Kurt, científico consumado, vive en una urbanización a las afueras de su ciudad. El lugar es plácido y agradable. Es un sitio tranquilo donde se puede salir a dar largos paseos entre pinos y arbustos. A él le gusta perderse en el bosque. Le gusta tanto como pasar horas y horas en una tumbona, leyendo el periódico, en su jardín. Le gusta estar informado de lo que sucede en el mundo, aunque no se cree todo lo que dicen los medios de comunicación. Su casa es bonita. No es moderna. Es una casa antigua que restauró un arquitecto especialista en casas viejas. Por eso es tan fascinante. Además, es acogedora.
Y precisamente en esa casa, en su laboratorio, inventa una caja con un botón rojo, que funciona a distancia, con ayuda de internet. Y aunque parece que lo hace para destruir el mundo, porque si lo presionas puede explotar en millones y millones de pedazos, tiene sus dudas. No sabe si funciona de verdad, y además, no lo ha hecho expresamente. El sólo buscaba un mando a distancia que controlara la electricidad de las ciudades, para casos de emergencia, casos de catástrofes. Ha usado un componente que no recordaba pero que es malísimo. Por esa razón, anda bastante triste. Su mirada, la postura de su cuerpo y su cara, lo dicen todo.
Y aunque asiste a numerosas conferencias científicas, no puede demostrar que el botón funcione. Así que duda bastante de su invento. Sin embargo, aquel que adquiera la caja, tendrá poder sobre el mundo porque podrá amedrentar a la humanidad, amenazándola con acabar con la Tierra. Y lo grave del asunto, es que nadie puede conocer la verdad. Sólo si se prueba presionando el botón. Si alguien lo presiona y el mundo estalla, no habrá marcha atrás. ¿De qué habrá servido la prueba? Pero, la ambición por dominar el mundo es general. Todo el planeta quiere lo mismo. El poder. Eso no le gusta a Kurt y por eso, entristece. Se ve en sus facciones y en sus ojos. No puede disimular. Su voz se ha vuelto desgarradora.
Inventar esto le había costado meses y meses de trabajo y la estabilidad en su matrimonio. De hecho, su mujer y él se habían divorciado porque Kurt se encerraba en su laboratorio, horas, días, meses y más tiempo. Jamás cumplía con sus deberes de marido. Siempre estaba absorto con su invento. Aunque una cosa era cierta: creía que era el hombre más poderoso del mundo y que con esa caja podía conseguir lo que fuera, a base de amenazas. Pero él no era una mala persona, ya que vivía sintiéndose vacío, con esa caja y ese botón en su casa. El no creía que hiciera falta una persona capaz de amedrentar a la humanidad entera. La humanidad tenía cosas muy bellas, como el Taj Mahal o la Alhambra o Capadocia o la Gran Muralla. Y personas interesantes como Camus, Gandhi o Gauguin. El mundo estaba lleno de maravillas. Esa era la realidad. ¿Por qué acabar con ellas?
Por todas estas razones seguía andando a menudo. Calzaba unas bambas y se iba flechado por el bosque. Le invadía la pena. Estaba lleno de amargura.
Aunque dudaba porque no podía apretar el botón. Le picaba la curiosidad. Si lo hacía podían ocurrir dos cosas: que no funcionara o que no hubiera vuelta atrás al explotar el mundo. No quedaría nada. Ni la luz de la Tierra viajando por el universo. Además, Kurt amaba la vida y el mundo y no podía consentir que este desapareciera. Y eso, por encima de cualquier ambición. Por desgracia, se había equivocado. En realidad, era un científico frustrado, porque se había disuelto su matrimonio y no había inventado lo que había pensado y tan minuciosamente había diseñado. Se sentía fatal. Tenía ganas de llorar a todas horas. Su mirada expresaba ese dolor constantemente. Su pelo estaba dejado y sucio. Andaba cabizbajo y lo más visible: jamás sonreía.
Y así, para calmar su pena, seguía andando, a veces por el bosque y otras, por la ciudad. Una ciudad que en el fondo le parecía interesante. Aunque no le hubiera gustado demasiado cuando llegó. A pesar de todo y de que era bastante desagradable, en ese lugar se formó como científico. De esta manera, acordándose de lo desagradable de su vida, seguía pensando en ese botón que era causa de todos sus males.
Kurt era un poco despistado, lo dejó expuesto en la ventana de su laboratorio y unos periodistas a los que les gustaba espiar más de la cuenta, casualmente se enteraron de la verdad e incluso sacaron una fotografía de la caja, con el botón rojo. En poco tiempo, mucha gente se acercó a la casa de Kurt e invadieron su jardín. Todos querían el poder. Representantes de la comunidad internacional querían hacerse con esa caja. Todo el mundo quería amedrentar al resto y bajo el poder que confiere el miedo, conseguir para sus naciones y sus vidas todo aquello cuanto desearan, a base de amenazas y coacciones. Kurt no soportaba el peso de la fama. No le gustaba que lo siguieran a todas horas con cámaras de fotografiar, preguntas insolentes y grabadoras. Estaba muy agobiado. Quería encerrarse en un cuarto oscuro y descomponerse, al no dejar de llorar.
Sólo pensaba en su mujer y una vida tranquila. La vida que había roto con su invento mortal. Sus años de formación en la universidad habían sido un fracaso cuando se daba cuenta de lo que había inventado.
Decide que él quiere arreglar el matrimonio y vivir tranquilo. No quiere toda esa presión mediática que no lo deja respirar. Así que piensa que se lo venderá a su amigo Kevin, que es una persona de confianza. Éste se llevará la caja con el botón a su casa y lo custodiará como si aquí no hubiera pasado nada. Juntos mantendrán el silencio. Y como ha olvidado el trabajo de laboratorio que lo dejaba absorto y la caja, que no lo dejaba respirar, consigue arreglar su matrimonio y para celebrarlo, decide tener un hijo que se llamará Kenneth.
Kurt confía plenamente en su amigo Kevin y no quiere que nadie destruya el mundo, ni que haya esas amenazas terribles, que sólo llevan a la humanidad a la esclavitud. De todos modos, Kurt está más tranquilo y aliviado sabiendo que la caja está a buen recaudo.
Sin embargo, Kevin está tentado a apretar el botón. Y llama a su amigo porque teme perder el control. Tiene tentaciones porque quiere averiguar qué ocurriría si presionara el botón. ¿Qué será la muerte? Siente curiosidad.
Por eso, Kurt va a casa de su amigo y después de atravesar el jardín a toda velocidad, llama al timbre. Y abre Kevin muy nervioso. Se meten en el salón. Hoy hace un día gris de invierno y los niños de Kevin juegan detrás del sofá. Kevin y Kurt tienen una larga conversación. A Kevin se le frunce el ceño y Kurt se pone a llorar. No quiere que apriete el botón. Se siente culpable. Y empiezan a hablar:
_ Kevin, por favor_ suplica. _No hagas un disparate. Has de guardar la caja muy bien custodiada y escondida.
_ ¡Pero yo quiero poder destruir el mundo! Asegura Kevin.
_ Eso es ridículo. No lo hagas. Responde Kurt, preocupado.
_ Pero yo no quiero esclavizar a la población. Yo sólo quiero saber qué hay más allá de la vida. Y si me voy, nos vamos todos. No quiero irme solo. Confiesa.
_Te has vuelto loco. Insiste Kurt.
_ Y quiero ese poder de dominar el mundo. Si aprieto el botón sentiré morbo. Afirma con seguridad _Yo hago que desaparezca cuando quiera. Y será cuando decida enfrentarme a la muerte.
_ ¡Te has bebido algo! ¡Estás borracho! Exclama. Y se lleva las manos a la cara para ocultarla.
_ Así, si un arqueólogo del futuro, si lo hay, descubre lo que hice, me respetará y pasaré a los libros de historia. Insiste Kevin, emocionado.
_ Eso es una chorrada_ Asegura desde el sofá. _Si el mundo explota, no va a quedar ni un triste arqueólogo. Ni siquiera sus herramientas. Y frunce el ceño muy fuerte porque está realmente enfadado.
_ ¡Quiero ser respetado! Si hago público que la caja está en mi poder, la gente me mirará con respeto. Infundiré miedo. Todos harán lo que yo quiera. Y después, ¡zas!! Y todo explota. ¡Qué importante! Dice sintiéndose orgulloso con una sonrisa de oreja a oreja.
_ No puede ser… Has bebido. Llora furioso Kurt.
_ Lo que más me atrae es la muerte ¿Cómo debe ser? Se pregunta intrigado.
Y Kurt le hace entender a Kevin que no ha de apretar el botón. Y así sigue la conversación hasta que le dice que a las doce de la noche va a hacerlo; que lo ha pensado muy bien y que él, aunque sólo sea por unos instantes, será alguien.
Kurt corre a casa y se mete en su despacho.
Escribe unas líneas antes de que suceda ninguna tragedia: “…Sé que no soy el mejor ejemplo. No soy un gran científico. Tengo que disculparme por ello. Pero he de decir algo para frenar esto. No es ético fabricar un botón rojo para dominar a los hombres. Esto ha sido mi perdición. Me siento francamente mal. Me he equivocado. Debería haberlo destruido antes de dárselo a mi amigo. No soporto a esos países que desean mi caja con botón rojo. Ni a la comunidad internacional. Ni a esos locos que quieren la caja para su uso doméstico. ¿Cuándo vamos a dejar de matarnos? ¿Cuándo acabaran las guerras? ¿Cuándo dejaremos de estar engañados? ¿Cuándo dejarán de mentirnos? ¿De manipularnos con información engañosa? No me gusta cómo se maneja el mundo. Necesitamos igualdad y nunca, esclavitud. Tenemos que ser libres. Ojalá acabe esto muy pronto. Es demasiado peligroso. Todos estamos expuestos. Esto, bien pensado, es una pesadilla…”
Y escribe esto sintiendo la más profunda depresión y tristeza. Ha recaído y las recaídas son peores.
Kurt está arrepentido porque sus principios de científico han sido destrozados. Ha diseñado una caja que lo ha hecho famoso y que en pocas horas acabará con el mundo, debido a la irresponsabilidad de su amigo Kevin. Así que antes de las doce, Kurt se despide de su mujer y de sus padres y hermanos y luego, tras mucho pensárselo, se pega un tiro en la cabeza, en el garaje de su casa.
Y milagrosamente, como Buda, alcanza el Nirvana.
Carla et alii.
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