Fátima no es alta ni baja, ni guapa ni fea, ni rubia ni morena.
De joven fue una chica normal de aspecto, perfectamente encuadrable dentro del estereotipo clásico de muchacha agradable y sensual, quizá un poco estirada, aunque no engreída; pero al cabo del tiempo llegué a la convicción personal de que eso era debido al ejercicio diario de autoestima que se había impuesto como un instrumento de defensa frente al injustificado complejo de inferioridad que celosamente guardaba dentro de ese aire adusto que a menudo adoptaba. En esos momentos su mirada se hacía dura y las decenas de músculos de su cara se contraían nerviosamente intentando provocar respeto desde la distancia.
Pasaba por ser una criatura celosa de sí misma, cuidadosa y comedida en el vestir, coqueta pero honesta en sus movimientos, que no dejaran entrever el más mínimo atisbo de provocación; y, aunque -como ya he dicho- no era ni guapa ni fea, sí era furiosamente interesante.
Ella era dueña de un misterioso poder de seducción que sobresalía especialmente desde su profunda mirada. Era algo muy especial cuando así se lo proponía: candorosa, valiente y temerosa al mismo tiempo. Sus ojos escrutadores eran capaces de analizarte en breves segundos y desnudar los pensamientos más íntimos haciéndote huir de ellos sin apenas cruzar dos palabras. Bastaban pocos segundos para sentirse atraído por su cautivadora e inteligente envoltura, pero un simple gesto de su cara dejaba perfectamente claro que su delicada persona era un coto de caza estrictamente privado, inalcanzable a lo banal, a lo prosaico.
Alguien dijo entonces, con buen ojo clínico pero parco en la clarividencia, que Fátima llegaría a ser una excelente psicóloga en su vida profesional, además de una amante perfecta y una madre excepcional.
El secreto de Fátima estaba en su fina inteligencia. Y digo “estaba” porque finalmente la ensombrecieron los avatares de la vida; de una forma absurda se dejó envolver en momentos de divertimento inútil, de viles añagazas de hombres y mujeres sin escrúpulos y de falsos amoríos.
Los años fueron pasando y poco a poco la absorbieron (sin quererlo, sin apenas darse cuenta) las maldiciones del consumismo, lo falso de lo material y lo engañoso de la vileza humana. Al cabo de unos pocos años perdió su tren por abandono; aquella viveza de ojos acabó por apagarse trocándose en una mustia mirada, y en esa otrora graciosa y almendrada cara se dibujó de forma indeleble una sonrisa amarga e irritante que ya jamás se borraría.
Es ya muy tarde, la noche ha caído en la más cerrada de su negrura, y mientras las frías luces de neón reflejan las inseguras sombras de unos pocos seres que aún se atreven a deambular por las calles de ese barrio cualquiera, ella sale de las sombras y se apoya de nuevo en la farola, aprieta un ajado chal contra sus hombros y espera pacientemente bajo una fantasmal luz que todo lo distorsiona.
Un solitario hombre sin rostro se acerca y la mira de soslayo por encima del cuello de su gabardina, se detiene a su lado y, sin cruzar palabra alguna, la ofrece un cigarrillo. Es el quinto. Ella lo acepta sin apenas mirarle y, mientras la toma sin recato de su cintura y pone en sus manos un billete de diez dólares, se deja llevar hasta el sucio pasadizo al que todos llaman “…de los enamorados”, ese oscuro lugar donde la sinfonía del amor se interpreta bajo precio con violines del infierno en medio de una podredumbre que todo lo contagia y envenena. Mientras, un par de rollizas ratas alzan temerosas sus ojillos desde el escondrijo y observan atónitas un hermoso cielo de mediados del otoño donde los guiños de miles de estrellas se hacen rutilantes protagonistas de un guion incomprensible.
Ella, Fátima, no fue ni guapa ni fea, ni rubia ni morena…
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