Amanecer
Esa mañana estaba sintiendo calor desde que me desperté, muy temprano, y por eso arrojé lejos la única sábana que me cubría; ni siquiera eso soportaba encima. No me levanté de inmediato porque quería quedarme en cama y además, aún estaba oscuro afuera. El sopor que tenía entonces, era tanto por el calor que me oprimía, como por la hora, por lo que dormí intermitentemente hasta el alba. Al fin salió el sol y cuando reuní fuerzas suficientes, me levanté y caminé hacia la cocina para preparar café. Alguien ya lo había hecho y estaba en una olleta, todavía humeante. Me serví una buena cantidad en un vaso plástico alto, lo único disponible; pensé que debimos haber traído pocillos en vez de asumir que la cabaña que alquilamos iba a tenerlos.
Caminé lentamente hacia el acantilado mientras tomaba sorbitos de café; reconocí en el sabor esa marca horrible que siempre compraba mi hermana, pero, ni modo, era lo que había. Bajé aún más la velocidad cuando salí del porche porque sentí el filo de las piedritas en la arena, cortando la planta de mis pies; pero, seguí sin pausas mi camino, mientras el sonido del mar me llamaba como las sirenas a los marinos. Llegué hasta un punto que creí prudencial para evitar caer al vacío; el agua golpeaba con rabia la enorme pared de piedra, como queriendo tumbarla y la espuma era abundante a lo largo de la curva de la escarpadura, que se extendía por unos trescientos metros a mi izquierda, donde empezaba a perder altura, poco a poco, hasta sumergirse completamente en el agua. Estaba contemplando todo esto cuando apareció en el horizonte una bandada de gaviotas volando desordenadamente y haciendo gran ruido. Bajo ellas había un bulto que no había reconocido antes, del otro lado del acantilado, a la sombra de una fronda y algo que salía de él se agitaba como una bandera al viento. A poco reconocí en el bulto a mi hermana, quien llevaba una de esas vestimentas aborígenes, consistente en una única túnica gigante, con bellos estampados de colores de tonalidades rojizas.
Me estaba agitando los brazos y con pena vi como se desvanecía mi sueño de beber mi café a solas, sentado a discretos metros del borde del precipicio. Tardé tanto como pude en llegar.
—¿No trajo sandalias? Yo las incluí en la lista que envié por correo, con las fotos del lugar, en las que se ven las piedras. —me increpó ni bien hube llegado. La miré sin hacer ningún gesto y luego suspiré con frustración, moviendo mi mirada hacia el horizonte.
—No leí ese correo— contesté y me tomé un trago largo del café que ya estaba empezando a enfriarse, a pesar del calor. A lo lejos se escuchaba la bocina de una embarcación que pasaba.
Estuvimos en silencio por un largo rato que disfruté mucho, mirando el mar, el cielo de azul impoluto, sin una sola nube; las hojas de los dos árboles que se las habían arreglado para sobrevivir contra toda previsión, en ese peñasco bajo el sol ardiente; las aves que buscaban presas desde las alturas y las embarcaciones. Del lado opuesto del acantilado se extendía una bahía donde estaba enclavado un pequeño puerto al que los locales se referían simplemente como “bahía”.
Me incorporé para buscar más café y como leyendo mi mente, mi hermana me pidió:
—Yo también quiero. —y extendió un vaso igual al que yo traía en la mano.
Caminé hasta la cabaña de nuevo y desde la cocina escuchaba los ronquidos de mis sobrinos.
De regreso, ya no hubo más silencio. Muy tarde se me ocurrió que había sido un error volver por mi propia voluntad desde la cocina.
—A mamá le hubiera gustado ver todo esto. ¿Tampoco trajo piyama? Estamos cerca al mar, pero, andando en calzones y hay una niña en la casa… —me siguió increpando mi hermana
—Lo más parecido a una niña tiene 22 años y está durmiendo plácidamente con su novio en la cabaña. —contesté sin pensar mucho—Francamente, no entiendo cómo es posible: yo no me hallaba solo en esa cama, mucho menos hubiera tolerado la compañía. —continué, intentando cambiar de tema, porque mi equipaje tenía dos mudas de ropa y el pasaje de avión de regreso que había comprado secretamente para volver solo antes de lo que habíamos acordado y no quería arruinar el poco tiempo que me quedaba en el lugar. —¿Cuándo será el ritual?—cambié de nuevo el tema.
—Yo creo que será el viernes. —contestó mirando el café y sacando con sus uñas trocitos de grano tostado que flotaban.
—¿Y por qué no mañana lunes? Pensé que por eso habíamos volado desde el sábado.
—No, volamos el sábado porque los pasajes estaban más baratos.
Y me pareció una pendejada, porque eso implicó más días de hospedaje y comida, pero, para saber con certeza, había que hacerle mil preguntas cuya respuesta no quería saber realmente, porque no me importaba realmente y seguramente me mentiría. Al fin, yo me iría el martes, con ceremonia o sin ceremonia. En medio de esas elucubraciones, reconocí por su brillo a la urna plateada, junto a la pierna de mi hermana.
—¿Qué hace con eso aquí?— pregunté ofuscado.
—Eso es su hermana.
—Eso es una urna con cenizas, no mi hermana. ¿Qué hace eso aquí?
—Quería compartir un momento más con ella.
Volví a exhalar con frustración, pero, no dije nada más: era mi reacción por defecto a la gran mayoría de las cosas que ella hacía o decía. Pensé en irme para una de las hamacas que vi de regreso con el segundo café, pero, sentí un poco de remordimiento por la falta de tacto que había tenido anteriormente. Además, mis dos hermanas, muy contemporáneas, se conocían desde antes de que yo naciera y habían, inclusive, compartido habitación; también habían estudiado en el mismo colegio y luego en la misma universidad. Yo, en cambio, he vivido la mitad de mi vida fuera de la ciudad que ellas decidieron no abandonar nunca. El tono de la conversación cambió.
—Qué delicia esa brisa.
—Sí, refrescante. Se siente incluso un poco húmeda.
—Probablemente es la humedad del mar.
—Sí, claro. Esa humedad es la que daña metal y madera por estos lados.
— Hay que estar revisando y haciendo mantenimiento.
Seguimos hablando trivialidades, acaso evitando temas álgidos, alusiones a anécdotas familiares, enfermedades del pasado y del presente, etcétera.
En esas llegó a nuestro lado mi sobrino, con dos vasos de café. Los ofreció sin saludar. Esto siempre fue costumbre en la casa: nadie saludaba al despertarse, como si hubiéramos dormido todos en la misma cama y como si nos hubiéramos reunido en el mismo espacio onírico a tener el mismo sueño, que no era más que una parte de un contínuo temporal.
—¿Esa es mi mami? —preguntó señalando la urna.
—No, señor. —Dije cortante, pensando en usar el mismo argumento que usé con mi hermana, pero, finalmente, otra cosa salió de mi boca: —Es alguien más. — Y me reí.
—Es. Y por favor, llévela para la casa. —corrigió mi hermana y le ofreció la urna. —Y esto también. —agregó, entregando un vaso vacío.
El chico tomó también mi vaso y se alejó con todo aquello.
—¡Gracias! —le grité cuando ya iba a medio camino. Solo a la hora del almuerzo le vería de nuevo y a todos los demás; el domicilio debería llegar a eso de las 12:30, que parecía una hora muy lejana, en medio del bochorno canicular.
Atardecer
Caminé por el pueblo toda la tarde con mis sobrinos y con el novio de mi sobrina y visitamos monumentos, iglesias, parques y puertos. La bahía era enorme y el puerto que allí estaba era diminuto y rodeado por la enorme pared de piedra que, desde allí, se veía como un sardinel construido para gigantes. Del otro lado estaba la cabaña en la que nos hospedábamos, pero, no se veía desde allí.
Al atardecer ya estábamos de regreso. Los chicos prepararon una fogata con masmelos y carnes.
—¿Quiere?—me dijo mi sobrino mayor, ofreciéndome una hamburguesa. —Es vegetariana. —sonreí y la recibí, junto con una lata de muy oportuna cerveza helada.
Mi hermana hablaba por teléfono con alborozo y luego nos comunicó que otra hermana venía en camino y que alguien debía ir a recogerla al aeropuerto. Mis dos sobrinos se ofrecieron. Era su primer vuelo en avión y había hecho todo para evitarlo, por eso no estaba allí con nosotros en ese momento. Sin embargo, sin otra alternativa, le había llegado la hora.
Pensé en ese momento que acaso ella se pondría de mi lado para encontrar un consenso y poder hacer el ritual el martes.
Después de la cena y un par de cervezas más nos pusimos a hablar, muy nostálgicos, de aquellos que ya no estaban con nosotros y de viejos recuerdos. En muchos de estos, yo no estaba presente, sino mis padres y sus nietos, mientras yo vivía mi vida en otra ciudad. Dentro de las pocas excepciones estaba el de aquella canción decembrina, que cantábamos todos, mientras mi papá la acompañaba con la guitarra. La cantamos:
Oh, luna, que brilla en diciembre | Se oye el rumor de un cañonazo | Y esta parranda querida | Viene a darte un feliz año | Un feliz año pa’ ti | Un feliz año pa’ él | Un feliz a año pa’ ella |Un feliz año pa´todos | Un feliz año.
Discutimos brevemente acerca de si se podía decir que era un villancico o no, y si era colombiano o venezolano. Lamenté que no había allí ningún instrumento musical cerca, y que no era diciembre. Busqué en la cabaña un televisor y solo hallé uno muy viejo, sin control remoto y solo tenía recepción de un par de canales nacionales y otros dos regionales. No estaban pasando nada interesante. Había tan poco que hacer que decidí irme a la cama temprano. Y eso hice.
Llegada
El aeropuerto estaba vacío. Era temporada baja y apenas si había vuelos. Era un alivio, porque la terminal de transportes estaba con multitudes, pues, de allí salían también buses para los pueblos cercanos. Era lunes en la mañana, muy calurosa ya, estábamos todos bien desayunados y vacacionalmente ataviados, saliendo todos, excepto mi hermana, en un taxi en el que no cabíamos, pero, al taxista tampoco le importó. El vuelo llegó oportunamente y mi hermana, tras saludar al gentío, expresó su resentimiento por el calor que sintió al evacuar la aeronave: que era como si le hubieran puesto una ruana de aluminio caliente. También se quejó de la horrible experiencia del vuelo: estaba considerando seriamente regresar por tierra. Traía apenas una mochila, así que no tuvimos que recoger equipaje. De camino a la cabaña, repartió regalos a todos. A mí me trajo una copia de El Túnel de Ernesto Sábato, con una plateada firma del autor en la portada. —Es para reponer el que le robaron. —explicó; yo recordé a quién se lo había prestado, que no me lo devolvió, y eso me hizo fruncir el ceño; pero, empecé a leer el que tenía en la mano de inmediato y me olvidé. Había desayuno caliente servido en la cocina, pero, mi hermana no quiso comer, pues ya lo había hecho, antes de abordar el vuelo, hacía un par de horas. Mi sobrino mayor, entonces, se abalanzó sobre el plato, pero su madre lo atajó de un grito. Más tarde se lo comería cuando nadie estuviera viendo. Mis hermanas se saludaron efusivamente e intercambiaron regalos.
El café no podía faltar, así que preparé una buena cantidad. Los chicos no habían recibido cafeína desde bebés como nosotros, así que, solían pasar del tema y esta vez también lo hicieron. Nosotros agotamos la bebida hablando de nimiedades y de cosas interesantes que les habían ocurrido a las hijas de la recién llegada, mis sobrinas, que, por cierto, no habían podido hacer parte del viaje, y acerca de lo que harían en los siguientes días. Hablamos, o mejor, hablaron de otros familiares que prometieron que también vendrían y que no lo hicieron, sin explicar. Familiares cuyos nombres no podía asociar a un rostro, por más que citaron anécdotas y me mostraron sus fotos en los teléfonos. Yo pensé, sin decirlo, que a duras penas había logrado ir yo, hermano de… las cenizas, ¡qué iba a ir más gente! Pero, me equivoqué: llegarían un tío, hermano de mi mamá y su esposa, y un primo; siquiera habían prometido asistir. Hubo un momento en que el ventilador del techo se detuvo sin que lo apagaran, así que movimos la reunión familiar para un bohío abierto, justo al lado del porche, donde colgaban tres hamacas. Reservé inútilmente una con un grito y me dispuse a preparar más café.
Discusión
El piso del bohío estaba hirviendo y me percaté de que los demás ya lo sabían: quienes no estaban en una hamaca, estaban sentados o acostados sobre grandes toallas y había una para mí.
—Yo me voy a acostar en una hamaca. —expliqué, esperando que alguien me ofreciera alguna ya que estaban todas ocupadas. Luego puse la olleta del café en el piso, junto con vasos. Serví uno para mí y me senté en la toalla.
—¿Qué tal si hacemos una fogata junto al acantilado y arrojamos las cenizas al mar en la noche? Cada uno podría arrojar un puñado. —empecé, esperando abordar y resolver el tema antes de mi viaje, pero, el novio de mi sobrina, sin que lo hubiéramos invitado a participar, terció: —Yo no, por favor. Ni siquiera alcancé a conocerla y la textura de la ceniza me parece bastante desagradable.
Tenía un acento muy marcado de nuestra tierra, por lo que mis hermanas y yo le hicimos mofa; también mis sobrinos, con el tema de la textura de la ceniza. Y la conversación que yo imaginaba degeneró en mil cosas distintas; pero, yo no podía olvidar mis planes e insistí.
—Y el día perfecto es mañana. —el silencio se adueñó del bohío por unos segundos, hasta que mi hermana, aún con su túnica rojiza afirmó:
—Será el viernes. —Mi otra hermana también intervino:
—Pero, Carlos viene el martes, porque ese día era el del plan inicial y tampoco les confirmaron el cambio de fecha. —se refería a nuestro tío; lo llamó por el nombre, porque eran casi de la misma edad. Yo también le llamaba así cuando era un niño.
—Pues, que cancelen los vuelos y que compren otros más. —contestó mi hermana, levantando el tono de voz.
—¿Cómo se le ocurre? ¿Sabe por cuánto le va salir eso? —defendí yo, fingiendo que estaba indignado: no me podía importar menos como les afectaba, pero, convenía a mis planes. —Tal vez cancelen, pero, ya no vendrán.
—¡Pues que no vengan! —espetó ella, casi salivando.
Mi sobrina se incorporó, recogió la toalla y se dirigió fuera del bohío. Antes de abandonarlo, miró a su novio y para que todos escucharan, dijo con fuerza:
—Me voy porque ya empezaron los gritos. Algunas personas no saben defender sus posturas sin ejercer la violencia. —Y salió. A poco salieron también los demás y quedamos solos en el bohío los tres hermanos. Había silencio, así que aproveché para romperlo, mientras me acomodaba en la hamaca más cercana:
—Yo me iré el martes en la noche. Tengo muchas cosas que hacer y el calor no me hace bien.
—Yo sé. Por eso el afán de hacer la ceremonia mañana. ¡Usted no tiene nada que hacer al volver! solamente no quiere compartir con su familia. Yo vi el tiquete aéreo en su maleta.
Pensé en responder, pero, lo mejor era guardar silencio. Y, como seguí recibiendo provocaciones, me levanté y me marché hacia la cabaña. Los chicos estaban alistando todo para la fogata de la noche, pero, yo pasé del tema y llamé un taxi. Me fui a un restaurante, almorcé allí mismo cualquier cosa y me dediqué al turismo el resto del día. Cené también por allí, pedí varias cervezas y luego regresé al acantilado. Me encerré en mi habitación y me acosté en mi camarote. Horas más tarde me despertaron para avisarme que la ceremonia tendría lugar el martes y me invitaron a la fogata.
Ceremonia
Todos estábamos de blanco de pies a cabeza, excepto, mi tío, su esposa y uno de sus hijos, quienes estaban también allí y a quienes no les avisaron de los planes definitivos; no por esto les excluimos. El lugar era una pequeña explanada sobre la roca del acantilado, cerca del lugar donde se pierde en el océano, pasado el mediodía. Había una mesita con un mantel blanco sobre la que habían puesto la urna, una foto de mi hermana con mis padres y mi sobrino, todavía muy chico. Había también un jarrón con claveles de un color rosado muy pálido, casi blancas. Hacía calor, no muy intenso y también había un vientecillo agradable. Para protegernos del sol se había dispuesto una carpa de tela blanca sobre todo el espacio donde estábamos reunidos. Mis hermanas leyeron algunas líneas y mi tío dijo de corazón unas más. Mi sobrino hizo lo propio y mi sobrino mayor cantó una canción a capela. Mi sobrina lloró unas tiernas palabras y entonces me miraron a mí. Yo amaba a mi hermana con todo mi corazón, pero la distancia y el tiempo ya me habían ayudado a superar la pérdida. No sabía qué decir. No me gusta no saber qué decir: nunca ha acabado bien para mí.
—Buenas tardes—dije para romper el hielo. Me aproximé a la urna, miré a todos y luego, de nuevo, a la urna. La abrí y vi que contenía una bolsa diminuta con la ceniza amarillenta: no ocupaba sino una pequeña porción del recipiente de metal plateado y bellamente adornado que la contenía. —Yo quiero… Voy a hablarle a mi hermana: Hola. Perdón por la falta de disposición; perdón por el calor abrasador; perdón por no haber seguido tantos consejos oportunamente; gracias por el dinero que no alcancé a pagar y perdón por haber esperado ocho años para darle un baño. —en este punto todos rieron, excepción hecha de mi hermana quién encontraba inapropiado el comentario para el momento. —. . . muchas cosas han cambiado en nuestras vidas: ya se fue mamá, se nos fue la tía, única hermana de mi padre; estuvimos encerrados un año en nuestras casas por una maldita pandemia que apareció por gente que andaba comiendo murciélagos. —de nuevo hubo risas y un ceño arrugado —No creo que haya vida tras la muerte, así que sé dónde está y es aquí en mis manos, pero, en una forma que no permite que interactuaremos tan bellamente como solíamos hacer.
Mis hermanas y yo, de acuerdo con el nuevo plan, dejamos sobre la mesa solo la urna; tomamos el mantel por las puntas y caminamos por el acantilado hacia el agua, hasta tener la hasta las rodillas. Mi hermana sacó la bolsa de ceniza de la urna y se dispuso a llevarla al agua, pero, una fuerte brisa nos azotó los rostros y también la bolsa con la ceniza, abierta para el ritual, por lo que parte de su contenido fue a parar a nuestras caras y ropas. Mi hermana gritaba furiosa: al parecer le había entrado un poco de ceniza en la boca y en los ojos. Excepto ella, todos reímos. Terminamos el ritual lavando las ropas y las caras cenicientas. Caminamos de nuevo a la cabaña y yo empecé a organizar mis bártulos para el viaje.
Regreso
Todavía estaba vacío el aeropuerto cuando llegué aunque, un momento más tarde, la sala de espera ya no tendría sillas vacías. Yo había pedido que no me acompañaran. Todo el tiempo estuve pensando en lo que había ocurrido.
Estuve imaginando cómo hubieran sido las cosas si algo pequeño hubiera cambiado durante la jornada, pero, cada idea me llevaba a cambiar también cosas de otras interacciones que tenían una traza de varios años atrás. Y la lista era larga, por lo que me tomé un buen tiempo de la espera, hasta que un olor característico, el del café recién hecho, me distrajo. Compré dos y ocupé de nuevo mi silla. Aún con las tasas de cartón en mis manos, escuché el anuncio de mi vuelo; abordé y desde el aire pensé que podía divisar la pequeña cabaña, junto al acantilado, pero, no estaba seguro, como no estoy seguro de mis recuerdos, ni de mis emociones. Más tarde, todo fueron nubes y los campos cultivados con sus cuadros de colores y sus vaquitas. Luego, solo vería gente, concreto, asfalto y humo: total, no muy diferente de todos mis recuerdos.
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