Acreditado como Comillas, hay un pueblo que se alza en la comunidad autónoma de Cantabria. Sus edificios medievales se entrelazan con la arquitectura barroca, creando un escenario donde el pasado y el presente convergen. También es un pueblo de pescadores.
Según cuenta la historia, Comillas fue fugazmente la capital de España el 5 de septiembre de 1881, cuando el rey Alfonso XII decidió reunir a su consejo de ministros en esta villa. Y el tiempo, con su paso inalterable, dio lugar a fantásticos acontecimientos posteriores: fue la primera localidad española en tener luz eléctrica, patentada en 1879 por Thomas Edison.
Pero la historia que relato ahora, no trata de nobles y reyes caprichosos, sino de José Fernández y Pérez, un humilde pescador de la región.
A partir de aquel 5 de septiembre de 1881, donde este pueblo recibió a las personas más ilustres de España, una especie de hechizo se esparció por la villa, entrelazando los destinos de algunos habitantes con sucesos contados en los bares y tabernas de la villa. Esta historia me la detallaron una noche de tragos, dos españoles de la zona. La habían oído de sus padres, y estos de los suyos, perdiéndose en la sombra de los tiempos.
José, conocido por todos como «Fernández», poseía una camioneta vieja y maltrecha. Este vehículo de alguna manera se parecía a su dueño. Era como si cada madrugada la vieja camioneta se fuera sola al embarcadero donde amarraba el bote el pescador. Y regresaba por sí sola a las tres de la tarde a su hogar, una casita de portal verde ubicada a dos millas del mar. A veces, en los domingos, se dirigía a la iglesia cercana y esperaba pacientemente a que su dueño concluyera la misa para retornar juntos. Esa era la vida de Fernández: un hombre de pocas palabras, con dos hijos que ocasionalmente lo visitaban, y una viudez tan prolongada que nadie recordaba con certeza cuándo había comenzado. Se decía que su esposa fue una mujer bella, de tez muy blanca y cuerpo de sirena. Se contaban muchas cosas en el pueblo, incluso que Fernández, una vez muerta ella, de una enfermedad renal, se había vuelto loco, y hablaba con su camioneta más que con las personas. Se reían del, cuando pasaba indeciso entre los transeúntes los días de feria y de fiestas.
Irremediablemente, Fernández se pasó al grupo de los ermitaños, pero en su historia juvenil, había fiestas y bailes. Le encantaban las festividades de San Juan y San Miguel. Una especia de celebración religiosa en honor de los Santos Patrones o de la Virgen del lugar, y más aún, los regodeos paganos con mayor o menor pervivencia de lo folclórico.
Se cuenta que era un joven alegre y dicharacho, y que le apasionaban las historias sobre criaturas sobrenaturales de la comunidad, como el ojáncanu y las anjanas, sobre todo, las historias donde los seres humanos se ganaban los favores de estas criaturas poderosas y mágicas.
Un día, en un claro del pequeño bosque cercano a su casa, Fernández remendaba su red. El otoño estaba presente, el frío comenzaba a hacer mella en su cuerpo de 75 años, por lo que decidió quedarse en el despejado sitio para aprovechar los rayos del sol. Sumido en su labor cotidiana, el pescador no se percató al principio de la voz melódica de una mujer joven que hablaba a su oído derecho, del izquierdo era sordo.
«¿Don José Fernández y Pérez, me escucha?» —finalmente escuchó.
Miró a su alrededor, pero no encontró a nadie. Momentáneamente paralizado, su instinto le dictaba correr hacia su camioneta, abandonar la red y escapar de aquel lugar supuestamente embrujado. Su rodilla izquierda temblaba y su espalda encorvada parecía inclinarse aún más.
«No te asustes, don José Fernández y Pérez», dijo la voz, esta vez resonando en ambos oídos.
Con la angustia de un hombre asustado, respondió: «Si planeas matarme, hazlo ya».
«Tranquilo, don José Fernández y Pérez. Te ofrezco una vida nueva. Escúchame».
«Yo soy una maga, una maga invisible que reside en estas tierras desde que el brujo del reino fue expulsado por hereje. Yo era ese brujo, ahora soy la maga Samanda. Has trabajado incansablemente, pero no tienes nada. Te encuentras al borde de dejar este mundo, posiblemente tan pobre como cuando llegaste. Puedo cambiar tu vida, brindarte riquezas, conocimiento y familia. Hoy es el día en que me propuse hacer una caridad, y eres el elegido. Solo hay una condición. ¿Aceptas?»
Fernández, más calmado o tal vez más horrorizado al creer estar enloqueciendo, gritó al aire, a los cuatro vientos, al no poder ver a su interlocutora:
¿Cuál es la condición?
«Te dormiré. Cuando despiertes, en tu cama, en tu hogar, junto a tu esposa, tendrás treinta años y un hijo de tres. No recordarás nada de esta existencia. Serás un empresario adinerado, un respetado economista. Gozarás de riquezas y felicidad. La condición es olvidar toda esta vida, incluyendo a tus hijos».
Fernández reflexionó unos instantes. Estaba cerca de la muerte, de todos modos dejaría atrás a sus hijos, que no dependía de él, pero los amaba profundamente.
Entonces, con voz firme y cierto tono autoritario, dijo:
«¿Puedes esperar hasta después de Navidad? Mañana es Navidad y quiero despedirme de mis hijos».
«Así será», respondió la maga” —Y se hizo el silencio.
El veintisiete de enero, Manuel Castañeda y Suárez, propietario de múltiples inmuebles, dueño de dos prestigiosas empresas de construcción, economista de renombre y hombre amoroso de su familia, despertó sobresaltado. Su esposa, vistiéndose y observando su cara de preocupación, le preguntó:
«¿Qué te sucede, cariño?»
«Nada, tonterías», respondió Manuel. «Soñé que era un pescador pobre y moribundo».
Su esposa esparció una carcajada retumbante en la habitación, y dijo: «Nada que unas buenas vacaciones en Cantabria no puedan borrar, Madrid te está haciendo daño».
Mientras tanto, en el pueblo de Comillas, los hermanos Fernández y Pérez, daban sepultura a su padre, a la hora del sueño de Manuel.
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