del recinto. Y ahora, está allí sentada tomando el sol que da de refilón en su fachada gracias a la abertura que proporciona este cruce de calles. Mientras, degusta un café que se ha comprado en el bar de abajo. Las dos confidentes lo saben porque conocen la procedencia del vaso y también comentan que el camión de la mudanza mal aparcado en la calle de enfrente y lleno de trastos es de sus cosas. Son las cosas de la chica del café y con mal carácter. Desde luego, ahí enfilada, parece una bruja al acecho del vecindario que deambula bajo su balcón. Las dos cotillas se dicen que a la del café la han echado del ayuntamiento, un poco más abajo, donde antes trabajaba por contestar mal a un superior. La han trasladado a otro barrio porque no se hace con el personal de la entidad. Eso es lo que ha oído decir una de esas dos en el Aroma.
La chica del balcón las mira de reojo y agudiza el oído aunque los coches circulando entre ellas no la dejan oír la conversación. Algo oye y por lo que intuye, su cara se va poniendo colorada. Las mira directamente y se levanta al acecho. Está a punto de dar un grito pero se muerde los dedos y se contiene. – ¡Qué cotillas!- Piensa para sus adentros.
El camión ya está cargado de trastos y el chico de las mudanzas avisa a la chica del balcón que baja inmediatamente. Ella les da la nueva dirección. Y el camión arranca. La chica se va andando por Travesera, hacia la derecha y se alejan camión y chica del café.
De pronto baja ese escritor tan interesante que vive en la otra esquina. Un silencio sepulcral acompaña a las del banco. Se pierde por Travesera hacia la izquierda. Luego vuelve por detrás, con la compra hecha y cargado de bolsas. Las dos lo conocen de la universidad; saben quién es. La aparición del apuesto escritor las ha dejado mudas. Al desaparecer el famoso escritor vuelven a cuchichear entre ellas los chismes del barrio incluidos los del escritor. Poco a poco van alzando la voz y cada vez se dicen insultos más maleducados. La caras de ambas se van arrugando; especialmente, el entrecejo. Se hacen pucheros. Rivalizan por el escritor que ajeno ha subido a su casa para escribir su próxima novela.
¿Qué más le da esas dos?
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